Su nieto, Daniel Rigabert, mantiene vivo el legado del polo quesero que sembró su abuelo y lleva adelante una de las marcas más personales y célebres que recrea quesos franceses: Rebleusson, brie y morbier, entre otros.
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En la guerra civil española hubo 600.000 muertos. Al menos 50.000 personas fueron ejecutadas entre 1939 y 1946. El régimen de Franco encarceló a 270.000 personas y al menos 4.000 murieron de hambre y frío en las prisiones. Además, provocó el exilio de más de 500 mil españoles. Entre ellos estaba la familia de Miguel Rigabert. El era un niño por entonces. Su padre, vasco, llegó a Suipacha para administrar un campo de un coterráneo muy amigo de él. Allí nació la semilla de una historia que transformaría la región.
Miguel tuvo un buen destino aquí. Fue ingeniero, director y accionista de una fábrica de componentes electrónicos. Su vida se cruzó con Susana Roux, hija de un francés que llegó al país, se enamoró de una argentina, se casó con ella y se quedó a vivir para siempre en Buenos Aires. Susana estudió canto lírico y daba clases de yoga. Hoy tiene noventa años. Ella y Miguel tuvieron tres hijos: Viviana, arquitecta; Diego, empresario, quien vivía en Punta del Este pero que falleció muy joven en 2016 y Daniel. El retomaría el lazo con Suipacha y haría historia.
Elegimos seguir cerca del abuelo
“Nací en Buenos Aires -cuenta-, viví durante toda mi infancia, adolescencia y parte de mi juventud en el barrio de Belgrano, pero iba muy seguido a ese campo, a pasar los veranos con mis abuelos”. Gracias a esas temporadas, descubrió de chico que le gustaba la naturaleza, aprendió acerca de las plantas, las aves, los animales. “En Buenos Aires -sigue-, mi cuarto parecía un acuario mezcla con vivero, porque estaba lleno de peceras y plantas que germinaban adentro y afuera, en el balcón. La gente se sorprendía porque sabía los nombres de todos los árboles de la plaza de Barrancas de Belgrano y de las avenidas, siempre me atrajo ese mundo”.
De aquellas visitas al abuelo le quedó el sueño de trabajar en el campo y estar en contacto con la naturaleza. Por eso, con los años, quiso estudiar Agronomía. Pero para que la historia que se iba a tejer sucediera, faltaba un integrante: Paula Saporitu, a quien conoció en el Liceo Franco Argentino Jean Mermoz, donde ambos hicieron la primaria y la secundaria. Fue inevitable: se pusieron de novios. En esa época él se recibió de ingeniero agrónomo en La UBA. “Mientras estudiaba, daba clases particulares de matemáticas y trabajaba en el campo que administraba mi abuelo, donde había un tambo”, recuerda.
Se casaron en 1986 y tuvieron que decidir a dónde irse a vivir. “No sabíamos si tener un tambo en la Patagonia, en Bariloche o en El Bolsón, o seguir trabajando en el tambo de Suipacha -relata Daniel-. Elegimos seguir cerca del abuelo porque nos gustaba, y para estar más cerca de nuestros afectos”.
Empieza la epopeya
Fue un cambio grande, se fueron a vivir a una casita en el medio del campo alejados de todo, sin teléfono, ni 4x4, y con mucho barro cuando llovía, pero felices. El desafío fue primero adaptarse a la nueva vida y luego se propusieron crear una quesería para elaborar artesanalmente quesos con leche propia. Para lograr esto, Daniel se capacitó en Francia, en Escuelas Nacionales de Quesería: “Fue toda una aventura -cuenta-, porque viajamos con Paula y nuestra primera hija (en total tuvimos cuatro hijos), Ainhoa, que entonces tenía cuarenta días. Yo quería aprender a hacer el queso brie, que por ese entonces, no se hacía en Argentina (era el año 1987) y de paso, aprender a hacer otras opciones, para replicarlas en Suipacha.
Al volver, comenzó haciendo pruebas en una pequeña sala que estaba abandonada en el establecimiento del campo donde trabajaba y que recicló para tal fin. Él mismo hizo la instalación eléctrica, “por suerte anduvo el disyuntor, porque casi me quedo pegado”, dice con humor. Le puso azulejos blancos, compró una pequeña tina y un quemador. “Así arrancamos con las primeras pruebas -continúa-.
Al principio, hice un queso tipo reblochon, más suave, adaptado al gusto argentino. Pertenece a la categoría de cáscara lavada, este tipo de quesos tiene un aroma característico, es la corteza la que le da ese rasgo, en realidad, al comerlo, el sabor no es tan fuerte. Elaborarlo nos trajo muchas satisfacciones, premios y reconocimientos, así como también una gran cantidad de anécdotas por el olor del queso. Ahora la gente ya lo conoce más y saben también de otros quesos con esa particularidad, fueron muchos años de explicar cómo son los quesos, cómo se comen, cómo se cuidan, cuáles son sus características. La gente se interesa mucho por el mundo de los quesos y quiere aprender, hace cursos, catas, maridajes, eso es muy valioso, porque la cultura quesera fue creciendo mucho en el país”.
En 1989 comenzaron a comercializarlo con la marca Fermier, porque en Francia llaman así a los quesos que están elaborados artesanalmente y con leche propia que son muy valorados por su sabor. Al principio, hacían quesos de la línea común y el tipo reblochon, que luego se llamó Rebleusson, por la apelación de origen. Luego, fueron incorporando más especialidades, y hoy hacen únicamente especialidades: raclette, brie, camembert, morbier, fontina, danbo, criollos y el queso Suipacha, entre otros.
Paula, en tanto escribió un libro, una novela de auto ficción, donde narra los comienzos de la quesería y su vida con los quesos. “Partir piedras” se, lo ilustró con pinturas de acuarelas de su hija menor, Julieta, que estudia Artes Visuales en la UNA.
Le goût de queso criollo
Los vínculos galos llegaron de su abuelo materno y la cultura que les transmitió el Liceo Francés. Abrirse camino en el mercado gourmet de los quesos fue el gran desafío, “porque cuando empezamos, hace treinta y cinco años, no estaba desarrollado”, explica Daniel.
En 1991, compraron 53 hectáreas sobre la Ruta Nacional Nº 5, en el km 118, y con mucho esfuerzo, y la ayuda de sus familias, construyeron el tambo y la quesería.
“Nuestro hijo Felipe, estudió en Buenos Aires, se recibió de ingeniero en alimentos y se vino a trabajar a la quesería con nosotros -sigue-. Juntos generamos un proyecto de crecimiento que se fue consolidando gracias a que con él se redoblaron las energías y, además, obtuvimos una muy buena demanda de quesos. Podemos decir que crecimos en volumen diez veces, desde que empezamos. Nuestra hija Ainhoa, que es Licenciada en Publicidad, se ocupa de la imagen de marca, comunicación y redes, esto también impulsó y acompañó el crecimiento”.
Suipacha es cuna de inmigrantes vascos, muchos conocían el oficio de ordeñe y por tal motivo se formó una cuenca lechera y una cooperativa. “La Suipachense” que elaboraba productos lácteos. El queso, al ser un organismo vivo, necesita de condiciones muy exigentes para lograr la calidad. Es fundamental cuidar mucho todo el proceso- desde la sanidad de las vacas, su alimentación, la elaboración, las condiciones de maduración, el envasado y el proceso de venta, todo se hace en Fermier -enumera-. Aquellos que comen nuestros quesos, saben cuál es el origen de todo, hasta pueden venir a visitarnos. Es una industria que comercializa productos más o menos perecederos, según el tipo de queso, y hay que estar muy atento a los tiempos de maduración, combinándolos con las demandas del mercado”.
Hoy sólo producen quesos especiales uniendo el deseo del abuelo, que escapó de la guerra y se refugió en el campo que le recordaba al suyo, con otro: enamorarse de Argentina como Daniel de Francia. “Al comer un queso Fermier -dice- hay algo de toda esa simbiosis. Con esa delicadeza inspirada y bien hecha estás comiendo un producto de leche pura que en su sabor refleja nuestro terruño, lo que involucra el clima del lugar, la raza de las vacas, su alimentación, las pasturas y los forrajes”. Una historia de guerreros y de amor que terminó en buenos quesos.
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