Tánger, el misterioso puerto marroquí que hechizó a artistas de todo el planeta
La tierra que aún conserva las huellas de tantos artistas, escritores y viajeros del mundo
La foto. Qué placer describir fotos. Blanco y negro tirando a sepia con el horizonte chueco, como si un niño se hubiera metido en el cuarto oscuro para torcer el fondo. Tres protagonistas, dos fisgones y el hombre de la cámara. 1957, Tánger. Una playa mansa y algunas construcciones detrás. Técnicamente: una bahía.
A la izquierda, de pie sobre la arena, un desgarbado Peter Orlovsky (24 años) en traje de baño, las piernas apenas flexionadas en pose anómala, los puños cerrados, una sonrisa que no fue captada en su mejor sonrisa. A su lado está Kerouac (35 años) –ese apellido vuelto minarete de nomadismo y literatura– con cierto aire a De Niro en Toro salvaje: las patas elásticas en tensión, los brazos rodean la espalda, el bóxer arremangado se adhiere a la piel en señal de un reciente chapuzón, un franco y pícaro reír, ¿un diente roto? Me gustaría saber qué piensan las personas impresas en gelatina de plata.
Al lado del autor de En el camino, es decir a la derecha de la imagen, un Burroughs (43 años) socarrón vestido con jeans y chamarra, echado en la arena como un camello que duerme su plácida siesta desértica, quién sabe si colocado, pera sobre nudillos, las puntas de los botines casi-casi se van de cuadro. En segundo plano asoma un fisgón caminando que parecería emular la facha de Orlovsky y de Kerouac; en la mitad exacta de la instantánea el otro fisgón parecería emular la facha de Burroughs.
¿El fotógrafo? Adivinen y ganan el pozo. ¿Se los digo? Es bastante obvio… Ginsberg (31 años), nada menos que el poeta Allen Ginsberg, eterno compañero de Orlovsky y pieza vital del movimiento beatnik. Al pie de la copia el retratista escribió a mano con letra redondita, de secundario (resumo): “Orlovsky y Kerouac entrecierran los ojos al sol de la tarde. Burroughs con anteojos y una chaqueta verde oliva, muchachos marroquíes interesados, el puerto y la aduana en el fondo, donde Peter y yo atracamos a bordo del carguero yugoslavo que nos trajo desde Nueva York”.
La cosa sigue, se pone melancólica. Hay incluso más placas de la misma sesión. ¿Qué demonios fabricaban estos yanquis, segunda camada de expats, en Tánger? Ayudaban al yonqui Burroughs –que había asesinado a su mujer en México unos años antes en un lioso episodio a lo Guillermo Tell– a mecanografiar en la habitación 9 del hotel el-Muniria, apodado por ellos Villa Delirium, lo que sería su entrada en la literatura grande, la novela El almuerzo desnudo, alucinado rompecabezas vuelto agobiantes metros de celuloide por Cronenberg a principios de los 90, unos meses después de que Bertolucci hiciera lo propio con El cielo protector, del neoyorquino Paul Bowles, socio vitalicio de la ciudad que entre 1923 y 1956 fue dominio compartido de España, Francia, Inglaterra, Portugal, Bélgica, Holanda, Suecia, Estados Unidos e Italia. “Una úlcera cosmopolita” al decir de Paul Morand, diplomático y novelista parisino.
Todo esto sucede –aquella foto y la descripción de aquella foto, que tengo en el bolsillo y que se parece a las que cuelgan del barsucho Tanger Inn, de paredes enmohecidas, chinches trepidantes y un cóctel de vodka con Coca bautizado Burroughs, ja– en una aletargada playa sobre la que dejo mis huellas junto a un camello de alquiler, una playa desde la que se ve Europa y sugiere, no sé exactamente dónde, la extática y a la vez angustiante posibilidad de cruzar el estrecho de Gibraltar y llegar a Tarifa por 200 euros en un jet ski clandestino que en ocho minutos perpetra la felonía. Esto no lo googleo, me lo cuenta Khalil, el sereno del teatro Cervantes, abandonado desde hace añares y donde actuaron Enrico Caruso, Lola Flores, Antonio Machín e Imperio Argentina, entre otras figuras internacionales.
“¡Khaliiiiiil!”, zumba Ousama desde su choza de adobe, chapa y caña en el estacionamiento que custodia. Khalil como Gibrán, el escritor libanés. Ousama aspira tabaco y estira su mano ahuecada con un polvito marrón, ofreciendo. Non, merci. “La cocaína de los pobres”, decreta con sentido del humor. Conversamos en una entretenida cruza de español y francés, y yo me concentro en su chilaba, la túnica con capucha onda Ku Klux Klan que cunde por estos lares. Me visitan personajes, olores e incidentes de esta porción del mundo que se colaron en libros de tantos autores. O en cartas.
Pasa un pavo real desprogramado (!), entreveo unas inscripciones del Corán y arremete el tenor: “¡Khaliiiiiil!”. Pienso: ninguna cocaína, eso es rapé; el rapé que los expedicionarios españoles y portugueses llevaron a sus países desde América latina. En fin. Sobrevolado por gaviotas al atardecer, el Cervantes permanece quieto como ojo de vidrio, promiscuo en su dejadez, mientras el estacionamiento –lo vieran: parece Teherán– se inunda de motos chinas con acoplado. Llega Khalil en jogging y babuchas. “Salam aleikum, aleikum salam.” Me pregunta si tengo algún permiso. Claro que no, pero entramos igual. Mira alrededor, abre el candado de la reja roída, prende la linterna de su celular y empezamos, en compañía de dos gatos negros, el penumbroso recorrido por las fauces del teatro.
Primero la sala, con sus butacas hechas puré, amontonadas como en una instalación de Ai Weiwei. “Acá estaba el despacho de billetes, en este lugar se cambiaban los actores, ahí era el palco del rey, allá se ven algunos decorados”, me va diciendo el improvisado guía mientras sorteamos agujeros en el piso de madera. Es alto, flaco, pelado, con dos dientes para un reír honesto, nada desastroso. Da la sensación de que todo se detuvo una noche así como así: “Murcia, 1-4-70”, se lee en una pared de madera adornada con pósteres de diversos espectáculos.
El póquer de escritores estadounidenses de la foto inicial se juntaba, por ejemplo, en el legendario Gran Café de París, en esquina frente a la Place de France. En esa Biela de holgazanes también se agolpaban, separadamente, el rifeño Mohammed Chukri, el francés Jean Genet y el irlandés Samuel Beckett –primera camada de visitantes– bajo embriagadoras volutas de kif, ese non plus ultra de la marihuana. ¿Qué quedará de los paisajes tangerinos de Matisse expuestos en los museos Pushkin o Grenoble, que veneraba Gertrude Stein y que huelen mágicamente a esencias disipadas en el tiempo, amasijo de sabiduría y éxtasis a principios del XX? No por nada la habitación 35 del hotel Villa de France se llama Henri Matisse…
Procesiones de tés morunos en la terraza del Hafa, ese cafecito que balconea sobre el mar y donde el ajedrez urde una perfecta y económica suspensión de las horas para cualquier hombre de letras. Cortejo de Gore Vidal y Truman Capote, rivales, en flaneos homoeróticos. ¿En qué recovecos Cecil Beaton y Somerset Maugham, por decir algo?
¿Y André Gide? De él se rumorea que luego de acostarse con algún dócil jovenzuelo marroquí, deporte que practicaba a menudo, le hacía creer que en Francia era un escritor muy conocido y le rogaba que memorizara bien memorizado su nombre, por si las moscas: “François Mauriac”. La anécdota se lee en Museo del chisme, del escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky, director de Fantasmas de Tánger y dueño de esta reflexión: “El verdadero exotismo de la ciudad es social, humano, aun años después de clausurada la zona internacional”. ¿Y Patricia Highsmith? ¿y William Saroyan?, ¿y Barthes y Foucault?, ¿y los españoles?, ¿y la Librairie des Colonnes, que los celebra a todos?
Las preguntas así no se contestan en un tris; es más, quizá no se contesten… nunca. Su mera postulación instaura un desovillado camino de cálculos y oráculos muchas veces basados en corazonadas. Elijo así el París para todo un día. Me adueño de una mesa en la que bien pudo haber doblado su esqueleto Tennessee Williams. El dramaturgo aterrizaba a las diez y media de la mañana, después de haber fatigado su cuaderno durante el alba, y pedía un fernet con Coca –cordobés avant la lettre– y el diario para sopesar esa magnífica situación de no hacer nada haciéndolo todo, mirando la gente pasar, soñando despierto. Lo imito, pero con té de menta en vaso largo por la módica de 10 dírham (un dólar). Me convierto, de pronto y por deporte, en Georges Perec, que no estuvo acá, pero bien habría podido. Él, que agotó una esquina de la place Saint-Sulpice en un librito sensacional de 1975, me da el puntapié para que haga lo propio.
Las 13.39. No hay nubes ni wifi. A mi derecha una casa antigua sobre la que flamea una bandera francesa. En la puerta hay dos policías (pasa una ambulancia Renault, suenan varios silbatos) de pistola, cachiporra y walkie-talkie; detrás de ellos, en la pared, un cartelito con forma de flecha pone visas en francés, árabe y bereber. Bocinazo agudo, bocinazo grave. A mi izquierda y casi rozando el techo del toldo, dos enormes árboles que parecen recién podados. El poder de sentarse a mirar sin hacer otra cosa. Sentarse y mirar. Sentarse. Mirar. Estar. Tres adolescentes en un scooter enclenque, sin casco y vestidos como futbolistas. Dos viejos que caminan en dirección contraria se chocan sin querer y quedan enfrentados, a punto de besarse: ambos llevan la misma bolsa turquesa.
Sigo, no sin antes preguntarle al mozo por mis escritores: “Rien de rien”, con cara de pocas pulgas. Una mujer y su sombrero de paja lleno de pompones de colores. Los bigotes más geniales que haya visto. Una mosca en mi mano derecha. En el jardín de la casa antigua hay una palmera y un poste con una cámara. Un BMW negro patente EG 171 RQ manejado por una mujer con burka: vidrios polarizados. Un lustrador de zapatos. Un delivery boy en una motito de La Casa de la Pizza. “Some fucking shit”, le dice una mujer preocupada a otra mujer preocupada. Un hombre altísimo camina en zigzag mirando la pantalla de su teléfono.
Me mudo al interior. Más cómodo y con menos sol. Sin humo. Las sillas son de cuero y las mesas, redondas, con mantel marrón y un vidrio encima. Llega mi croque monsieur. Adentro los clientes parecen más sobrios, más elegantes: señores de negocios vestidos de traje. Gritan un poco. No, hablan fuerte. Pido otro té. Sobresale la voz carraspeada de un hombre que no quiero ver, sólo escuchar. Un taxi 205. Siempre me gustó el diseño de ese auto. Tengo que mirar al tipo de la voz. Hace gestos con las manos como los haría un político. Tose. Mantiene su discurso activo mientras su interlocutor lo estudia. Maniobro con tenedor y cuchillo el croque más raro del mundo. La voz tiene camisa blanca y un saco príncipe de Gales. Parece que dijera “es necesario, Israel, es necesario”. Esas son las alucinaciones auditivas de los viajeros de las que habló el cronista brasileño Rubem Braga, otrora embajador de su país en Marruecos.
EL CIELO PROTECTOR
Y hablando de viajeros… “No se consideraba un turista; él era un viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra.” Esto lo copio y pego de El cielo protector antes de lanzarme a la aventura: voy a perderme unas horas en la medina, palabra que significa barrio antiguo y que incluye a la mezquita, el zoco –mercados–, la madrasa –escuela– y la alcazaba –también conocida como kazbah–, construcción fortificada donde vivía el gobernador.
¿Y si yo fui marroquí? ¿Y si mi estupidísima, pero tenaz adicción al Marroc, esa delicia de Felfort vuelta petite mort en un par de mordiscos, me autorizara la licencia de viajar en el tiempo y sentir que pude haber sido un ordinario vendedor de alfombras musulmán que se prosternaba, descalzo, cinco veces al día en la mezquita de su barrio para rezar anónimamente? ¿Y si de algún modo u otro yo conocí a Shams ad-Din Abu Abd Allah Muhammad ibn Muhammad ibn Ibrahim al-Luwati at-Tanyi, a.k.a. Ibn Battuta, el trotamundos tangerino que en el siglo XIV, a lo largo y ancho de tres décadas de peregrinaje, triplicó los kilómetros andados por Marco Polo y consignó sus fascinantes excursiones en Rihla, un libro cuyo subtítulo se ofrece como un “presente a aquellos que contemplan las cosas asombrosas de las ciudades y las maravillas de los viajes”? Yo pude, borgianamente, haber estado acá y haber presenciado las cacofónicas grabaciones de los Stones con los músicos de Jajouka en 1989.
Ahora sí: la medina, inagotablemente compleja y vagamente amenazante, no plantea un punto de partida, ni mucho menos un punto de llegada. Uno toma esas decisiones. Y ni siquiera. La madeja de pasadizos obliga a empezar de cero a cada vuelta de esquina. Algo sucede en esta ciudad que al vulnerar la primera rompiente –la más superficial, donde surfean los vendedores de ropa falsificada y hachís– te hechiza y te adentra en algo que adopta la forma del corazón del lugar, una suerte de catacumba en la que todavía se puede encontrar, por caso, un bolichito llamado Au Pain Nu en homenaje a la célebre novela de Chukri, prohibida en su tierra y glorificada en Francia, sablazo de alcohol, drogas y sexo, que los magrebíes todavía mantienen detrás del velo.
Esta noche dan Rebecca, de Hitchcock, en la recauchutada cinemateca, ahora epicentro hipster y un buen lugar para ver películas que no sean de Hollywood y estén a mitad podadas. Se me ocurre que ahí se reunirán algunos expatriados y que tal vez acceda a sopesar lo que fue Tánger en otras épocas, la silueta de sus espectros. Acá estoy, esperando en el bar a la intemperie cuando se oyen los rezos, los llorosos rezos de la mezquita, y en la plaza un puñado de vendedores ambulantes apila ropa vieja y la vende a los gritos al mejor postor. Hora de entrar. La sala es enorme y el cuero rojo de sus butacas huele un poco al anís-pimentón-canela condensado en las callecitas. Oigo a ciertos correligionarios hablar en inglés.
A la salida me pego como una estampilla a un septeto de británicos de sesenta y largos. Richard –olvidé el apellido– es un pintor galés de aspecto bohemio que vivió en París, en Madrid y hace un par de décadas, en su sistemática huida del frío y divorciado de su mujer polaca, recaló en Tánger. Habla por un costado de la boca, porque el otro lo tiene tomado por una pipa (apagada). Dice que conoció a Bowles en su tramo final, aunque no sé si creerle. Que adora no entender del todo la cultura de esta región y que su testaruda curiosidad lo mantiene a flote. Que sí, que las cosas lucen muy cambiadas, pero que detrás del manto de “capitalismo fifí” sigue habiendo unas raíces del quinto demonio. Que el hotel el-Muniria está intacto y que los precios son muy razonables, que prefiere esto a toparse con alemanes en chancletas en Mallorca. Que los fantasmas no se buscan sino que se aparecen de la nada cuando uno menos se lo espera y deglute un majoun en una tarde aburrida.
Con el taxista Said a bordo de su cascado, pero peleón Mercedes 240 de 1983, gasolero, caja de cuarta y los buracos del aire acondicionado tapados con postales de paisajes. Mirándome fijo mientras flanqueamos un enorme cementerio en un bosque de eucaliptos, me cuenta que donde estoy sentado viajó Mick Jagger. Para demostrarlo saca un sobre ajado, escrito con su nombre y escondido en la guantera, que trae dentro un pin de la lengua de los Stones. “La selfie con él no me la saqué porque esa semana murió mi padre y yo no estaba bien”, explica sin que yo le pida explicaciones. Eso fue en 2011, cuando el crack rolinga vino para visitar a un amigo inglés que dirige la iglesia Saint Andrew. “Y ahí también”, se vanagloria el tachero de la sonrisa inmarcesible, “se sentó Marianne Faithfull”... Así que voy en el taxi del rock y estoy a punto de llevarme un pedazo de asiento.