Sueños sobre hielo
La artista Andrea Juan es una enamorada de la Antártida. Hace siete años la visitó y desde siempre está volviendo. Su pasión une performance con ecología y ciencia
Primero estuvo la incertidumbre, la falta de antecedentes, el desconcierto ante la ropa provista por la Dirección del Antártico, esos eficientes y enormes conjuntos en los que su cuerpo menudo, irremediablemente, naufragaba. Hasta que se dijo: "No pregunto nada más y voy". Entonces la artista visual Andrea Juan se embarcó con sus cámaras, un proyector y meditados enseres personales rumbo a la Antártida, el continente que no acepta arrepentimientos. El corazón en un puño, mientras un avión militar la depositaba en un paisaje tan ajeno a las necesidades humanas como lo podrían ser las extensiones de Urano o Plutón.
Pero al pisar por primera vez el hielo antártico, algo pasó. Andrea realizó y filmó una performance, proyectó chisporroteantes girasoles sobre las hieráticas laderas de los glaciares, incorporó a su obra la reflexión sobre la problemática ambiental. Y en lugar del esperable misión cumplida, lo que le nació decir al final de aquella experiencia fue: "Vuelvo el año que viene".
Así que siguió –sigue– volviendo. Desde 2005, cada verano (la estación en la que el continente blanco muestra su rostro más amable), ella cambia la ardiente humedad porteña por los silencios australes. A estas alturas, su insistencia excede el interés profesional. Lo suyo es amor, y del bueno.
"Cada vez que llego, vuelvo a recordar lo maravilloso que es –cuenta, mientras disfruta de un café en un bar de Buenos Aires–. Siempre me supera. Y mirá que yo trabajo con lo visual; es difícil que algo me sorprenda. Pero Antártida… El paisaje siempre cambia, el hielo es diferente. Los cielos de repente son grises, turquesas, naranjas... Te perdés en la inmensidad. Algo totalmente romántico, en el sentido del romanticismo del siglo XIX, sublime…"
No tiene postura de amazona. En absoluto. Sin embargo, cuenta que, para realizar una videoinstalación en un glaciar, se subió (y subió con ella el equipo electrógeno, el proyector, los parlantes y las linternas) a un tractor oruga en medio de la noche, en un lugar donde nada facilita ni la noción de distancia ni los puntos de referencia. Otra vez, mientras tomaba fotografías, no dudó en trabajar con la puerta del helicóptero abierta, vuelo rasante sobre los hielos. Ni siquiera le tiembla la voz al recordar una estadía en Marambio, hace dos años, cuando se desató una tormenta que duró varios días: oscuridad, vientos de 200 km por hora, oleaje encabritado y, en la base, ver que temblaba todo: pisos, techos, paredes, camas. "Pensaba que en cualquier momento íbamos a salir todos despedidos, volando", recuerda. Y en su expresión siempre hay maravilla.
–El clima parece determinar todo.
–Es que allá no estás manejada por el reloj, sino por la meteorología. Que a veces te mantiene con un reloj lento, lento, lento. Podés pasar días esperando y mirando, a ver si ya hay una luz conveniente, por ejemplo. Si hay tormentas, no se puede salir. Es muy riesgoso, incluso para la cámara. En la última tormenta del año pasado, se llenó de nieve y basura. Me pasé días limpiándola. Tengo que tener mucho cuidado. Me quedo sin cámara, me quedo sin trabajo. No hay un negocio donde comprar repuestos.
–¿Alguna vez te quedaste sin algún suministro?
–¡Sin champú y crema de enjuague! [risas]. Cuando se produjeron los terremotos de Haití y Chile, mandaron los Hércules [avión de carga de la Fuerza Aérea] para allá. Esa era la prioridad. Me quedé un mes más de lo previsto, a la espera de que se desocupara alguno de estos aviones, que son los que te llevan a Río Gallegos. Hay sólo tres, así que te imaginás. Mientras tanto, me lavaba la cabeza con jabón y usaba crema del cuerpo como crema de enjuague. Siempre se encuentra algún sustituto.
–¿Cuánto duran tus estadías allá?
–Mes, mes y algo. Entre enero, febrero, marzo. Porque tenés que calcularlo así. No es que tenés una fecha de ida o de regreso. Puede variar 40 días para ir, o 40 para volver. Cualquiera de las dos, ida o regreso, puede demorarse un mes. Con suerte.
Desde que comenzó su aventura antártica, Andrea obtuvo, primero, la autorización de la Dirección del Antártico para realizar actividades artísticas en las bases argentinas de Marambio, Esperanza y Jubany. Luego, le fueron concedidas una beca del Fondo Nacional de las Artes, la Guggenheim y una beca aportada por el gobierno de Canadá. Hoy está a cargo del área de Cultura de la Dirección del Antártico, además de organizar una residencia internacional de artistas que este año tuvo su primer llamado a concurso.
El último trabajo de la artista, Nuevas especies (que se exhibió recientemente en el espacio Culturas Sustentables del Centro Cultural Ricardo Rojas UBA), se basa en las investigaciones de Pedro Skvarca sobre la pérdida de la barrera de hielo de Larsen. "Se trata de una superficie más grande que la ciudad de Buenos Aires –explica–. Al desaparecer esta barrera, aparecen en el fondo marino especies vegetales y animales que el hombre no conocía. En este momento las están nomenclando. Así me surgió hacer y registrar fotográficamente algunas acciones, proponiendo una comunión entre la humanidad y las nuevas especies. Vivimos todos juntos en este planeta, y queremos seguir haciéndolo."
–¿Qué tal la convivencia en las bases?
–Hay mucha solidaridad. La gente que viaja a la Antártida, en general, es muy especial. Elige ir.
–¿Tenías códigos diferentes a los de, por ejemplo, el sector militar?
–Allá, toda la logística es militar. Salís de El Palomar con el Hércules, llegás a Marambio, donde está la única pista. Y seguís en helicóptero o en aviones bimotor pequeños que pueden anevizar en un glaciar. Yo descubrí algo muy interesante: la pasión y la investigación son los denominadores comunes. Asombrarse, ver qué sucede, defender a muerte lo que estás haciendo. Eso nos une a científicos, militares y artistas. Más en Antártida, que es un territorio de investigación y paz. Cuando llegué, la primera vez, estaba convencida de que iba a tener que arreglármelas sola todo el tiempo. Sin embargo, los militares no sólo me ayudaron, sino que estaban abiertos, interesados, dispuestos. Todo lo que sea promover la Antártida, defenderla, tener una actitud de nobleza… Es un lugar donde todo depende del otro. Se comparte la comida, hay una comunidad, temporaria, pero comunidad al fin. Una estructura muy básica. Y no hay moneda, es maravilloso. Si necesitás algo, vas y decís necesito esto. Todo eso le da un componente lindo a las relaciones humanas. Conocés tu capacidad para estar con el otro, para compartir.
–¿Realmente no hay ninguna posibilidad de producir recursos allá?
–Había una propuesta de un biólogo para hacer hidroponía y cultivar lechuga y tomate. Pero la introducción de especies no autóctonas genera posibilidades de modificar el medio. Es un tema que se está estudiando. Fijate que antes iban perros tirando de los trineos y ahora no van más. No podés tener ni perro ni gato ni tortuga ni pajarito… Ninguna especie no autóctona.
–Salvo la humana...
–Salvo nosotros [risas]. Pero nos contenemos. Te piden que, al llegar, te limpies bien las botas, para no acarrear restos de polen o semillas. Todo lo que es residuos, vuelve al continente. Hay una parte de residuos orgánicos que se incinera allá, en compartimentos especiales, cerrados. El resto se compacta y vuelve. No se genera basura. El terreno tiene que quedar prístino como estaba.
–¿Cómo vivís cada regreso?
–Yo vivo en San Telmo, imaginate. Los primeros días me cuesta adaptarme a la gente que pasa corriendo… Tiempos muy distintos, preocupaciones diferentes. En la ciudad perdés el foco todo el tiempo. Allá es claro: estás ahí para algo concreto y ese tiempo es un tiempo que se decanta con vos. La mente se aclara. Yo soy muy pacífica, así que allá se me multiplica la paz.
¿QUIEN ES?
- Andrea Juan está a cargo del área de Cultura de la Dirección del Antártico.
- Es docente de la Untref y de la Escuela de Proyectos que funciona en Arte X Arte.
- Mayormente, su obra se basa en acciones performáticas, fotografía y videoinstalaciones.
- En 2002 presentó en Espacio Fundación Telefónica una instalación sobre el retroceso de los glaciares. Previamente trabajó con el uso de materiales no tóxicos en la gráfica.
- Este año recibió el Premio Konex al videoarte y protagonizó muestras en Rotterdam, Londres, Nueva York (Galería Praxis International Art) y Buenos Aires (Centro Cultural Ricardo Rojas, UBA).
- Acaba de presentar sus trabajos en Chile, Australia y Corea del Sur.
- En septiembre participará de la IV Conferencia y Festival Internacional de Arte y Cultura Antártica, que se desarrollará en Buenos Aires, con sede en el auditorio de Cancillería, Museo de Arte Tigre y Centro Cultural Ricardo Rojas, UBA.
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