Soltar aquello que no es posible o necesario
Tengan un globo a mano. Si fuese real, mucho mejor. Si no alcanzará con darle crédito a lo simbólico. Hoy vamos a entrenar con el objetivo de atrevernos a soltar aquello que ya, o al menos por hoy, no resulta necesario o posible.
El miedo al vacío, la soledad o la falta (en todas sus formas) suele ser hoy tan universal y contundente, como pueden serlo el temor a la enfermedad o a la muerte. Motivo suficiente como para evitar o escapar de la tarea propuesta. Sin embargo, atrevernos, al menos, a reflexionar sobre el asunto ya es un primer gran paso en dirección a los beneficios emocionales del desapego.
Podríamos comenzar por hacer foco en algo, al parecer, tan simple e insignificante como el placard. ¿Qué vestimenta no usamos hace tiempo? ¿Hace cuánto? ¿Por qué no nos desprendemos de tal o cual prenda? ¿Por qué nos resistimos a hacer limpieza, por falta de tiempo, por comodidad, por las dudas que…?
El mismo ejercicio podríamos aplicarlo a otros armarios, escritorios, alacenas. ¿Qué sentido tienen ciertos y determinados recuerdos? ¿Cuánto vivimos del pasado y la nostalgia? ¿Acaso todo tiene vencimiento? ¿Cómo darnos cuenta? ¿Cuáles son los parámetros y cómo tomar coraje para deshacernos de aquello que perdió sentido o razón de ser?
Aunque parezca cómico y tedioso, la misma utilidad reviste la idea de pensar en todas nuestras adquisiciones y pertenencias, y preguntarnos ¿por qué y para qué tenemos lo que tenemos? ¿Cuánta utilidad tiene (o le damos)? ¿Cuánto lo disfrutamos? Así como la ropa, los papeles, objetos, electrodomésticos, la informática y los inmuebles, también nuestros vínculos y relaciones. Nuestros amores y nuestras dependencias. Reconozco el impacto que puede provocar la pregunta: ¿por qué tenemos lo que tenemos? Así como ¿por qué deseamos tanto aquello que creemos (a momento) imposible o inalcanzable?
Ni qué hablar de lo maravilloso/odioso/temeroso que puede resultar detenernos a responder: ¿por qué estamos con quien estamos? ¿De quiénes nos rodeamos? Y, en este sentido, otras cuestiones: ¿cómo elegimos vincularnos con cada quién? ¿Qué buscamos, qué esperamos del otro? ¿Tenemos un estilo determinado a la hora de amar, apegarnos, compartir?
Desde el primer minuto de nuestra existencia establecemos un vínculo con quien nos provee de los cuidados esenciales para sobrevivir. Generalmente es mamá quien nos alimenta, abraza y responde a nuestro llanto. En ese momento, cuando la madre (o quien sea el tutor) da respuesta a esa primera necesidad tan vital, el bebe abrocha una emoción. En esa unión natural e instintiva, se produce una experiencia, un aprendizaje.
Durante muchos años, las teorías del apego (el psicoanalista John Bowlby fue el primero que planteó el tema por 1960) han sostenido que nuestra capacidad y forma de amar y vincularnos dependían de ese primer estilo de encuentro y significación (seguro, inseguro, ambivalente). Si bien hemos crecido (y seguimos creciendo) abrochando experiencias y emociones, suponiendo que para ser felices somos, estamos, podemos, necesitamos de x cuestiones, objetos y/o personas, la neuroplasticidad (acorde con nuestra actitud y voluntad) es garantía de cambio y oportunidad.
Tomen uno de esos globos reales o simbólicos, llenen los pulmones del aire más cálido, agradecido y sensible posible. Y, en el soplido, depositen dentro del globo eso que ya no queremos más o que no es posible o necesario, al menos por hoy, en este momento. Suelten el globo. Dejemos ir para, pese a la incomodidad del duelo, empezar a sentirnos lo más libres posibles, y así recibir y aceptar lo que llegue (o resulte) de ahora en más.
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