Para Franco, su papá era una especie de “solucionador”, sin importar el problema encontraba la manera de arreglarlo, por eso, a pesar de su enfermedad, siempre lo tuvo de ejemplo: “Era alguien en quien se podía confiar”
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“Recuerdo que primero pensé en mi viejo. Después llamé a mi mamá, a mis hermanos y a mis hijos y me puse a llorar. Había aprendido mucho de todos ellos para llegar a compartir ese inolvidable momento. Para mí, significaba esa promesa que le había hecho a mí papá antes de su muerte y fue no darme por vencido”.
En un mundo donde la innovación y el liderazgo son fundamentales, Franco Gollo se convirtió en el único argentino en recibir una doble premiación en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) que ya por 13° año consecutivo, se ha llevado la corona como la mejor universidad del mundo, según el ranking QS 2025.
La figura y los valores de su papá, reconoce, lo inspiraron a ser quien es hoy en día. Con sus virtudes y defectos, pero auténtico, su padre, un hombre muy presente con determinación y perseverancia lo inspiró a no claudicar en los momentos en que pudo haber bajado los brazos.
El primer premio que recibió en el MIT fue el resultado de un proyecto de impacto social desarrollado para la fundación “Salvemos el Agua” de México que otorga el Distintivo Empresa Ecológicamente Responsable (EER) a organizaciones que, tras un proceso de diagnóstico y evaluación, demuestran que sus procesos respetan el entorno ecológico y contribuyen a la conservación del agua. Sin embargo, este procedimiento tradicional implicaba inspecciones presenciales y un alcance limitado, lo que restringía su impacto.
“Haber logrado una doble premiación en una universidad tan prestigiosa como el MIT fue una de las mayores satisfacciones de mi vida. Pero, para mí, lo más significativo fue haber trabajado en equipo para llevar a cabo dos proyectos importantes. Sigo aprendiendo sobre la interdependencia y el liderazgo ya que nada es extrapolable, cada persona con talentos diferentes es como algo nuevo siempre y son fundamentales para resolver los problemas más complejos”.
Una hermosa infancia en familia y fútbol con los amigos
Franco Gollo recuerda su infancia en Mercedes (provincia de Buenos Aires) como una etapa muy grata de su vida. Eran cuatro hermanos, cuya rutina estaba marcada por la dedicación de sus padres, quienes eran docentes. Su papá era plomero gasista matriculado y maestro en una Escuela Técnica. Su mamá, Profesora de Educación Física en una escuela especial. Además, organizaba actos de teatro y los hijos la ayudaban a armar esas presentaciones.
Aunque en la escuela se mostraba algo inhibido, al volver a su casa Franco se sentía completamente libre y lleno de entusiasmo. Esa combinación de familia, educación y comunidad, dice, moldeó la base de sus valores.
“Vivíamos en una calle tranquila, y a la vuelta había una canchita de fútbol donde jugábamos con mis amigos. Después de merendar, salía con ellos. Jugaba de número 11 en el equipo del barrio, Cristo Rey. Eran tardes casi perfectas. Las únicas frustraciones eran cuando nos llamaban para volver a casa o hacer un mandado. Esa vida simple me enseñó la importancia del uso del tiempo, saber estar con otras personas y el valor de vivir en comunidad”.
Sin embargo, todo ese microclima saludable familiar se vio interrumpido, de alguna forma, cuando a sus 12 años su padre fue diagnosticado con cáncer.
“Cuando mi papá se enfermó, todo cambió muy rápido. Aunque al principio no nos lo dijeron de manera directa, mis hermanos y yo intuíamos lo que estaba pasando por el clima diferente que había en la casa. Fue una situación dura, pero en lugar de enfocarnos en el miedo, nos unimos como familia para acompañarlo”, recuerda Franco.
“Se sabía que en la escala de uno a diez, la dificultad sería de siete”
La noticia más clara, cuenta, fue cuando a su papá tuvieron que realizarle una cirugía que era muy delicada. “No se nombraba el diagnóstico, pero se sabía que en la escala de uno a diez, la dificultad sería de siete. Yo era muy joven, pero tenía claro que él necesitaba de nosotros”.
Para Franco, su papá era una especie de “solucionador”. Sin importar el problema, encontraba la manera de arreglarlo. A pesar de su enfermedad, dice, siempre lo observaba como una persona fuerte y capaz. Alguien en quien se podía confiar.
“Él tocaba el acordeón, y me gustaba su música. También le encantaba la pesca. Hemos compartido muchas fogatas al atardecer frente a una laguna. Se dice que para conocer mucho a alguien hay que salir a pescar juntos. Tuve ese privilegio. Después de aquella primera cirugía, mis hermanos y yo empezamos a ayudarlo con su oficio de gasista. Mi hermano mayor y él dirigían la tarea. Mi hermano menor y yo éramos peones. Ya un poco más grande, cuando saqué el carnet de conducir, pasé a ser el encargado de llevarlo a las sesiones de rayos y de quimioterapia. En esos viajes, escuchábamos tango en la radio o rezábamos el rosario de ida y de vuelta, a él le encantaba eso y yo accedía”.
Esa doble cara de la vida: “Fue la última vez que hablamos”
A los 20 años, mientras acompañaba a su padre con los tratamientos médicos, Franco recibió la noticia de que pronto sería padre. El 31 de diciembre de 2003 fue a verlo al hospital para contarle. Sin embargo, su papá no se puso contento, sino todo lo contrario. “Venia de llevarme siempre materias, no tenía un trabajo estable. Le parecía que era una irresponsabilidad de mi parte. Al día siguiente preguntó por mí. Fui a verlo y le hice una promesa. Yo iba a ser un padre responsable, como él lo había sido conmigo. Le prometí no fallar y tomar lo que él más me había dejado: los valores, la voluntad de seguir, la determinación, ser honrado. Me miró y me agarró la mano. Compartimos un gesto de recíproca confianza. Esa fue la última vez que hablamos”.
Cinco meses después nació Benjamín, su primer hijo, una etapa muy compleja que define como un vaivén entre el modelo que quería seguir y la búsqueda de su propia identidad. Tanto para su rol de papá, como para su vida profesional. Primero, cuenta, realizó la carrera de Marketing y luego la de Coaching. Por entonces, ya había nacido Felipe, se segundo hijo.
Después de algunos emprendimientos que no salieron bien, se tomó un respiro. Viajó a la India a estudiar Meditación Vipassana, una de las técnicas más antiguas de meditación de ese país: “Diez días al pie del Himalaya, 10 horas con intervalos quieto y en silencio. Esta experiencia no se trató de alcanzar la iluminación, sino de una práctica que me permitió comprender de manera más profunda cómo las personas están conectadas”.
A su regreso, y tras un buen tiempo de reflexión, una conversación inspiradora le llevó a tomar la decisión de dar un nuevo salto en su formación. “Sentí que era el momento adecuado para inscribirme en el MBA de la Universidad Torcuato Di Tella. Al finalizar el MBA, supe que necesitaba un cambio significativo en mi carrera. Después de 16 años en el banco, quería dejar atrás mi etapa en el área comercial para concentrarme en liderar proyectos y equipos”.
Después de un año y medio de buscar nuevas oportunidades sin éxito, decidió dar un giro y aplicar al programa de Transformación Digital en el MIT. A pesar de no tener un perfil técnico, lo que captó su atención fue el enfoque en el liderazgo colaborativo, cultivando ambientes de trabajo en equipo.
¿De qué manera influyen estos reconocimientos en tu carrera?
Los reconocimientos que recibí en el MIT validaron los proyectos en los que trabajé. También abrieron nuevas puertas en mi carrera. Me impulsaron a seguir desarrollando iniciativas con impacto real y me dieron la confianza para aplicar mi visión en otros contextos, como en los proyectos de tecnología y ciberseguridad que estoy liderando en la Argentina.
¿Cómo te definirías?
Como un facilitador o conector. Alguien que cree profundamente en el poder de las relaciones humanas y en la importancia de la colaboración para alcanzar metas. Soy una persona que no se detiene ante los desafíos, sino que busca soluciones uniendo diferentes perspectivas y talentos. Para mí, el éxito se construye en equipo, potenciando las fortalezas de cada individuo.
Desde el lugar en el que esté, el papá de Franco debe estar orgulloso por la persona que crio, alentó y que, siguiendo su camino, conquistó logros que ninguno de los dos había soñado.
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