Inflan el pecho y se agachan, soportando el peso del cuerpo con las rodillas en semicuclillas. Están en un perfecto sonkyo: la muestra más sincera y antigua de respeto hacia los dioses, la expresión del corazón que asume gratitud antes de la pelea. Los puños rozan el dohyo. Lidia está de negro. Tiene las muñecas vendadas. La rodilla izquierda doblemente vendada, cuidando el ligamento que se rompió meses antes de ir al Mundial. Enfrente se encuentra Ninjin Ptsg, una luchadora mongola que vino al país hace un par años junto a su marido y sus dos hijos. Se miran fijo, sin pestañear. Los pies al borde de la línea de salida. La concentración las aparta del ambiente. Del Cenard y del torneo de vóley que se está jugando en el piso de abajo. Del ruido del chico nuevo que entrena en el fondo. "Hakyoi", grita el sensei Gabriel. Ambas se lanzan, sin importar nada más. Ni el Puente La Noria y los tres colectivos que tuvo que tomar Lidia. Ni los restos de comunismo de la infancia o el desarraigo de Ninjin. Simplemente, chocan. Y, por un instante, quedan suspendidas en el aire. Cuerpo contra cuerpo, con los mawashis (cinturones tradicionales) ajustados en un gran nudo sobre sus cinturas. "Nokotta, nokotta", chilla el sensei arengando. En menos de 10 segundos caen. Ninjin primero. Lidia después. El tatami las abraza. Antes de levantarse sonríen, con los ojos llenos de satisfacción.
De Japón a Burzaco, esta disciplina milenaria tuvo sus idas y venidas en el país. Lejos del estereotipo de luchadores gigantes, se instaló como un deporte que incluye todo tipo de cuerpos.
En las Crónica de Japón o Nihon shoki –uno de los libros más antiguos sobre la historia japonesa, escrito en el año 720–, se relata el combate y el triunfo del artesano Nomi no Sukune frente a Taima no Kehaya, quien se jactaba de ser el hombre más fuerte bajo los cielos. Esa batalla marca un antes y un después, y así convierte a Sukune en el gran vencedor y en el "padre del sumo" para la posteridad.
"La primera lucha de sumo fue en el año 23 a. C. en Nara. La leyenda cuenta que se enfrentaron dos dioses. El que ganó pasó a la historia: es Japón. Pero con el que perdió ocurrió algo interesante. Levantaron una estatua en su honor. Es el único reconocimiento visible que existe en el lugar. Porque hay una lógica muy arraigada en la cultura, que dice: «A vos también te puede tocar, en algún momento vas a perder o morir». Públicamente, desde la antigüedad, a las personas no solo se las juzga por el resultado", cuenta Gabriel Wakita, presidente de la Asociación Argentina de Sumo, ganador de cinco campeonatos sudamericanos. Hace una pausa y continúa: "Acá, a veces la gente no lo entiende. Le decís a alguien que recién empieza que salga y empuje hacia adelante y te mira desconcertado. Claro, a lo mejor está hace media hora intentando correr a un gigante sin éxito. Pero en el sumo, a largo plazo, eso tiene un sentido. Primero hay que pasar por una etapa donde el perder o ganar, quizás, no tenga tanta importancia como el empujar hacia adelante".
El origen del sumo en la Argentina se remonta aproximadamente a los años 30. Se dice que en la zona de Burzaco, Provincia de Buenos Aires, un grupo de inmigrantes japoneses realizaba esta práctica de manera clandestina, en un ámbito cerrado solo para la colectividad. Por esta razón, al poco tiempo desapareció y tuvo que esperar hasta el último tramo de la dictadura (1981) para volver a ver la luz.
El sensei Hideki Soma, 8º Dan de Judo y Taiho Jutsu Shihan proveniente de Japón, fue el encargado de introducir el sumo, luego de hacerse cargo como entrenador y director de la Federación Argentina de Judo. En 1974 comenzó a buscar algo nuevo para potenciar el entrenamiento de sus alumnos y, a modo de gimnasia, se le ocurrió incluir la disciplina. A partir de ahí, comenzaron las exhibiciones en torneos y el deporte se hizo cada vez más popular. Al principio, vinculado con la Asociación Japonesa Argentina (AJA), encuadrándose con una acción similar a la de un club. Hasta que un par años después, logró independizarse y se construyó un dohyo (cancha de tierra donde se desarrolla la lucha) en las entrañas del Jardín Japonés.
Al crecer la práctica, en el país surgieron luchadores cada vez más fuertes. Marcelo Imachi fue el primer argentino en ingresar al sumo profesional de Japón (en mayo de 1987), seguido por José Juares, condiscípulos ingresantes de la Michinoku-Beya, un famoso establo o escuela de entrenamiento.
En la actualidad, unas 50 personas cultivan la disciplina. Se reúnen religiosamente en el polideportivo de Parque Chacabuco y en el Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Cenard). "Nosotros somos parte de una tradición sintoísta. Aunque no la profesamos, hacemos el mismo ritual. Tiene eso de lindo: los dioses bajan y te juntás con amigos, porque es amateur. Obviamente, tenemos que estar en un ranking y cumplir con ciertas obligaciones deportivas. Es más, hace poco volvimos del Mundial", comenta Wakita, toma aire y sigue, como si reflexionara en voz alta: "Pero lo que tiene el sumo es que es simple e inclusivo. Con un short o una calza te basta.Un pibe humilde lo puede practicar tranquilamente. En una colchoneta, en tierra o donde sea. Solo tiene que conocer de qué se trata y lograr divertirse o ponerle un objetivo al deporte. Cuando hacemos las colonias de vacaciones, por ejemplo, los chicos a veces prefieren hacer sumo antes que ir a la pileta. Porque tienen contacto, roce, lucha. Y encima, es fácil de entender. Si alguna parte de tu cuerpo toca el tatami o te sacan del círculo, simplemente, tenés que admitir tu derrota".
Cuerpos diversos
El olor a hamburguesas se hace sentir, invita a la fiesta. Una hilera de mesas atraviesa el dohyo de la Asociación Japonesa Argentina. Algunos chicos corren y otros juegan cerca de la entrada. Familias enteras, luchadores y veteranos comparten anécdotas, se pasan panes y aderezos entre risas. La noche está fresca, pero en el ambiente todavía se conserva el calor del día. En una punta y sentadas en semicírculo, un grupo de chicas del Club Los Indios de Moreno charlan con soltura. Cuando llega Adriana Castillo, profesora de judo del club y técnica de la Federación Metropolitana, interrumpen sus voces para escucharla atentas. "Nos invitaron a un sudamericano que se hacía en mayo. Ahí nos enteramos de que existían categorías. O sea que para hacer sumo no era necesario ser gordo, eso era un prejuicio de la gente. Invité a todos mis discípulos. Los chicos no se animaron. Pero ellas, como son indias, sí", dice Adriana y las carcajadas estallan.
El sumo es simple e inclusivo. Con un short o una calza te basta. Un pibe humilde lo puede practicar tranquilamente. En una colchoneta, en tierra o donde sea.
Gabriela Chacaltana de 18 años, es la primera de las chicas en romper el hielo. "Se siente raro y a la vez está bueno. Al principio te da un poquito de vergüenza. Yo no quería decir que iba a sumo, en mi curso son muy discriminadores. Cuando se enteraron, me dijeron: «Ah, bueno, ese es tu deporte» (imposta la voz en un tono irónico). Y no tiene nada que ver la balanza. Tenía compañeras que pesaban 48 kilos y, sin embargo, luchaban en el sudamericano".
"Lo que pasa es que se estereotipan todas las disciplinas", se suma Camila Saldaño, también de 18 años. "Mi papá pensaba que el sumo era más para hombres que para mujeres. Le costó un poco entender. Hasta que me vio representar al país. Es cuestión de experimentar. Eso nos llevó a ser la primera camada de chicas juveniles".
Desde enero hasta mayo de 2019, las jóvenes pertenecientes al club de Moreno entrenaron duro. Midieron sus fuerzas y realizaron innumerables ejercicios físicos, como el shiko (donde se levantan de manera alterna las piernas, para luego dejarlas caer violentamente sobre el suelo) o los diferentes kimarites (técnicas de derribo para combate).
El sumo me disciplinó internamente. Me nutrió como persona. Aprendí a cómo pararme, cómo caminar. Gané en confianza.
"Podés creer que mucha gente me decía que las estaba poniendo en un deporte duro. Que iban a ir para atrás porque la disciplina no conducía a un movimiento delicado. Por suerte no los escuché. Tiempo después tuvimos muy buenos resultados", recuerda con cierto tono de revancha Adriana.
"Y acá está la indiada", Camila le guiña un ojo a su sensei. Luego sonríe y continúa: "A mí me reayudó el sumo: a tener mis horarios más cortos, saber manejarlos. Me disciplinó internamente. Me nutrió como persona. Aprendí a cómo pararme, cómo caminar. Gané en confianza. Uno va ahí y se despeja de todo, te liberás. No pensás nada más que en hacer bien los pasos, las técnicas. Solo querés ganar la salida. En mi caso, me obligaron a ir al tatami. Si la profesora no estaba en ese preciso momento, yo no me hubiera entregado. Ella lo logró. Y de ahí no me bajo más".
Sacrificio y gloria
Lidia Arias llega temprano al Cenard. Todavía falta para que el resto del grupo aparezca. Descalza, comienza a ordenar. Agarra un nailon blanco, unos bloques de plástico, unas cintas. De a poco, va formando el dohyo. Con paciencia, como cuando armaba el puesto en la ribera de La Salada a las 5 de la mañana. Eran tiempos difíciles: llevar y traer bolsas, vender hasta la última tela, levantar todo. El recuerdo vivo de la tos asmática de su madre, acompañando la salida del sol. Por aquellos días se repetía, una y otra vez, que más allá de ser gorda también era fuerte.
"Mi cuerpo era otro, no este que veo ahora. Solo trabajaba, dormía y comía. De manera repetitiva. Sin motivación. Por eso tenía 105 kilos. Yo no esperaba bajar de peso y nunca me imaginé luchando sumo. Pasó el tiempo, me dediqué a dar lo mejor. Por esa razón, cada vez que vengo, por más que sea a un entrenamiento light, siempre me vendo. Comprendí que se trata de mi templo", cuenta Lidia, una de las luchadoras de sumo más sobresalientes del país.
Nacida en Lomas de Zamora, hija de inmigrantes bolivianos, la vida deportiva de Lidia estuvo marcada por el sacrificio. "Dicen que soy resiliente y yo ni siquiera sabía qué significaba esa palabra", bromea. Primero llegó al judo, deslumbrada por la actuación de Daniela Krukower, en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. No dudó y a los 28 años, sin miedo al rechazo, se anotó en el Club Atlético Lanús. Allí entrenaba tres veces por semana, las mañanas y las noches. Alternándose entre la disciplina y el trabajo, para adquirir el reflejo de las técnicas en el cuerpo. Solo descansaba cuando subía a los dos colectivos y al tren que la llevaban y traían. Gracias a ese ritmo, logró integrar la selección nacional en un par de ocasiones. En 2016 compartió plantel con Paula Pareto y, ese mismo año, Sebastián Videla –un legendario profesor de sumo– la vio luchar en el mismo dohyo y la invitó a formar parte de la disciplina. Su intención era que participara de un sudamericano, de cara al Sumo World Championships.
"Se presentaba el Mundial de Sumo y yo necesitaba juntar plata –cuenta Lidia–. Mi papá estaba terminando la construcción de una casa en Villa Lugano. Entonces, como sabía que precisaba un albañil, le insistí para trabajar con él. Durante dos meses, desde las 8 de la mañana hasta las 6 de la tarde, sin parar, levanté piedra, arena y cemento. A conciencia: subía las escaleras, cargando bolsas de 50 kilos de izquierda a derecha, alternándolas de lado a lado. Usando la posición de combate y entrenamiento para fortalecer mi cuerpo. Así, logré la condición que necesitaba, llegar a los 80 kilos. Y con eso que gané, más lo que tenía, pude llegar a Osaka", recuerda tocándose la frente.
Al margen de los altibajos económicos, Lidia tuvo que sortear algunos cimbronazos emocionales a lo largo de su carrera. La muerte de su abuelo y el suicidio de un amado primo, horas antes de una competencia que la vio subcampeona, la pusieron a prueba en su camino como deportista.
"En Japón, la mujer es considerada impura por su ciclo menstrual. Entonces, no puede pisar el área de lucha sagrada. Por eso, no se les permite competir profesionalmente. Más allá de eso, para nosotras que somos amateurs es importante. Por algo estamos acá, haciendo sumo. Es por ellas. Por esas mujeres que a pesar de todo lucharon. Si seguimos así, puede que algún día no muy lejano, logremos que este deporte sea parte de las olimpíadas", concluye enérgica Lidia.
Empujar, sin miedo a perder
Gonzalo Bitz Figueroa abre los ojos, como si despertara de un sueño profundo. Acaba de realizar un mokuso, la famosa meditación del guerrero. Limpió su cabeza de todo resto exterior e intentó conectarse en silencio con los demás. Afuera quedaron el trabajo, las presiones de la vida y el dolor de los últimos años. Ahora, solo importan el sumo y las ganas de volver a empujar, que brotan desde adentro.
"Hay una especie de mística apenas pisás el dohyo. Sentís energía, una paz alrededor que te abstrae de todo. Entrás en una especie de estado alfa. La mente está en blanco. Sos vos, con vos y tu contrincante. El cuerpo, literalmente, se mueve solo. Es muy particular. Si pensás, perdés. Hay algo de la liberación del ser. El cuerpo es el vehículo, el motor es tu esencia", repite pausado Gonzalo, bicampeón sudamericano de sumo.
A pesar de los años, Gonzalo todavía recuerda con simpatía aquella primera exhibición de sumo, a la que fue con su hermano y algunos compañeros del colegio. "Fue en un torneíto que hicieron desde la Asociación de Sumo. Empezó así, como una curiosidad, un divertimento, y después pasó a ser parte de mi vida", comenta sonriendo.
El parate llegaría en septiembre de 2015, luego de 30 años ininterrumpidos de judo y varios torneos de sumo sobre su espalda. "Tuve cáncer de riñón", dice tajante Gonzalo. Tras descubrirse el tumor, tuvo que enfrentar de urgencia una operación riesgosa.
"De a poquito, regresé al sumo. Algo que desmitifica ciertas posiciones que afirman que no se puede volver al deporte después de atravesar una enfermedad. Todo lo contrario. La disciplina te enseña a seguir. Cuando caés, te levantás. Nosotros somos especialistas en empujar. Incluso, los grandes campeones del yokozuna (el más alto rango en el sumo) están obligados a ir al frente, les convenga o no. Y esa es la actitud. Es hacer un gran tachi-ai (choque inicial entre dos luchadores). Después se verá qué pasa en el tawara, lo que llamamos el borde, ese lugar donde las cosas cambian y cualquiera puede ganar. Lo importante es que siempre muestres algo digno. Ya que no podés evitar la lucha", concluye Gonzalo cerrando los ojos, mientras los últimos rayos de luz de la tarde se pierden sobre su rostro.