Ante la inquietud de los hijos, la familia decidió dejar Argentina para buscar un futuro mejor en España, pero cuentan por qué decidieron regresar
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Edgardo Galeano quedó perplejo. En un tono solemne, su hija mayor, Macarena, acababa de anunciarle que deseaba irse de la Argentina. Aún vivía con ellos, era muy joven, pero estaba dando sus primeros pasos en el mundo laboral y consideraba que en Europa podría forjarse un mejor futuro. La cuestión tomó un nuevo matiz un par de días después, cuando su hijo de 17 años, Lisandro, se plantó ante él con el mismo anhelo.
¿Por qué no?, se preguntó Edgardo, quien junto a su mujer, Soledad, pasaba las noches en vela cuando sus hijos salían, y sentía un nudo en la garganta al pensar en todo aquello que su mujer y él debían afrontar cada mañana, cuando dejaban el hogar para ganarse el pan. Entonces pensó en aquellos amigos que tenía en España, voces que siempre le decían que allí tenían un lugar para volver a empezar.
“Yo, como padre y después de una desgastante carrera en las fuerzas policiales, tenía al alcance un retiro que, si bien en el país no te permite progresar, sí te permite llegar a fin de mes. La perspectiva, sin embargo, no era alentadora”, cuenta Edgardo.
Con la decisión de irse, la familia comenzó a atravesar uno de sus momentos más duros. La transición se extendió por dos años, en los que vendieron un auto nuevo y otro viejo, así como todo el mobiliario de la casa hasta quedarse sin nada. Los últimos días durmieron en el piso porque ya no tenían ni camas.
“Hoy nos reímos pero fue durísimo juntar peso por peso hasta que pudimos sacar los pasajes. Ese fue el momento en el que la familia y amigos se dieron cuenta de que venía en serio la cosa”, rememora. “Planeamos todo de manera minuciosa, dónde hospedarnos, el colegio para el más chico, averiguamos el tipo de empleos que se podía conseguir en la zona, y fuimos enviando papeles por correo a nuestros amigos para poner las cosas en regla para que cuando llegáramos fuera más fácil, principalmente el cole del más pequeño”.
Una despedida intensa y una llegada a Valencia prometedora
La despedida en septiembre del 2022 fue desgarradora. Al torbellino de emociones por el volver a empezar, se le sumaba el hecho de que era la primera vez que la familia viajaba en avión. Salir de la casa resultó una misión casi imposible, sus seres queridos los abrazaban y lloraban, sin resignarse a dejarlos ir. Y ellos, atravesados por tanta intensidad, les pedían que por favor salgan de la casa, que era tiempo de partir: “Fue muy difícil, teníamos una frase que decíamos con frecuencia: la vida no cabe en cinco valijas, pero vamos por nuestro sueño”, recuerda Edgardo.
Llegaron a Valencia previa escala en Madrid y todo seguía siendo una locura. Sus amigos los esperaban para llevarlos a Villarreal, donde primero se hospedaron en casa de amigos hasta que pudieron habitar un piso que tenían reservado: “Nos prestaron una habitación en un departamento para cuatro personas ¡ahora éramos nueve!”, cuenta entre risas. “¡Teníamos una campana a la salida del baño!”
“El piso que rentamos tenía muebles”, continúa. “El empadronamiento fluyó muy correcto, llegamos un miércoles y el viernes nuestro hijo más pequeño, Jeremías, ya estaba en el cole con un maestro de apoyo y un padrino que era un compañero de aulas, que lo acompañó durante el primer mes”.
Un cuento de hadas que comenzó a oscurecerse: “¿Y si tengo que hacerme un arreglo dental?”
Durante los dos años previos, Edgardo se había capacitado en Argentina en el área de construcción, ya que un conocido en España, del rubro, le había comentado que se necesitaban oficiales. Gracias a sus esfuerzos, a los diez días de su llegada a España, Edgardo consiguió empleo en la empresa de construcción, luego de pasar una prueba donde no fue necesario simular ningún conocimiento.
Tras su contratación por tiempo indefinido, para la familia llegó el acceso a la salud y, de pronto, su nueva vida comenzó a rodar con suavidad y decisión. Edgardo sentía que estaba en un cuento de hadas, trabajaba diez horas de lunes a viernes con un sueldo de 1300 euros, que se sumaban a los ahorros y a su jubilación.
“Pero el cuento de hadas comenzó a oscurecerse. Al tercer mes empezamos a tocar los ahorros y parte de mi jubilación para poder llegar a fin de mes”, revela. “Mi hija consiguió trabajo en un bar por 1000, pero aún así todo se complicaba entre renta, gastos fijos, sustento para toda la familia, y ella, con sus horarios, no podía estudiar, algo que a su vez era muy costoso. No nos gustaba que no pudiera progresar”.
“Y viajar hacia el trabajo, imposible… el transporte público no es como en Argentina que tenés algo que te deja cerca. Allá el auto es una necesidad si trabajás en otra ciudad. Yo trabajaba en Benicasim, y de Villarreal hasta el trabajo no tenía nada, me pasaban a buscar en una furgoneta, me llevaban y traían, juntaban a unos cuantos obreros; por otro lado, el choque cultural fue tremendo: de abrazar, de saludar con un beso, a que nadie te salude. Pasás a ser un don nadie. El tipo de gente con el que compartía mi jornada laboral eran en su mayoría rumanos, marroquíes, me encontré que todos hablaban el idioma de ellos, lo único que me decían era ¡Argentina, Messi, Maradona! Las comidas, costumbres, todo muy distinto: sos un inmigrante y lo primero que te dicen es que ya no estás en tu país, acá se trabaja como yo te digo y si no te gusta chau, buscate la vida”.
“Pero lo preocupante es que como sostén de la familia empecé a ver que no alcanzaba. Era trabajar sin parar pero para poder llegar solo a fin de mes: sin salidas a comer, sin cine, sin algún que otro asadito…Nos empezamos a preguntar: ¿Y si me enfermo con algo serio? ¿O si tengo que hacerme un arreglo dental?”
Una sala de espera y una revelación: darle una segunda oportunidad a la Argentina
Cierto día, en una sala de espera, el cuadro emergió claro ante la mirada triste de Edgardo. Allí, tan lejos de su tierra, pudo ver todo, menos ese cuento de hadas que creyó que alguna vez viviría.
Una niña lloraba junto a su madre, y el hombre argentino solo vio indiferencia, falta de humanidad, y una soberbia en aquella sala médica de un país que creyó perfecto, pero que tan solo lo hizo extrañar Argentina más que nunca.
Y así, de pronto, llegó el ¡basta!. Es cierto que en nuestro país todo es un desastre, se dijo, pero había tanto que antes no supo ver y así, en familia, decidieron que era tiempo de darle a su país una segunda oportunidad.
“No importa lo que cueste, estamos en nuestro país”
El abrazo de bienvenida fue un bálsamo inolvidable que quedará grabado en la memoria de Edgardo para siempre. En Argentina nunca hubo un lecho de rosas para la familia Galeano, pero sabían a dónde volvían y, más que nunca, decidieron que estaban en la tierra correcta para cumplir sus sueños. A veces es necesario irse, para saber a dónde uno quiere volver.
Hoy, la hija que primero quiso partir, estudia en la universidad, y el segundo hijo está contemplando qué carrera seguir. Su mujer realizó un curso de pastelería y junto a su marido emprendió un pequeño negocio en el rubro.
Ni Edgardo ni su familia se arrepienten de la experiencia vivida. Gracias a ella, no los acosa la pregunta: ¿qué hubiera pasado si…?: “Necesitábamos acompañar a nuestros hijos en esta aventura y hoy nos reímos cada vez que pasa algo. Les digo: ¡mejor que en España estamos!”
“Ya hace dos años regresamos a la Argentina y tenemos nuestro hogar todo equipado a nuevo y mejor. Es verdad que nos rompemos el alma laburando, todo cuesta, pero reímos cuando saludamos a un vecino, a nuestros amigos, a nuestros familiares. No importa lo que cueste, estamos en nuestro país”.
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