Cuando se conocieron no pudieron dejar de cruzar miradas y sonrisas disimuladas, pero no podían hablar entre ellos...
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Todo comenzó hace más de 40 años en un pueblo rural. Sandra tenía apenas 14 cuando se enamoró, un evento desafortunado para una adolescente que trabajaba duro desde pequeña, al mando de un padre muy estricto.
Sandra vio a Carlos por primera vez una tarde, cuando un amigo de su progenitor lo trajo a la casa: “Era el sobrino, tenía 16 años y era jockey en carreras cuadreras, al igual que yo”, rememora. “Ambos quedamos atrapados por la curiosidad de saber algo más del otro y, mientras duró la reunión, no dejamos de cruzar miradas y sonrisas disimuladas, pero no podíamos hablar entre nosotros”.
Al día siguiente, mientras Sandra trabajaba en el campo de cultivo de tabaco, un jovencito se acercó a ella y le entregó una carta, era de Carlos. Tras leer las líneas, una electricidad extraña atravesó su cuerpo y sintió sus pies flotar. Sin más, irremediablemente, se había enamorado: “Allí nacieron esos sentimientos que arrasan con cualquier miedo”.
La oposición de un padre, los mandatos y la distancia
Lo bello comenzó a oscurecerse cuando el padre descubrió que su hija tenía un noviecito a escondidas. De inmediato, intentó alejar a Sandra de su amado mediante azotes, castigos y trabajo duro en el campo, pero todos sus intentos fueron en vano. La joven era fuerte, al igual que su amor.
Envuelto en un enojo extremo, el hombre decidió mandar a Sandra lejos, a la ciudad de sus tíos: “Un mundo desconocido para mí”, relata ella. “Soy la primera de catorce hermanos y para mi padre era como el varón que siempre quiso tener, por eso la vida en el campo era todo lo que conocía”.
Sin embargo, Carlos buscó y encontró a su adorada Sandra. No lograron verse muchas veces, pero aun así el padre de ella se enteró, enfureció y comenzó a atacarlo, hostigarlo y denigrarlo cada vez que podía: “Él vivía con los abuelos y cuando se enteraron, para protegerlo, lo mandaron a Buenos Aires donde residían sus padres”.
A partir de entonces, la lejanía comenzó a perderlos, aunque la distancia nunca opacó sus sentimientos. Y fue tras el paso de algunos años, que él regresó cuando ella cumplió los 17. Temeroso, pero decidido, intentó acercarse al padre de Sandra para pedirle su mano, pero el hombre se negó a recibirlo.
“Finalmente, en una carta, él me propuso fugarnos juntos, pero tuve miedo”, confiesa Sandra, conmovida. “No podía evitar sentir que les faltaba el respeto a mis padres, así que le dije que no podía hacerlo”.
Con un puñal atravesado en su corazón, Carlos regresó a Buenos Aires rendido.
Caminos separados, “Te deseo felicidad”, el vacío y una relación tóxica
Sandra, sumergida en pena, decidió no volver al campo por un largo tiempo y concentrarse en sus estudios. A medida que los años pasaban, la herida intentaba sanar, aunque jamás parecía haber olvido. Cierta vez, se enteró de que él se había casado, entonces decidió guardarlo en su corazón y seguir adelante: “Con el tiempo también tuve una pareja”.
Fue cuando ella cumplió 25 años, que a sus manos llegó otra carta de él, que la estremeció como en su adolescencia: “Me decía que nunca me había dejado de amar, pero como lo nuestro no pudo ser, me deseaba felicidad y que él a su modo buscaría la suya. Aún conservo la carta”, cuenta Sandra, profundamente emocionada.
Sandra siempre había buscado ese amor y dulzura que Carlos le había transmitido, pero nada de eso emergió nunca con aquella pareja que había formado, apenas tenían una relación rutinaria, vacía y alejada de todo lo que había deseado.
“Después de catorce años de relación y con tres hijos, me separé y decidí comenzar de cero. Viajé a Buenos Aires donde ya vivían la mayoría de mis hermanos”, continúa pensativa. “Varios años después, volví a formar pareja”.
Pero allí, en ese nuevo intento en el amor, Sandra se reencontró con una oscuridad similar a la de su padre. Aquel nuevo vínculo estaba enfermo “por culpa del alcohol”; la mujer, tantas veces abatida, sufrió malos tratos durante un largo período, hasta que un día tomó coraje y se alejó: “Decidí dedicarme por completo a mis hijos y mi trabajo”.
Una casualidad increíble y un regreso a la adolescencia: “un tiempo donde mis fracasos y mi dolor no existían”
Treinta y cinco años ya habían pasado desde que Sandra vio partir a su amor de la adolescencia. Más de tres décadas hasta ese día en que su prima la invitó a almorzar junto a sus amigas. Y allí, entre charlas y revelaciones de vida, enorme fue su sorpresa al descubrir que una de las invitadas era hermana de quien había sido su primer amor.
“Yo no lo podía creer, más cuando ella se puso a contar todo lo que él le había hablado de mí, ¡ella me conocía por sus relatos!”, exclama. “Ahí me enteré de que él se había separado hacía varios años también. Aquel fue el día que marcó el nuevo comienzo”.
El primer contacto fue por teléfono. Después de tantos años, oír la voz de Carlos transportó a Sandra nuevamente al pasado, su cuerpo temblaba y sintió que regresaba a su adolescencia: “un tiempo donde mis fracasos y mi dolor no existían”.
Después de algunos días de conversaciones telefónicas, arreglaron el reencuentro tan anhelado. La noche anterior, Sandra no pudo dormir, envuelta en un sinfín de sensaciones y sentimientos encontrados. Ella llegó temblando al lugar acordado y allí estaba él, su único amor, observándola con dulzura. No fue necesario decir nada, se fundieron en un abrazo, se besaron y lloraron. Eran ellos y estaban ahí, juntos, como si el tiempo no hubiera pasado: “Sentí mis esperanzas nacer de nuevo”.
“No importa la edad que tengamos, todos necesitamos y merecemos ser felices”
A pesar del tiempo y la distancia, a pesar de que ambos habían cambiado físicamente, Sandra y Carlos vieron a través de los ojos de aquellos adolescentes que alguna vez fueron. Para ellos nada había cambiado: su amor seguía intacto.
Treinta y cinco años después, y tras una vida de muertes internas y resurrecciones, ya nada les impedía estar juntos: “Somos muy unidos y sobre todo compañeros, nunca nos tratamos por nuestros nombres, solo por apelativos cariñosos, y sobre todo confiamos el uno como en el otro”, sonríe ella.
“El amor son alas para volar de a dos, pero si no hay confianza no hay vuelo; entendí que los malos tratos te encierran en jaulas de miedo de las cuales es necesario escapar y que, si uno no puede solo, necesita pedir ayuda”.
“Poder tener una relación que es como un libro abierto, te permite estar feliz y poder escribir algo nuevo todos los días”, continúa Sandra. “Mi experiencia me enseñó que el verdadero amor existe, que se basa en el cariño y el respeto mutuo, que va más allá de lo material o lo físico y que los fracasos no son un impedimento para ser feliz. No importa la edad que tengamos, todos necesitamos y merecemos ser felices. Para el amor no hay edad”.
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