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Era la gata más “complicada” de la camada: su cuerpo casi en huesos, asustadiza, con la cola esmirriada. Quien la había rescatado y dado una segunda oportunidad no había llegado siquiera a publicar su foto en redes sociales, cuando recibió una solicitud de adopción. De inmediato supo que tenía que aprovechar la oportunidad. Atenea era la única de los cachorros que no había sido adoptada y ahora el destino golpeaba a su puerta.
“Atenea llegó porque buscábamos una compañera para Sócrates, nuestro aristocrático gato callejero. Con su carácter dulce y melancólico, se acopló sin problemas a nuestra familia multiespecie y ocupó un lugar gigante”, recuerda Paula Castiglioni. Pronto dejó de ser una flacuchenta y se ganó una buena panza. Hasta se daba el lujo de lucir su “bolsa primordial”, esa estructura colgante de piel y grasa que almacena alimento, facilita el movimiento y protege la zona abdominal de los gatos.
“Era mi gata esponja y se desesperaba por ayudar”
Aunque se mostró un tanto desconfiada los primeros días, con el paso del tiempo Atenea se volvió una experta en reclamar su ración semanal de atún, de cazar lagartijas y murciélagos, de destrozar rollos de papel higiénico y, por supuesto, de protestar cuando el pote de comida estaba vacío.
“Era mi gata chorizo. Mi gata velador. Mi gata chancha. Y también mi gata esponja. A diferencia de Sócrates, un michi muy zen que solo se dedica a ronronear cuando alguien está triste o preocupado, ella se desesperaba y no sabía cómo ayudar de una forma u otra. Somatizaba y eso encendió la alarma. La primera señal fue cuando le apareció un quiste en la frente, entre ojo y ojo”.
Su veterinaria de cabecera propuso operarla, sin vueltas. Esa era la solución más rápida y efectiva había explicado. “Imaginé a Atenea toda deformada y sacudí la cabeza. Debía encontrar una alternativa. Entonces recordé que una terapeuta había salvado a su gato desahuciado con un homeópata. Así conocí a Horacio De Medio, un gran alquimista de animales. Luego de una entrevista, le sacó la ficha de inmediato a Atenea y en cuestión de semanas, el problema desapareció”.
“Sus crisis coincidían con mis turbulencias emocionales”
Años después, cuando el quiste regresó, Paula comprendió que no era casualidad. “Las crisis de salud de mi gata coincidían con mis turbulencias emocionales. Primero, la traición de una amiga. Luego, las complicaciones para la maternidad. Mi cabeza estaba por estallar, pero la única que terminaba explotando era la pobre Atenea. Si yo no me centraba en sanar, iba a enfermar a todo mi entorno”.
El paso de los años había complicado todavía más la situación. Atenea era portadora de SIDA y leucemia felinos. A pesar de ese pronóstico tan desalentador, nunca dejó de recibir sus tan preciados mimos y platos gourmet. Hasta que, de pronto, comenzó a empeorar. No dejaba de lamerse la panza, se laceraba demasiado.
“Cuando la llevamos a la guardia, sus valores en sangre eran un horror. ¿Cómo puede estar viva?, nos preguntaban con la mirada. Ese día tuve que dejarla internada en una incubadora. Acaricié su nariz a través de una ventanita y ella me miró cansada, con la lengua doblada en su boca entreabierta. Al mediodía siguiente, nos llamaron por teléfono con la más triste de las noticias”.
“Cerré sus ojos y la tomé en brazos”
Era viernes. Paula intentó seguir trabajando. Contenía las lágrimas frente a su computadora. Tenía miedo de que se rieran de ella y su amor por aquella gata mágica. “Mis compañeros me preguntaron qué pasaba y no encontré sonrisas burlonas, sino palmaditas y comprensión. Me mandaron a buscar el cuerpito de mi gata. En una sala oscura cerré sus ojos apagados y la tomé en brazos. Acaricié sus almohadillitas con forma de corazón, bañé en lágrimas sus mejillas peludas. Hice promesas de amor eterno. Y mientras me despedía de su pequeño cuerpo, soñé con reencontrarnos”.
Ese fin de semana Paula apenas pudo dormir. Estaba obsesionada con el más allá de los animales. Compré cuanto libro sobre el tema que encontró. Vidas pasadas. Comunicación animal. Religión. Chamanismo. Exigía respuestas. ¿Volvería a ver a Atenea?
“Le pedí una señal”
Ya domingo por la noche, agotada, enfocó su búsqueda en Youtube. Necesitaba una meditación para conciliar el sueño. Se le ocurrió escuchar alguna sobre los animales que partieron de este plano. Y así, abatida por el cansancio, de a poco se encontró cruzando el Puente del Arcoíris, hacia ese cielo donde todas las especies viven en libertad y juegan felices, para siempre.
En medio de ese paraíso apareció Atenea. Le acarició el lomo, masajeó ese espacio exquisito entre sus orejas que tantas veces había acariciado. Pronunció un “ma” cortito y agudo, pegó media vuelta y le hizo digitopuntura en el sacro. Giró de nuevo y refregó su cabeza contra la de su humana. Su ronroneo profundo trajo paz al alma de Paula.
“Conversamos con la mirada. Me contó que estaba feliz junto a su mamá, que había muerto cuando ella era bebita. Le pregunté si iba a volver a mí y me contestó que lo tenía que pensar. Un poco decepcionada por su repentina independencia, le pedí una señal. Una señal para que todo aquello no quedara como una fantasía, producto de la sugestión. Atenea asintió, me regaló una sonrisa plena y pegó media vuelta con la cola torcida como un signo de interrogación”.
Paula nunca supo en qué momento se quedó dormida. El lunes se arrastró hacia la oficina y su cabeza fue ganando, de a poco, claridad. Frente a la computadora, con un documento en blanco, se propuso hallar a Atenea. “Leer para saber. Escribir para sanar. Durante año y medio reuní testimonios y pruebas de que la vida de toda criatura no termina acá. La tarea no fue fácil. Hubo lágrimas. Dolor. Prejuicios a derribar. Fue un largo camino de sanación. No solo conocí más sobre el mundo animal, sino que también me reencontré con mí misma”. Ya no se revolcaba en su propio dolor. Comenzó a sentirse una con el todo. Una con cada ser viviente, una con cada alegría y miseria. Atenea ya no estaba como una esponja para absorber sus vaivenes emocionales pero, de alguna forma, seguía a su lado.
Paula confiesa que alguna vez pensó que había rescatado a Atenea. “Pero ahora que no está, que ya no me saluda con un ma cada mañana, llegué a una conclusión muy diferente. Yo no la rescaté: ella me rescató a mí. De alguna forma estamos predestinados a unirnos con otros de otras especies. Y, en ese camino, cada uno tiene algo que aprender del otro”.
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