Es artista, nació en las islas y su padre peleó para los británicos, pero él pidió el DNI porque quería estar cerca de sus hijos, que viven en Buenos Aires, y enfureció a sus coterráneos. Los legados de una guerra que se resiste a terminar.
Hundido en la oscuridad de su habitación, con el viento antártico azotando ese paraje de frío en el que le tocó nacer, James Peck encuentra consuelo en los casetes de música punk que su primo le envía desde Inglaterra, el otro lado del mundo. Escucha sin saber qué escucha –su primo graba los temas de la radio y los corta antes de que el locutor anuncie de quién se trata–, pero hay algo del ritmo furioso de los Clash o la densidad depresiva de Joy Division que lo hacen sentirse menos solo.
James es un adolescente sensible puesto en uno de los lugares más inhóspitos para su condición, o la de cualquiera: las Islas Malvinas.
– Recuerdo la sensación de estar encerrado, de querer irme, de que eso no era suficiente para mí –me dice James hoy, casi tres décadas después, cuando ya no es un joven angustiado sino un hombre de 43 años, padre de dos hijos que viven en Buenos Aires con su madre argentina.
James está preparando su próxima muestra, que se llamará Malvinas de Cerca: Dos Visiones, que incluye también fotografías de Ed Shaw, y abrió el 28 de marzo en el Centro Cultural Borges y permanecerá durante todo este mes. Habla pausado y en inglés, aunque cada tanto mecha palabras en castellano, y tiene el porte flaco y largo de un cantante de banda de rock. Pero James no canta, pinta. Y lo que pinta son enormes cuadros con el azul del cielo, o del mar, salpicados de pequeñas figuras humanas. Su obra también incluye mapas de las islas recortados e intervenidos con citas de de T. S. Eliot, referencias del pop – "It’s where the water flows/it’s where the wind blows", de Roxette -, y frases propias ( "Tired of your shit", dice uno que muestra una figura de Wally yéndose de las Malvinas).
– Mi trabajo –dice– ha sido un esfuerzo por pintar a la gente, por pintar lo que son ellos y lo que soy yo. Y uso el paisaje de las islas porque es lo que tengo.
– La gente es chica en tus cuadros.
– Sí, es que los pinto a ellos usando el paisaje. Con el paisaje te hacés una idea de la gente.
– ¿El paisaje despojado y ventoso de las islas determina a sus habitantes? ¿Te determinó a vos?
– Te hace estar muy expuesto a los elementos y también a lo que la gente piensa de vos, a sus percepciones. En las islas nadie articula su propia identidad. No creo que haya habido nadie que alguna vez haya logrado articular lo que significa estar ahí, en las islas. Hay una idea de que los isleños son muy básicos. Y yo entiendo cómo se formó. Si no hablan por ellos mismos, la gente se hace estas ideas de que son materialistas.
"Sad, angry o borrachos", así describe James la percepción que muchos tienen de sus coterráneos. Si lo escuchasen, los malvinenses se enojarían, pero a él ya no le importa, o le importa menos que antes. Sabe que pasará mucho tiempo antes de que pueda volver a su tierra natal sin armar un escándalo.
James descendió a lo que los pueblos que se sienten débiles o amenazados consideran el último de los infiernos, el de los traidores. Y lo hizo con un simple acto burocrático, pero de una enorme carga simbólica: el año pasado pidió un documento argentino. Atento a lo que entendió como un triunfo en la escalada de confrontación con Gran Bretaña en torno a la soberanía de las islas con que el gobierno argentino decidió conmemorar el 30° aniversario de la guerra, Cristina Kirchner abrazó la oportunidad y no sólo imprimió un DNI y una cédula con el nombre de James Peck, sino que se los entregó en persona en un acto que causó repudio entre los isleños.
– ¿Por qué pediste el documento argentino?
– Solía defender cosas ahí, en las islas, pero me encontré con que ya no había nada que defender. Entonces pensé que me podía mudar acá y ser un padre argentino. Antes pensaba que no iba a poder. Pero me di cuenta de que sí podía y lo hice.
Para hacerlo, para ser un padre cercano a sus hijos argentinos, James iba a necesitar papeles. Su condición de malvinense entorpecía su tránsito por el país, porque en Migraciones muchas veces no sellaban su pasaporte inglés con el argumento de que sería considerar que venía del extranjero. Eso lo dejaba en un limbo legal. A la Argentina no entraba como turista, pero tampoco era residente. ¿Qué era entonces? Un hombre sin tierra desafiando oficiales de Migraciones, que en cualquier momento lo podían dejar varado en la frontera.
– Al final hice lo obvio, conseguí papeles acá.
– ¿Fue sólo una cuestión de practicidad?
– No, quería estar con mis hijos y estaba dispuesto a aceptar vivir acá. La Argentina cambió, no es el mismo país que en 1982.
– ¿O sea que también hay razones políticas en tu decisión?
– Sí, claro. Tenía que sentirme cómodo acá antes de pedir los papeles. Y llegó un punto en que estaba más cómodo acá que en las islas.
– ¿Por qué?
– Las cosas allá cambiaron para peor. La gente en las islas sólo piensa en plata. No es un lugar donde quiera que mis hijos crezcan. Es demasiado materialista. Hay buena gente, pero el énfasis está en la plata. Es muy diferente de lo que era cuando yo crecí. Después de la guerra, con las regalías pesqueras podríamos haber hecho a las islas autosuficientes. Pero se abusó de la plata y todo el mundo se está volviendo rico. Y con el petróleo será lo mismo. La gente dice que necesitamos petróleo para sobrevivir. Yo digo que no, que si tenemos petróleo vamos a tener un lío. No necesitamos el petróleo.
– ¿Tanto cambiaron las islas?
– Sí, hasta la gente es diferente. Hay muchos chilenos, gente de Santa Elena. No tengo nada contra ellos a nivel personal. Pero toda la idea de la comunidad de las islas es diferente, cambió. Escucho a la gente que dice: "Nosotros los isleños", y miro a quién lo dice y sólo estuvo ahí cinco minutos.
La familia de James, en cambio, está en las islas desde hace varias generaciones y descienden de inmigrantes ingleses, escoceses e irlandeses. Relegados y empobrecidos antes de la guerra, cuando el gobierno británico dejaba de financiar sus antiguas colonias y el precio de la lana –base de la economía local de entonces– se había derrumbado, los malvinenses eran ciudadanos de segunda incluso en su propio territorio, donde los mejores puestos, lo mismo que la tenencia de la tierra, estaban en manos de británicos.
Terry Peck, el padre de James, comenzó trabajando en la construcción y logró ascender en la escala social hasta convertirse en el jefe de la policía local. Los Peck, que incluían a James y a otros tres hermanos, ocuparon entonces una casa de las grandes y un lugar de privilegio, aunque un tanto incómodo, en la sociedad malvinense.
– Mi padre se había convertido en todo lo exitoso que un local podía ser, pero seguía siendo malvinense y eso nos dejaba en el medio, entre los ingleses y los locales –recuerda James.
Tras retirarse de la policía, Terry fue electo como representante para el consejo legislativo de las islas y se convirtió en uno de los más tenaces opositores a los intentos que representantes del Foreign Office hicieron en tiempos previos a la guerra para que los malvinenses reconsiderasen su rechazo a la Argentina y le permitiesen al gobierno británico avanzar en un entendimiento con Buenos Aires. También se separó de la madre de sus hijos, Shirley. Como parte del acuerdo de la separación, James, el menor, se fue a vivir con él.
La posición de abierto rechazo a la Argentina puso a Terry en peligro cuando las tropas enviadas por Leopoldo Fortunato Galtieri invadieron la capital de las Malvinas y, alertado de que los solados lo buscaban para encarcelarlo, el padre de James cargó su pistola, una mochila con abrigo y algo de comida, pidió prestada una moto y se escapó hacia la inmensidad despoblada del campo malvinense, que conocía mucho mejor que los argentinos. Allí estuvo un par de semanas, en constante movimiento para no ser atrapado y sobreviviendo entre la intemperie invernal y algún campesino solidario, hasta que escuchó la buena nueva: las tropas británicas habían desembarco en puerto San Carlos y marchaban para recuperar las islas. Terry se unió a los soldados, aportó su conocimiento del terreno y de las posiciones argentinas, combatió en la batalla de Monte Longdon, una de las más cruentas de la guerra, y entró en Puerto Argentino con las tropas británicas convertido en un héroe, el único malvinense que peleó en la recuperación de las islas.
James tenía 13 años y se pasó la guerra temeroso por el destino de su padre y el propio. Cada vez que escuchaban los bombazos corría a esconderse en un sótano que habían acondicionado como refugio. La victoria de los británicos trajo alivio, pero también el primero de los múltiples conflictos que lo acosarían de ahí en más: luego de separarse de Terry, su madre había formado una nueva pareja con un argentino residente en las islas. Cuando los británicos retomaron el control de Puerto Argentino, lo obligaron a irse.
–Le dieron 20 minutos para despedirse, después lo pusieron en un barco y se fue. Nunca más volvió. Ahí me di cuenta cómo la guerra se había interpuesto entre un hombre y una mujer, que era mi madre –recuerda James.
La guerra también torció eldestino de las islas, que pasaron a ocupar un lugar de privilegio dentro de la agenda de la política británica. Eso les permitió revertir su destino de pobreza y, gracias a la concesión de las licencias pesqueras, sus habitantes multiplicaron sus ingresos. Mucho dinero dividido entre pocas personas –la población estable apenas ronda los tres mil– generó un cambio drástico en la economía malvinense, que pasó de ser un páramo desolado y pobre, dependiente de la producción de lana, a un páramo desolado y rico, dependiente de la pesca y de la posible explotación petrolera. El otro gran cambio fue la base militar que se instaló para que los argentinos nunca más se tentasen con la aventura de la guerra.
Mientras que muchos malvinenses están felices con el nuevo esquema y, en voz baja, aún agradecen la aventura frustrada de Galtieri por las consecuencias en su propia economía, a James el final del conflicto le significó que el bar de su ciudad natal se volviera violento –allí iban los soldados a emborracharse– y que la antigua comunidad rural en la que se había criado adquiriera los vicios de los nuevos ricos. Aquella necesidad de irse que sentía desde su adolescencia lo llevó primero a Londres –viajó a estudiar arte, pero volvió pronto con la novia que había conocido allá embarazada de su primer hijo– y luego a Buenos Aires, adonde vino en 1996, para exponer sus primeras obras.
"No te involucres", ése fue el único consejo que le dio su padre antes de despedirlo en su viaje a tierra enemiga. James trajo sus pinturas, que entonces eran más oscuras y gritonas que su obra actual. Cuadros de conscriptos argentinos solos, ateridos, con el FAL cruzado sobre el pecho, hechos de trazos gruesos y angustiosos, la guerra era el tema absoluto de aquella muestra. Tanto que su propio padre, que la había peleado, sentía que las imágenes eran tan reales que sólo les faltaba el martilleo de los disparos y el retumbar de las bombas. "Cuando dibujo los soldados, siento que soy cada figura. Que de algún modo, yo también soy un conscripto. Pinto su sufrimiento, que es profundo y trágico. Me engancho en ese viaje para mí mismo", explicó James en Con la mano di dio, un conmovedor documental producido para la televisión italiana.
Atravesado todavía por el conflicto y temeroso por las reacciones que su obra podría provocar, James recibió un llamado inesperado: un ex combatiente argentino –Miguel Savage– quería conocerlo. Lo recibió en la galería con el pánico en los ojos, pero pronto entraron en confianza. "Quiero volver como un amigo", le dijo Miguel. Así lo hizo en el viaje que es el centro emocional de Con la mano di dio. En el documental, Miguel vuelve a las trincheras donde combatió, llora frente a la tumba de los que murieron, vuelve a llorar cuando le devuelve a su dueña el suéter que se robó de una casa para espantar el frío atroz de ese invierno horrible, y logra una profunda relación de amistad con el padre de James. Los dos habían peleado en la batalla de Monte Longdon.
– A bad dream that shouldn’t have happened –dice Miguel en perfecto inglés.
– Es cierto, pero cuando te vi me sentí cómodo. Podía mirarte a los ojos y vos podías mirarme a los ojos a mí –le responde Terry.
Para estos dos antiguos enemigos, la guerra al fin comenzaba a terminar. A James, en cambio, aún le faltaba librar un par de batallas. Una de ellas lleva el más castizo de los nombres: María, una pintora argentina que viajó a Malvinas y quiso conocer colegas locales. Cuando le tocó el timbre, James le abrió la puerta con un mate en la mano. Se enamoraron; María quedó embarazada; y lo que ya era complejo –vivir con una argentina en las Malvinas– se volvió imposible. El propio gobernador de las islas le hizo saber a James que, si lo tenía en las islas, su hijo sería un indocumentado.
La hostilidad los empujó al exilio y así deambularon por la Patagonia argentina, Australia e Inglaterra. Tuvieron otro hijo, pero la pareja no soportó el estrés de tanto viaje y se terminaron separando. James volvió a Malvinas, pero allí también se estaba volviendo un extranjero.
En su lecho de muerte, consumido por el cáncer, su padre le dio una remera del Che Guevara que se había comprado en Chile. "Supongo que ya no la usaré", le dijo. Su tía, que estaba ahí, preguntó con tono de reproche si ése no era un terrorista.
– No, he was a freedom fighter –respondió Terry. James entendió que esas palabras eran el último aliento de un hombre que siempre luchó por aquello en lo que creía y que lo alentaba a que él hiciese lo mismo.
Su madre también había muerto y James de pronto se encontró sin mujer, lejos de sus hijos, con su familia diezmada y a disgusto con la vida de sus coterráneos.
– Ya no había nada para mí en las Islas –recuerda.
Así fue que se vino a la Argentina, sacó el famoso documento, consiguió un trabajo como restaurador en el Archivo General de la Nación y, sobre todo, dejó de estar incómodo cuando su hijo alentaba a la Selección vestido con la camiseta de Messi. Su guerra también había comenzado a terminar. La de otros, en cambio, había encontrado un nuevo escenario donde desplegarse. "Es un joven confundido y, si aún viviese, a su padre le habría dado un ataque al corazón", dijo al New York Times Mike Summers, un legislador malvinense, cuando le preguntaron por James.
– Hay gente que no estuvo en la guerra, pero que quiere que siga. Les sirve para mantener el statu quo. En las islas no está permitido olvidar, hay que honrar a los muertos. Pero pasaron treinta años. No diez ni veinte, treinta años! Es un tiempo demasiado largo para seguir enojado –se queja James.
Él, por el contrario, es un hombre pacificado, y se lo nota tranquilo con su decisión. Hasta sus pinturas cambiaron: los antiguos trazos angustiosos con soldados tiritando de frío fueron reemplazados por los paños monocromáticos y los pequeños recortes de mapas cruzados por referencias pop y humorísticas. Su trabajo, al igual que él, se ha amansado.
– Solía angustiarme y pensar todo el día en la guerra, pero ya no soy así. Me di cuenta de que mi trabajo igual puede ser bueno sin todo el sufrimiento. La obsesión es mala, destruye a los que te rodean –dice James antes antes de volver al spanglish para definir su estado actual como el de una "tranquila person".
– Estoy cómodo acá, en la Argentina, y no quiero seguir mundándome. Hasta mis hijos me ven feliz. Todo esto del pasado y de la guerra se fue, no existe más, chau –explica.
El tatuaje que adorna su brazo es más explícito. "I am a woman in love", dice. Cuando le pregunto el sentido de la frase, James recuerda un viaje en camioneta de tres días por las islas que hizo con su padre siendo niño. El único casete que tenían era uno de Barbra Streisand que incluía el hit con ese estribillo. Lo escucharon decenas de veces y a James le quedó grabado.
– Pero ¿sos o no sos una mujer enamorada? –le pregunto.
– Quién sabe –se ríe–. En una de ésas lo soy. Seríamos mejores hombres si fuésemos mujeres enamoradas.
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