El fatídico 3 de octubre de 1990 marcó un antes y un después en la vida de Carolina de Mónaco (63): Stéfano Casiraghi –su gran amor, su segundo marido y el padre de sus tres hijos mayores, Andrea, Charlotte y Pierre– murió en un accidente náutico en las aguas de Saint-Jean-Cap-Ferrat, la península ubicada entre Cannes, Montecarlo y Niza, mientras defendía el título de campeón mundial de offshore clase I, al mando de su lancha Pinot de Pinot. Aunque según los testigos el mar estaba en calma, Stéfano se topó con una ola de frente a más de 150 kilómetros por hora y, como consecuencia del impacto, la embarcación saltó por el aire y tumbó, con él atrapado a bordo. Nadie pudo salvarlo (su copiloto, Patrice Innocenti, fue despedido, en cambio, y sobrevivió). Tenía 30 años y llevaba poco más de siete de feliz matrimonio con la princesa más amada de Europa quien, ajena a la tragedia, en ese momento estaba a 700 kilómetros del lugar, de compras por París con su amiga Inés de la Fressange. Ese día, no sólo la felicidad de Carolina –sus ojos nunca más volvieron a brillar de la misma manera– y su familia voló en mil pedazos, también la del principado.
EL CRUCERO DEL AMOR
Carolina y Stéfano se conocieron en el verano de 1983, durante un crucero por Córcega. Se enamoraron tan apasionadamente que, apenas desembarcaron en el puerto, se perdieron juntos por unas semanas y fueron noticia para toda la prensa del corazón. Hay que recordar que ella aún estaba destrozada por la muerte de su madre, Grace Kelly, ocurrida un año antes en un accidente automovilístico, y justo en ese momento apareció como por arte de magia el guapo italiano Stéfano, dispuesto a hacer que la princesa volviera a sonreír.
Todo fue tan vertiginoso que Carolina no dudó en romper su relación con Robertino Rosellini (hijo de la actriz sueca Ingrid Bergman y del realizador cinematográfico italiano Roberto Rosellini), y él en terminar su noviazgo con Pinuccia Macheda. Perdidos de amor, emprendieron una escapada romántica que los llevó a Nueva York, de allí a París y luego a Milán, donde Stéfano presentó de manera oficial a la princesa y su familia durante una comida en la villa La Cicogna, propiedad de sus padres. Tras ese encuentro, llegó la hora de que él fuera a Montecarlo, donde Carolina le presentó a los Grimaldi, que lo adoraron de inmediato. Especialmente el príncipe Raniero, quien vio en Casiraghi al mejor candidato para la rebelde Carolina, y su futuro cuñado, el príncipe Alberto.
Pese a que era plebeyo y tres años menor –ella tenía 26 y él, 23–, Stéfano pertenecía a una familia acaudalada del norte de Italia, muy conocida en los circuitos financieros. Hijo de Giancarlo Casiraghi –principal distribuidor de la compañía petrolera Esso en su país– había estudiado en colegios católicos, en la Academia Gaillo, en Como, y aunque no se graduó, cursó Economía en la Universidad Bocconi durante un tiempo. Quienes lo conocían bien lo describían como un hombre elegante, generoso, culto y divertido, encantos que lo tornaron irresistible para Carolina, quien a su lado logró estabilizar su vida tras un primer matrimonio tormentoso y varios romances que le alteraron los nervios al príncipe Raniero. La princesa había sufrido su primera desilusión amorosa mientras estudiaba Filosofía en la Sorbona, cuando en una discoteca conoció a Philippe Laville, un rockero francés al que tuvo que dejar apenas su padre se enteró del romance. Más tarde, en un viaje a Nueva York con su madre, y también en una discoteca –en este caso la célebre Regina de Manhattan– quedó deslumbrada con Philippe Junot, entre bolas de espejos y burbujas de Dom Perignon. Duque de Abrantes, descendiente de un mariscal del ejército napoleónico, hijo de un millonario dueño de hoteles, aviones y restaurantes, francés y bastante mayor que ella, Junot era un playboy de la época y, tras dos años de noviazgo y pese a la férrea oposición de Raniero y Grace, se casaron: Carolina de Mónaco, de 22 años, y Philippe Junot, de 29, dieron el "sí, quiero" el 28 de junio de 1978 por Civil, y el 29 por Iglesia. Ella creía haber encontrado a su príncipe azul, pero enseguida empezaron los problemas y, en agosto de 1980, sin más, se separaron. Y pese a que los príncipes de Mónaco usaron toda su influencia para intentar que el papa Juan Pablo II anulara el matrimonio de su hija, no lo consiguieron. Después vinieron los años más agitados de la transgresora princesa, en los que tuvo varios affaires, incluido uno muy comentado con el tenista argentino Guillermo Vilas, hasta que conoció a Stéfano.
BODA DISCRETA
El 29 de diciembre de 1983 –seis meses después de conocerse–, entre los aplausos de las veinte personas presentes, Carolina y Stéfano se casaron por Civil en el palacio real de Mónaco. Ella, vestida con un clásico diseño en satén beige que Marc Bohan de la casa Dior creó especialmente para disimular su embarazo, no paraba de sonreír. Él, que le regaló un anillo de oro con tres zafiros; rosa, amarillo y azul, único en el mundo, en ningún momento le soltó la mano. No hubo boda religiosa, porque la nulidad de su primer matrimonio llegó tarde: cuando Stéfano ya había muerto.
Eran el matrimonio perfecto: jóvenes, bellos, ricos, glamorosos y enamorados. Y, para coronar ese amor, tuvieron tres hijos en cuatro años, que los convirtieron en la familia perfecta. El 8 de junio de 1984 nació el mayor, Andrea, dos años más tarde, el 3 de agosto de 1986, Carolina dio a luz a Charlotte, y el 5 de septiembre de 1987 llegó Pierre (con los años, sería el más parecido a su padre). Las fotos de entonces los muestran siempre sonrientes, jugando con sus herederos o cargándolos a upa, en palacio, en la nieve de St. Moritz, embarcados en el Pacha III o en alguna playa de la Costa Azul, orgullosos de esa estampa ideal de la felicidad que dibujaban los cinco juntos. Pero no duró.
Si la muerte de su madre había significado el fin de la inocencia para la princesa, perder a su amor de una forma tan trágica la hundió en una tristeza infinita. En aquel septiembre de 1982, durante el funeral de Grace, Carolina logró sobreponerse al terrible dolor para contener y consolar a su padre. En octubre de 1990, en cambio, durante el funeral de Stéfano en la catedral de Montecarlo, era una mujer abatida y quebrada, a la que el príncipe Raniero tenía que sostener para que no se cayera como una muñeca de trapo. Tras el golpe al corazón que fue para ella la muerte de Stéfano, Carolina decidió recluirse en una propiedad en Saint-Remy, una pequeña localidad en la Provenza francesa, donde se dedicó de lleno a sus hijos e hizo su duelo.
Pasó por una etapa en la que el estrés le hizo perder el pelo, vivió un romance fugaz con el actor Vincent Lindon y, el 23 de enero de 1999, volvió a apostar al amor y se casó con el príncipe alemán Ernst August de Hannover, con quien tuvo a su cuarta hija, la princesa Alexandra (la única con título de nobleza). A Ernst lo conocía desde hacía tiempo, porque también era el marido de su íntima amiga Chantal Hochuli, hija de un multimillonario arquitecto suizo. Esa relación tampoco fue la definitiva para la princesa, porque si bien nunca se divorciaron, el matrimonio terminó diez años después, tras múltiples crisis provocadas por los excesos de Hannover.
PACHA III, UN LEGADO FLOTANTE
Poco antes del accidente que le costó la vida, Stéfano compró un barco para regalarle a su mujer. Tenía 36 metros de eslora y más de ochenta años, y Carolina lo había descubierto de casualidad en el puerto de Mónaco. Lo bautizaron Pacha III en honor a sus tres hijos –son las inciales de Pierre, Andrea y Charlotte– algo que ya había hecho el propio Raniero con un barco similar al que llamó Albercaro, por sus hijos Alberto y Carolina, y luego con otras naves a las que nombró Carostefal (Carolina, Estefanía y Alberto) y Stalca (de nuevo por sus hijas, Estefanía y Carolina). Construido por el astillero británico Camper & Nicholson en Southampton en 1936, el primer dueño del Pacha III había sido Walter Crooke, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que lo usaba para navegar por el Canal de la Mancha y lo bautizó Arlette II. Hacia 1940 se lo apropió la Royal Navy, con el objetivo de proteger el puerto militar durante el sitio de Dunkerque y, tras el conflicto bélico, el barco fue a parar a manos de Richard Dutton-Forshaw, un distribuidor de autos de lujo. En los años 50 lo compró Louis Renault –fundador de la fábrica de autos–, quien lo rebautizó Briseis y, en 1967, se lo vendió al pintor francés Bernard Buffet, un bohemio que en muy pocas ocasiones lo movió del puerto de Saint-Tropez.
Algunos supersticiosos relacionaron la tragedia de Casiraghi con el hecho de que él y Carolina le cambiaron el nombre al barco, contra la norma no escrita de los marineros que dice que eso trae mala suerte. Lo cierto es que, unos años después, la princesa decidió restaurar la nave, a la que considera el legado de Stéfano. Gastó cerca de tres millones de euros y le agregó aire acondicionado, agua caliente, calefacción y dos baños, pero respetó el diseño vintage. Eligió el color azul para el casco y convirtió la popa en un salón veraniego, hizo revestir el suelo con una alfombra infinita de rayas Bayadere, coronada con cuatro sillones en forma de medialuna, unos sofás a rayas y una mesa de caoba redonda. En la parte inferior, reacondicionó el comedor, los cuatro camarotes destinados a la familia Grimaldi, la suite principal, la cocina, la sala, la cabina de la tripulación y los otros camarotes en los que hay espacio para los cuatro miembros de la tripulación, el chef y el mayordomo.
En la actualidad, el Pacha III suele surcar las aguas del Mediterráneo cada verano, con Carolina como capitana de las vacaciones familiares de los Grimaldi, en la que sus cuatro hijos y sus siete nietos –Sasha, India, Maximiliam, Raphaël, Balthazar, Stéfano y Francesco– mantienen vivo el espíritu aventurero y el amor por el mar del inolvidable Stéfano.
Edición fotográfica: Alejandro Querol
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