Solo un zapatito en la arena
Era un vestigio apenas bajo el sol; una caracola, quizá, que el mar habría olvidado en su avance nocturno. El joven que caminaba en solitario se lo preguntaba con una sonrisa en el rostro. ¿Importaba acaso? Nada podría perturbar la dicha de esa mañana en que la espuma se rizaba con un susurro. Trébol y sal en el aire, el aroma del campo entremezclándose con las olas que rompían bajo el espigón; el joven era feliz con el recuerdo de la noche anterior, en que su amada se había rendido ante su cortejo. Se dirigió sin premura hacia ese objeto curioso que parecía llamarlo desde la orilla. De pronto, su semblante mudó en desconcierto y el corazón le latió de prisa.
Un zapatito primoroso, oculto a medias en la arena tibia. Con reverencia lo tomó. Cabía en la palma de su mano. Imaginó a la dama que lo llevaba, concibió la imagen de un delicado pie trotando travieso en la noche de primavera. ¿Habría retornado al mar su dueña, convertida en sirena? La idea lo condujo por senderos de amores ocultos y caricias furtivas. Empezaba a sonreír de nuevo, cuando su mirada se topó con algo que el mar acunaba a cierta distancia. La imagen de sirena tomó entonces la figura trágica del que pide ayuda antes de hundirse en la tumba del océano. Gritó, mientras se arrancaba la chaqueta y arrojaba lejos sus zapatos, chapoteó en la entrada de la playa con desesperación, sin despegar la vista de aquella forma pequeña y blanca, muy blanca…como la espuma que la envolvía.
- -¡No! –aulló, y su grito fue escuchado. Sus aspavientos llamaron la atención de dos hombres que navegaban frente a La Perla, y en su barco llegaron hasta la sirena muerta.
Fue llevada hacia la orilla, donde la huella del zapatito había sido borrada por el eterno flujo del mar. Ese mar, que devolvía el cuerpo inerte de una mujer de rostro sereno como estatua, cabello gris y manos de artista.
- -¿Quién eres? –murmuró con pena el joven que la había descubierto, y no pudo evitar rodear con su mano el pie, tratando de darle el calor de la vida para verlo luciendo su zapatito.
Más gente se unió al grupo, curiosos que habían despertado en esa mañana con el deseo de darse un chapuzón y pasear por la rambla. Uno de ellos dijo con expresión lapidaria:
- -Hay que llevarla al hospital.
El joven enamorado no podía contener las lágrimas. Su euforia de momentos antes se derrumbaba ante la evidencia del dolor más hondo, el de la muerte irreparable. Y mientras caminaba, de nuevo solo, en busca de alguien a quien confiarle su impresión, un presentimiento lo asaltó. Aquella mujer no retozaba con su amado entre las olas cuando el mar se la tragó, esa pobre sirena había buscado la negrura para sumergirse en el silencio eterno. Por eso su semblante sereno, su blancura, porque al fin había alcanzado la paz que su alma necesitaba.
Cayó de rodillas en la arena y lloró, sin conocer la razón de tanta angustia, sin saber aún que aquella mañana de octubre había encontrado a Alfonsina Storni en su lecho de agua.
(Nota de la autora: Alfonsina Storni buscó la muerte en la playa La Perla, de Mar del Plata, el 25 de octubre de 1938. La noticia causó consternación, aunque los más íntimos habían tenido ocasión de preocuparse por las señales que daba la poetisa de sus intenciones. Envió su último poema a LA NACIÓN, y fue publicado el mismo día que su nota necrológica. Enferma de cuerpo y alma, incapaz de seguir en el mundo, Alfonsina nunca supo cuánto la lloraría ese mundo cuando partió).
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