El viento las sopla y ellas siguen con las manos trenzadas. Ocho, nueve personas prendidas a un alambre helado, un domingo frío de agosto a las 10 de la mañana. Y, del otro lado, casi nada: un tipo en puntas de pie que parece estar ensayando un baile aparatoso. Apoya un momento los labios sobre los nudillos, bendice la pelota, un pichón amarillo, se inclina hacia atrás, angosta los ojos y le da al bateador la mirada asesina.
–Filmalo que la saca –escucho, y alguien se apura a apuntar con su celular. El lanzador da un salto, lleva el brazo hacia abajo (el movimiento invertido que lo separa de su hermano rico, el béisbol) y tira. A 100 kilómetros por hora, en medio segundo, la pelota cruza los 14 metros que hay hasta la fibra de acero del bate y lo burla. El gigante entiende, como entendemos todas las cosas, un instante después: el golpe al vacío, la fiereza descargada en la nada. La pelota en el guante del catcher agazapado detrás de él, el árbitro que canta el segundo fallo.
–Es un deporte raro, este –dice el Ruso Christian Rial, que hoy, a los 47 años, volverá del retiro–. Para empezar, a diferencia de los demás,acá defiende el que tiene la pelota.
Cuando el bateador conecta un lanzamiento, explica, tiene que correr 20 metros hasta la primera de las esquinas del perímetro, o bases, antes de que los contrarios hagan llegar la pelota; una vez ahí, puede decidir plantarse o buscar la siguiente. Los turnos de ataque, en los que se anotan los puntos o carreras, concluyen cuando tres bateadores quedan eliminados.
En 2019, la selección argentina de sóftbol se coronó campeona del mundo. Un logro épico para un deporte que todavía se practica en canchas sin drenaje ni luz y con atletas aquí desconocidos.
El pitcher de Morón repite su ceremonia y lanza. Enfrente, el gigante dominicano Fabio Cabrera (1 metro 90, 120 kilogramos), negro como el universo, bascula su cuerpo y abanica el bate como si quisiera arrancarle la cabeza. Tercer strike. El bate, culpable, va a parar al suelo, y Fabio enfila para el banco sin haber conectado un tiro.
El pitcher, el catcher: los dos puestos en inglés son para la pareja de estrategas que, delante y detrás del bateador, acuerdan los lanzamientos con una mirada. Detrás de ellos, un viento que te pica los huesos; y detrás, los jardineros, estacados como espantapájaros, quizás mal dormidos, a la espera de que el rival los despabile con un tiro alto y bombeado, a la espera de arruinarle a él también su sueño. Y, detrás, del otro lado de la circunferencia de la reja, ya sobre el pasto de Parque Sarmiento, la fiesta. Los autos, con las puertas abiertas. Las bicicletas, en reposo, con sus mochilas de Rappi y Glovo vacías. La música llega de a oleadas cuando el viento deja de roer.
Ahora, los jardineros se abrazan a ellos mismos para cubrirse del frío. La planillera, escondida en el cuello de su buzo, anota otro palote, como si esto fuera un ajedrez, como si alguien lo fuera a leer más tarde y a recrear el partido en su mente. Los siete espectadores se desprenden del alambrado y se acercan a la señora dominicana, mulata ella, que vende empanadas. Todo como antes.
No parece cierto, pero en 2019, el seleccionado argentino fue campeón del mundo de este deporte raro, silencioso, que se juega entre familiares y amigos y amigos de amigos.
Según venga el juego
En los últimos años, la liga bonaerense de sóftbol de primera división se vigorizó con la llegada de jugadores de Venezuela y de otros países del Caribe. Pero si fuera solo por ella, el éxito internacional de los argentinos –que la selección nacional coronó en 2019 con títulos en el Mundial de República Checa y en el Panamericano de Lima– sería inexplicable. Aún más inexplicable de lo que ya es: 10 equipos esparcidos por la provincia que entrenan en canchas sin drenaje y sin luces, y que para enfrentarse tienen que viajar de Berazategui a Tigre, de Ituzaingó a Las Heras.
Por eso, los días se aprovechan. Cada domingo como este –es decir, siempre que no llueva y que no haya llovido–, los equipos se cruzan en triangulares que comienzan a las 10 de la mañana y terminan a las 6 de la tarde. También por eso, la tierra prometida del sóftbol argentino no es Buenos Aires, sino otra ciudad, una que los abriga y los agrupa, que tomó la oportunidad de ser en esto mejor que las demás.
En Paraná, se juega el mejor sóftbol del país. El campeonato que todos queremos jugar es el Argentino de Clubes: clasifican los seis mejores equipos de la temporada.
"En Paraná, se juega el mejor sóftbol del país. El campeonato que todos queremos jugar es el Argentino de Clubes, durante el Carnaval: clasifican los seis mejores equipos de la temporada", cuenta el Ruso, que se retiró hace seis años en ese torneo. Esta mañana, habiendo pasado una separación y una lesión seria de rodilla, espera cruzado de brazos para volver a primera con Tigres en la última ronda de amistosos antes del comienzo de la liga. "Después, la mayoría de esos 50 o 60 jugadores se van a jugar afuera; sobre todo, los pitchers, que son los más requeridos. Y nosotros lo tenemos a Huemul Mata, uno de los mejores".
Cada verano boreal, al menos dos docenas de jugadores –tal vez más que en cualquier otro deporte, excepto el fútbol– reciben llamadas telefónicas, arreglan un número y viajan a otros rincones del mundo para practicar esto que, aunque no se sepa, hacen mejor que nadie. Por algún misterio del destino, los jugadores argentinos a veces pueden más que el temple y la meticulosidad japonesa, más que la abundancia sajona. ¿Por qué salen de la Argentina, por qué acá, como si crecieran entre las piedras? ¿Por qué este año los campeones del mundo fueron los argentinos y no Australia, Nueva Zelanda o Canadá, como han sido siempre, países ordenados, con recursos y tiempo para poner donde prefieran? Por constancia, esgrimen algunos; por amor al juego, esgrimen otros, pero ninguno de ellos está convencido del todo.
"El sóftbol en Paraná empezó en la década del 60 en las escuelas", cuenta desde allí Julio Gamarci, entrenador del equipo nacional y expresidente de la Asociación Paranaense de Sóftbol. "Unos años después, cuando los muchachos empezaron a egresar, hubo un dirigente con una visión preclara de cómo articular la liga que fue Nafaldo Cargnel: ahí empezó la competencia federada regular".
A principios de los 70, la liga paranaense ya estaba organizada y hoy, dice Gamarci, muchos de aquellos primeros jugadores tienen a sus nietos jugando en los clubes que fundaron.
El sóftbol es un deporte raro porque no hay fricción de suelas ni ruidos de fajas ni explosiones, y porque el estado predominante es la quietud, la expectativa. Porque no se entiende muy bien, si uno no entiende, quién juega contra quién. Y es raro, sobre todo, por desconocido, casi por extranjero: porque con sus pantalones largos, sus camisetas bien ajustadas al cinturón y sus gorras obligatorias, desde afuera los jugadores parecen salidos de un planeta cinematográfico, de un planeta de técnica y pulcritud.
Aunque por momentos parece lo contrario: este deporte también es, si uno no entiende, lo más natural del mundo. Uno tira una pelota que cabe en una mano y el otro ve cuán fuerte puede pegarle con un palo. Visto así, el sóftbol es un deporte fundacional,el juego primigenio. Un juego casi animal: palos y piedras. El resto, las reglas, los materiales, el conteo de los puntos, es lenguaje, es literatura: normas para poder repetir y disparar hacia el futuro algo que dio gusto hacer.
Del amor y otros demonios
El dominicano Fabio Cabrera nació para ser apodado la Mole: su osamenta titánica, su piel de carbón, sus ojos escondidos detrás de los lentes. Si hubiera que adivinar, la Mole sería un bateador furibundo que en los días malos medita el retiro, uno que después de varios swings infructuosos golpea lejos y trota el perímetro de las cuatro bases con el puño en alto. Tiene el talante, tiene el acento caribeño, tiene la ropa impecable para el álbum de figuritas. Mientras, Fabio es organizador del torneo de ascenso, uno de los tantos dominicanos y venezolanos que nutren y mejoran la liga.
–Llegué hace cuatro años. La cosa allá estaba difícil, mi mujer decidió que se venía y yo no me iba a quedar solo. Y, gracias a Dios, ya me independicé. Ahora trabajo de remisero con mi propio auto.
Dice, con sus erres pegajosas, camufladas en forma de ele, que trabaja con Uber, que alquila en Martínez, que tuvo una hija, argentina: que está feliz. Y, sin embargo, algo siempre falta. No es por pedir, pero ya que le preguntan, claro que extraña... el ron dominicano, la cerveza dominicana.
–También se extraña el calor, 32° de temperatura el año entero, hermano, eso es incomparable, eso se extraña siempre.
En otra vida, Fabio agarraba un viernes su moto y encaraba por la autopista George Washington. En 40 minutos estaba en el paraíso.
–En Dominicana, el agua es azul, mira, como ese azul de esa cancha de tenis, y miras con el agua al pecho y te ves los uñeros, papo. A veces, cuando baja la marea, hasta podés cruzar caminando a un islote, la Matita le llaman.
–Ya no dejan cruzar –dice alguien.
–Sí, sí, dejan.
–No, ya no dejan cruzar a uno.
Nelly se aleja de sus empanadas. Tiene 22 años en esta Argentina, y por fin le gusta. No puede quejarse. De repente, otros se acercan porque escuchan voces.
–Te puedes ver el uñero, mi hermano. De mi casa en Venezuela a la playa, en auto propio, 30 minutos, y con la gasolina gratis.
–Miren a ese marico, recién llega a la Argentina y ya se puso rubio.
–Pero cuando ella llegó, con cinco pesos comprabas arroz, verduras, un pollo –dice. Ahora no se puede ni comprar un dolarito para mandar a la familia.
Invocados por el recuerdo, la ronda se agranda, las conversaciones se fragmentan, y se enciende un pequeño foro. Hablan de autos, de los que tuvieron, de los que tendrán un día, y deRonald Acuña, que a los 21 años es el mejor prospecto venezolano en grandes ligas, y de los decodificadores de DirecTV que traen en la valija para poder seguir los partidos desde acá. Y de que no pueden quejarse de la Argentina, si hasta a veces los tratan mejor a ellos que a los propios argentinos, no es cierto.
"Pero yo conozco Mar del Plata y la playa tan linda no es –se escucha a Nelly–. "Yo lo sé, porque hacía limpieza en un hotel en Bávaro. Esa sí que es una bonita playa".
El campo de los sueños
De alguna manera indescifrable, Argentina le ganó 3-2 la final del Mundial a Japón y 5-0 la del Panamericano a Estados Unidos. Cómo ganarle el Mundial a Japón: cómo ganarles a los análisis exhaustivos en video, a la neurosis técnica, al famoso proyecto a largo plazo. Algo estaremos haciendo bien para que broten Messis y Maradonas, Ginóbilis y Scolas, Contes y De Ceccos, Del Potros y Nalbandianes.
Algo estaremos haciendo bien para que La Pampa dé un Huemul Mata, por consenso, uno de los mejores pitchers del planeta. Por estos días, Huemul cerró su cuenta de Twitter, pero me lo sé de memoria: Qué lindo estar en Argentina, escribió al llegar de la gira en la que ganaron los dos títulos, un mensaje cuyos likes cabían en las dos manos. Qué largos son los días en Argentina, tuiteó unos días después. Algo se estará haciendo bien para que gente como Huemul Mata considere que vale la pena el esfuerzo –el sacrificio– que hay que hacer para perfeccionarse en un deporte que no avizora fama ni riqueza y, a veces, ni siquiera reconocimiento.
"Por la mañana hago fisioterapia, kinesiología, recuperación, siempre hay algún dolor. Después del mediodía, sesión de pitcheo. Después gimnasio, pista, entrenamiento de campo y, cuando hay, a la noche partido", cuenta por teléfono desde su casa en Santa Rosa, en La Pampa.
A principios de los 70, la liga paranaense ya estaba organizada y hoy muchos de aquellos primeros jugadores tienen a sus nietos jugando en los clubes que fundaron.
A diferencia de muchos de los jugadores de primer nivel, Huemul puede vivir del sóftbol gracias a una beca del Enard y, aunque no deba decirlo tanto, por lo que le pagan en el exterior.
El partido con Japón incluyó una jugada memorable en el noveno inning, las fracciones o entradas en las que se dividen los partidos: después de los siete reglamentarios, en caso de empate, se juega hasta que alguno saque una diferencia, incluso si eso implica que el partido dure cuatro horas. La final estaba empatada 2 a 2 con rivales en cada una de las tres bases; cualquier cosa que no fuera la perfección en el último bateo que Argentina debía defender significaba perder el partido.
En el tiempo muerto, el técnico Julio Gamarci entró a hablar con los jugadores. Por reglamento, esos cónclaves no duran más de un minuto: apenas alcanzaba para tranquilizarlos y decidir la jugada. Necesitaban descalificar a los tres corredores japoneses con un solo tiro; para esto, Mata tenía que hacer un lanzamiento que solo le permitiera al bateador devolver una pelota rodada, es decir, a ras del suelo. Los receptores se abrieron para tener margen y poder agarrarla sin que los sorprendiera algún pique irregular.
La proeza de la jugada que siguió se puede vislumbrar aunque uno no entienda: Federico Eder recoge la pelota, se apura a pisar la segunda base y salta, todavía con la inercia de la carrera, gira en el aire y, totalmente desarmado, tira a la primera base para que Manuel Godoy la atrape de sobrepique. Después de eso, en su turno de bateo, Argentina anotó dos puntos para quedarse con el título.
–¿Te acordás qué les dijo el entrenador en el tiempo muerto? –le preguntó a Mata.
–Ah, entró a hacer un chiste, para descontracturar. Después nos dijo que confiáramos en nosotros. Tampoco había mucho más para decir.
Cuando le hablo del chiste, Gamarci se ríe.
"Te aseguro que no me acuerdo de qué les dije. Imaginate que para que ni él ni yo nos acordemos, el chiste debe haber sido una excusa. En 30 segundos no se puede hacer mucho, pero uno se puede dar cuenta de la tensión hasta por cómo respiran los jugadores, y hay que tratar de distender".
El tío Vania
"Acá, por ahí venís y te enfrentás con este pibe".
El Tío me presenta a Fernando Rúa, un bateador macizo que siempre fue de los buenos, que viajó por el mundo con este deporte, que fue parte de la camada de la selección nacional campeona.
"Pero para seguir en la selección te tenés que ir a Paraná –dice Rúa, que en su momento eligió quedarse en Buenos Aires–, y eso significa que dejes los amigos, la familia, los estudios, el trabajo, lo que tengas. Pasa que después tenés 35 años, te querés retirar y no le servís a nadie".
En Paraná, dice, los empleadores entienden, los equipos son parejos, tienen semillero, y hay partidos todo el tiempo, partidos nocturnos con gente en las tribunas.
"Yo, cuando me puse a laburar, le tuve que decir a mi jefe «mirá que hay giras, entrenamientos», y casi me manda de vuelta a mi casa. Acá no te bancan eso. Y no estoy para decirle que la ley nosecuanto".
Hoy, Fernando trabaja en una veterinaria, pero antes, por ahí, el teléfono le sonaba a mitad del día, y del otro lado estaba el dueño de algún equipo de Colombia, Ecuador, Estados Unidos. Y él arreglaba, como arreglan todos, un número por teléfono, y se subía a un avión.
"Vos arreglás todo de palabra. Cuando llegás, no tenés que decir que vas a ganar plata, tenés que decir que te invitaron a jugar un partido. Te dicen: necesito que vengas tantos días, hay tanta plata, chau".
Hoy Fernando Rúa trabaja en una veterinaria, pero antes el teléfono le sonaba a mitad del día, y del otro lado estaba el dueño de algún equipo de Colombia, Ecuador, Estados Unidos. Y él arreglaba, como arreglan todos, un número por teléfono.
En esta otra mañana de septiembre, en la que se juega la primera fecha de la liga regular, hay un sol claro que te dora las mejillas, apenas un vientito fresco cada tanto, un domingo pleno de paz y descanso. El pitcher de Fénix, sin embargo, sale de la cancha cabizbajo.
–Qué pasó, Oscar –le pregunta el Tío, que resulta no ser el tío de nadie.
–Ni me hablés.
–Te está saliendo mal la curva afuera.
–Estoy sin dormir. Todo me está saliendo mal.
La pelota sobrepasa la red de contención y cae del otro lado. Pasala, Tío, le gritan. Ese día, Walter Riquelme es el único espectador; las arengas, los comentarios, las discusiones acaloradas con el árbitro deben partir del propio banco de cada equipo. Pelo negro, chapas gruesas, ojos claros: a los 59, se parece un poco a una sombra, a un cacique. Walter Riquelme es para todos el Tío, y los jugadores, sus sobrinos.
Un día perfecto para el pez banana
En Morón, el día es perfecto. La arcilla está planchada; el pasto, verde, vibrante. Los chicos de Gators aguardan detrás de la cancha. Para llegar, han recorrido el camino más largo de todos. Primero, mudaron el equipo desde Caracas. Cuando debieron decidir qué llevarse con ellos, entre todas sus cosas, como si fueran tótems, crucifijos, símbolos definitorios, emigraron a Buenos Aires con sus implementos deportivos. Ahora, los domingos programan sus despertadores a las seis de la mañana, como cualquier otro día, y cruzan la ciudad en tren y en colectivo con bolsos enormes para llegar en horario adonde les toque jugar.
"Pero, aunque cueste, lo hacemos con gusto. Le da una especie de continuidad a uno. Nos gusta ver el campo y recordar cosas. Te acuerdas de los distintos lugares donde jugaste, de la gente que te enseñó. A veces, da un poco de nostalgia", dice Ángelo Rincón. Son, como muchos venezolanos, ingenieros civiles, técnicos, contadores que trabajan de otras cosas. Y dicen, a coro, que esto para ellos es el fútbol para nosotros, lo que darían ellos por ser campeones.
"Lamentablemente, aquí el país no lo ve. Lo viví en las noticias. Quedó campeón mundial y le dieron un día, dos días de cobertura. Se agarran, como dicen ustedes, a las piñas por el fútbol mientras están dejando el país en alto en otro deporte", comenta Jocsan Galindo, que, aunque es petrolero, hoy está en una constructora.
–¿Y dónde entrenan?
–No entrenamos. Las veces que lo intentamos, tuvimos que meternos en un campo de fútbol. Ahora, el que puede sale a correr un ratito; no tenemos tiempo ni espacio. Pero llevamos 30 o 40 años haciendo esto, sale de memoria –dice Marco Rivero.
No es que sea fácil. Batear, dicen, es de las cosas que más coordinación requiere.Empuño el bate. Me muestran. Me corrigen la postura. "Cuando sacas el bate, tiene que ir en esta forma. Una mano por encima de la otra. Mira. Así, así. Y termina haciendo así".
Después le doy un latigazo a la nada y les reviso las miradas.
"École. École cuá".
¿Por qué en Argentina, de todos los lugares posibles, se dará bien este deporte? En un momento pienso, por pensar, que quizás tenga que ver con la misma escasez; que lo que se arriesga, postergando otras cosas en favor de esta, tampoco es tanto ni tan seguro; que la falta es un combustible inmejorable para el deseo y su persecución. Pero, tristemente, esa descripción le cabría a muchos lugares.
Dentro de la cancha, los venezolanos son plásticos, ágiles, agraciados, y despachan a sus contrincantes sin piedad. Del lado de afuera, un puñado de vecinos con lonas y reposeras toman mate, comen milanesas. Es un día radiante, el pasto baila, el bate suena a madera. La pelota sube y queda colgada del cielo, como un segundo sol que cuesta mirar, como un pájaro fosforescente. El jardinero del fondo se despabila y corre hacia atrás con el brazo en alto. En la mano derecha, el guante, un guante sobredimensionado, tosco, un guante que suple la fragilidad de nuestras manos, la torpeza de nuestras manos, y vuelve el juego posible..