Soñar despierto en la bella Casablanca
"Siempre nos quedara París". Gran frase de una de las películas que han marcado de manera indeleble la época de oro de Hollywood.
Casablanca, esa película en la que nunca existió el "tócala de vuelta, Sam"; en la que el recio de Rick Blaine, personificado por un inmenso Humphrey Bogart, era hipnotizado por la belleza eterna de Luisa Lund, encarnada por la perenne Ingrid Bergman.
Como gran fanático de la historia, mientras miraba las diferentes escenas que se sucedían en la película, me imaginaba ser un espía perdido en los turbulentos años de la Segunda Guerra Mundial en Marruecos.
Me imaginaba sentado en la barra del Rick’s Cafe, con un trago en la mano, haciéndome el distraído, pero observando todo y memorizando las caras, como si mi misión dependiese de eso.
Pensaba en el cuidado con el que debía andar cuando, al salir del bar, tenía que recorrer las angostas calles de la ciudad más importante de Marruecos, con su puerto en la orilla del océano Atlántico y su corniche o costanera, recibiendo tanto el húmedo y salado viento del mar mezclado con el sabor tórrido de la geografía local.
Acechado en todo momento por agentes del régimen de Vichy –o nazis–, buscando pegarles el plantón y perderme entre los puestos del mercado de Derb Ghallef para poder encontrarme con mi contacto y pasar la información requerida.
Es increíble lo que generan en mí estos lugares, que me encargué de idealizar en épocas más núbiles de mi existencia, cuando la ensoñación era una parte importante del día a día (todavía lo sigue siendo) y recreaba situaciones para poder viajar con mi mente.
Hoy, sentado en un café en una de las pintorescas plazas de la ciudad, me sumerjo en todo lo que estoy viendo, un verdadero caos ordenado.
Si bien hace un calor importante, tengo frente a mí un humeante té, dulce y bien infusionado, que deja un profundo y refrescante sabor debido al touch de menta que puedo sentir en él y que hace que, al momento del ingreso del líquido en mi organismo, la temperatura exterior no parezca tan alta.
Fuertes bocinazos se escuchan en el aire. El tránsito cercano fluye en una cantidad impresionante de direcciones, y los medios de transporte público se agolpan y permiten el ascenso y descenso de los pasajeros. Locales y turistas se mezclan y arremolinan como si fuesen hormigas laboriosas y no dejan un espacio libre en la acera.
Con sus simpáticos carritos, algunos vendedores ambulantes ofrecen sus productos vociferando ininteligiblemente y –hablando en criollo– primereándose los spots más importantes de la cuadra para casi –y de una manera muy graciosa– enojarse cuando no pueden colocar lo ofrecido.
El tiempo pasa lentamente, seguramente debido a la parsimonia con la que me estoy tomando la jornada, pero sé que en breve estaré abonando lo consumido y me dirigiré hacia el final del Boulevard Sour Jdid, donde se encuentra la entrada hacia la vieja medina, para sumergirme nuevamente en la película.
Claro, porque muchos que llegaban a esta ciudad buscaban desesperadamente el famoso bar de la película, que en realidad había sido diseñado y construido en un estudio californiano.
Al ver la decepción de aquellos que se quedaban con las manos vacías decidieron, entonces, armar uno a imagen y semejanza de aquel que era propiedad de Rick, para deleite de todos.
Así As Time Goes By comienza a sonar en mi cabeza. Y mezclado con el bullicio de la zona, me meto otra vez en mi sueño.
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