Soltar amarras
Osado y riesgoso es el primer juego en la vida del bebe humano. Apenas una sabanita entre dos alcanza para jugarlo. Su texto gestual es no está, acá está… Perderse del otro y luego volver a encontrarlo, de eso se trata.
Con gran excitación por el reencuentro con su madre, el niño va construyendo confianza en que se puede soltar, separar de su objeto amado para luego recuperarlo. Este juego inaugural, que nos expone tanto a tolerar la ausencia del otro como a sentir el regocijo de su reaparición, mantiene su vigencia a lo largo de la vida. Las escondidas, juego por excelencia de la niñez, responde a este mismo desafío: atreverse al desencuentro.
La noche y la oscuridad son tan temidos en la cotidianidad de la infancia justamente porque cuando dormimos no estamos sostenidos por la mirada de nadie. Renunciar a la vigilia implica sustraerse de los estímulos y del contacto con el mundo externo. Eso genera resistencia y también, a veces, angustia. De ahí el forcejeo infernal de los niños buscando evitar la despedida del día.
La seducción también juega con la sutileza del mostrar sin hacerlo del todo, insinuando y escondiendo al mismo tiempo. La fascinación natural que producen las trastiendas refiere a esta tentación de espiar que produce justamente no tenerlo todo a la vista. Acceder a los procesos que no se dan a ver, hoy conocidos como backstage, a veces cautiva con más intensidad que el producto final justamente porque conservan el misterio de los secretos de alcoba. Dentro de estas variantes, los reality shows son una versión caricaturesca de la falta de acotamiento.
Madurar quiere decir, entre otras cosas, animarse a dejar ir, soportar desconectarse transitoriamente, darse un respiro, tolerar no tener al otro disponible siempre. Y esta trabajosa búsqueda no es privativa de los más chicos.
Hoy estamos todos congestionados de hiperconexión. Hacemos trampa y lo sabemos. Con desprolijidad, y a veces rozando el atropello, nos aferramos a eficaces dispositivos –abrojos tecnológicos– que nos fueron llevando a niveles de dependencia enfermiza. Claro que llamarlos abrojos sólo se justifica si nuestro interés es destacar el modo en que se nos han adherido al cuerpo, más allá de su innegable utilidad. Una disposición inquieta y algo ansiosa acompaña su uso abusivo: porque los olvidamos y todo estaba allí adentro, porque suenan fuera de contexto, porque nos sorprenden sin batería en el peor momento, en fin, se han convertido en bichos tan poderosos como irresistibles. Fuente de enredos para los inseguros, de preocupaciones para los obsesivos y de tensión para quienes desconfían.
Aquí ni siquiera vale el precario y corto despegue que logra el bebe tolerando, aunque sea algunos instantes, que su madre no esté. Cruzando una avenida, leyendo de reojo un mensaje mientras alguien nos habla en frente –disculpas mediante–, conduciendo un auto donde la respuesta incluye la advertencia estoy manejando; lo cierto es que la imprudencia ya está en curso.
Las pausas, los silencios y la autonomía son difíciles de conquistar, y más aún de preservar sin contaminar. Pretender vivir sin poder hacer cortes, sin poder tomar distancia, ni siquiera la que propone la escena lúdica del comienzo de la vida, nos vuelve más inseguros, más dependientes, y por lo tanto, más frágiles. Tironeados entre la enorme potencia de la comunicación en red y su despiadada tiranía, tendremos que ir aprendiendo su sintaxis y códigos para apropiarnos de su lenguaje con sensatez y sobre todo con respeto al otro.
La alusión metafórica, la insinuación propia de la seducción, el velamiento que propone la sabanita como desprendimiento en el juego, enriquecen un poema, un film, un encuentro amoroso, un lazo afectivo. Justamente porque sueltan amarras y se liberan de la literalidad.