Tendido boca arriba en el piso, Alejandro Bazán (30) llora desconsoladamente. Quiere taparase la cara para que la multitud que lo aplaude no vea sus lágrimas, pero no tiene fuerza en sus brazos para moverlos. Llora de orgullo y emoción y repasa mentalmente cada uno de los momentos que lo llevó a ese preciso instante en el que se había visualizado tantas veces. Recordó las cuatro veces en las que se inscribió en la carrera, con la ilusión de entrar -solo hay 500 dorsales: 275 están destinados a los deportistas de elite y 225 son sorteados entre unos 10.000 inscriptos del planeta entero-. Recordó el día en el que entró y el telegrama de despido que recibió al mes siguiente de la empresa en la que trabajaba como administrativo. Recordó los bingos que organizó para juntar dinero para el pasaje; a los conocidos y desconocidos que lo paraban en sus entrenamientos en el municipio de Yerba Buena, en Tucumán (donde vive), para darle dinero para que viajara. Recordó a Martín, su hermano del alma y mi amigo que murió cuando ambos tenían 22 años. Sintió nuevamente un profundo dolor. Recordó la comida, la ropa grande y la aguja de la balanza moviéndose hacia los 125 kilos. Se vio en el fondo de un pozo. Pero también se vio extenuado y feliz, debajo del arco de llegada de Zegama, en el municipio de la provincia de Guipúzcoa, País Vasco (España), en la carrera del fin del mundo como la llaman y donde se dan cita los mejores corredores del mundo del trail.
Acababa de completar la prueba en seis horas, 31 minutos y 44 segundos. La carrera acumula un desnivel de 5.472 metros entre subidas y bajadas, y un desnivel positivo de 2.700 metros. El camino que había recorrido para pisar la línea de largada y completar el desafío había sido largo y sinuoso en todo sentido.
En 2012 sintió que había tocado fondo. La muerte de su amigo Martín en un accidente de tránsito lo había marcado profundamente. "Nos habíamos criado juntos. Éramos vecinos y compañeros de cuna. Sin él me sentía vacío. Hacía catarsis con la comida. Estaba triste, deprimido. No medía las cantidades. Comía, comía y comía. Iba a McDonald´s tres veces por semana y pedía dos Big Mac por vez. Comía porque nada me llenaba. A mis 24 años, la gordura me desbordaba. Me veía alto y grandote y no tenía control de la alimentación. No quería salir, no quería terminar mis estudios de fotoperiodismo, tenía vergüenza y no conseguía ropa", recuerda.
Entonces supo que necesitaba hacer algo por su vida. Se lo debía a él mismo y a su amigo, con quien tan gratos momentos había compartido. Empezó, como pudo, con el objetivo de salir a caminar. Hacía 10k en dos horas. Así logró bajar 10 kilos en cuatro meses y luego se animó a practicar voley con amigos. Se entusiasmó y quiso ir por más. Vendió el lente de una cámara y compró una bicicleta. Al principio pedaleaba cuatro kilómetros y pensaba que se moría. Cada dos kilómetros, paraba a descansar. "Vamos. Yo puedo. Un poco más", se decía a sí mismo. Sabía que si no daba todo su esfuerzo para cumplir su objetivo, no lo iba a lograr. Entendió el sacrificio pero no bajó los brazos. Al tiempo, hacía 40 kilómetros.
Así, con disciplina, constancia y esfuerzo, entre 2012 y 2014, perdió 40 kilos. Los primeros 20 los bajó con la ayuda de su mamá, que le preparaba las comidas y "lo tenía cortito". Y luego buscó ayuda de un profesional. "Me acuerdo de la primera vez que leí el plan alimentario y me negaba a entender que, por ejemplo, la cena era un plato sopa o que un revuelto se preparaba con un huevo, una cebolla y un tomate. Pero sabía que era lo que necesitaba para salir adelante". El deporte le cambió el cuerpo. Y le dio confianza y fuerza.
Intercalando natación y ciclismo se sintió listo para competir en un desafío en bicicleta. Fue la única vez, pero le bastó para entender que no era la disciplina ideal para él. En los años que siguieron se bajó del rodado y se puso zapatillas. Jamás se las volvió a sacar. Arrancó en noviembre de 2013 con 106 kilos y durante un año realizó la misma dinámica de entrenamiento de tres a cuatro días en la semana. Luego se unió a un grupo de running y el cambio fue sustancial. Los años pasaron y comenzó a competir en diferentes carreras. Modificó su rutina de entrenamiento a seis días a la semana, más bicicleta y gimnasio.
"El running se ha convertido en una parte importante de mi vida. Nuestro rendimiento es algo que nosotros mismos decidimos. Es duro entrenar seis veces a la semana. A veces me pregunto si vale la pena. Me contesto que sí. Mi papá, Luis Ernesto Bazán, me decía que amar lo que uno hace es el requisito para ser feliz. ¿Cómo no voy a ser feliz?".
Hoy Alejandro siente que está en su peso ideal. Y tiene el apoyo de un nutricionista que lo ayuda a mejorar deportivamente a través de la alimentación. Dice que aprendió a comer saludablemente para llegar en forma óptima a cada entrenamiento y carrera.
Bazán asegura que correr en la montaña es como la vida misma: con subidas, bajadas y piedras. Y que correr le ayudó a entender que puede ir a donde quiera, solo con sus piernas. "Correr, además, nos hace mejores personas. Nos limpia el alma. Nos vuelve optimistas. Y el corredor es también medio masoquista: sufre para superar sus propios límites. Pero solo quienes corren, saben hasta dónde el running los ha llevado, lo que les ha dado y lo que sigue dándoles".
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