Gillian Hartley tiene 82 años, es holandesa y británica, hace 70 que llegó a la Argentina y fue pupila al colegio Northlands de Olivos
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A Gillian Hartley siempre le llamó la atención que la gente le preguntara de dónde era. “De Indonesia”, contestaba, pero nadie quedaba satisfecho. “La clave no es porqué nací ahí, sino qué hago acá”, reflexionaba. Entonces se armó una respuesta sobre su identidad. “Nací en Indonesia bajo la bandera holandesa, como mi madre y abuelos. Soy británica, por mi padre, de la colonia en Singapur. Tengo además sangre alemana, suiza, inglesa e india. Me casé con un argentino. Tengo tres hijas jujeñas y uno porteño”, esboza con simpatía al presentarse en el living de su casa de Olivos.
Con 82 años, agilidad en los movimientos, y el viernes como único día libre para conceder la entrevista, Gillian empieza por contar porqué estaba en la isla de Java, Indonesia, cuando los japoneses invadieron, en la Segunda Guerra Mundial, y la llevaron a un campo de concentración. “Mi padre, Mervyn Gilbert Hartley era delgado y de ojos pardos, como Gandhi, pero alto. Ante el abandono de su padre inglés, su madre india se casó con el gobernador de Indonesia, después de trabajar como institutriz de sus hijos. Vivían en un palacio. Allí conoció a mi madre, Louise Eugenie, hija de holandeses que iban y venían a la colonia. Tuvieron a Hope, después nací yo y luego Donald. Los dos tienen aspecto indio, mientas que yo, sajón”, apunta Gillian que, en rigor, se llama Gillian Gilita Hartley, por un juego de iniciales que inventó su padre.
“Nací en 1939 cuando empezó la Segunda Guerra Mundial en Europa, que a Indonesia llegó tres años después. Cuando los japoneses invadieron, todos sabíamos que los europeos iríamos a campos de concentración. Así fue como un día, un japonés entró a mi casa después de capturar a mi padre, y le dio diez minutos para despedirse de nosotros. Entonces, cuando mis padres se abrazaron para darse el beso del adiós, el japonés se dio vuelta y no los miró”, relata Gillian para lanzarse a una historia de detalles y lecciones. “Mi madre siempre agradeció ese gesto del japonés. Y yo no entendía como podía sentir agradecimiento en un momento tan dramático”, cuenta.
De esa manera, en 1942, a Mervyn Gilbert Hartley lo subieron “como ganado” a un camión para llevarlo al campo Tjimahi. El resto de la familia tuvo la misma suerte un par de meses después y fue a parar a Kramat, Tjideng y Tangerang, todos en Java. “Los campos de concentración en Indonesia no eran como los de Europa. Como decía mi padre, ‘no eran de exterminio, pero moríamos igual’. No había un bebé que sobreviviera a las pestes. Éramos prisioneros de guerra”, detalla Gillian. “Funcionaban dentro de un barrio cercado con alambre de púa. Habían desalojado a los habitantes para meternos. En una casa para cinco personas entraban ochenta. Todos apilados”, detalla sobre el destino compartido con su madre y sus hermanos. Poco sabían de su padre, que cada tanto mandaba una carta escrita en malayo –para que fuera supervisada–, diciendo “lo bien que lo trataban y todo lo que comía”. “No importaba lo que dijera… Al menos eran una prueba de vida”, rescata.
La vida en un campo de concentración
Entonces, intentando ordenar el relato entre lo que recuerda y lo que le contaron, Gillian aclara: “No me acuerdo nada de cuando entré: tenía tres años. Tengo flashes de mis cinco. Y ya de los seis, me acuerdo casi todo”. Y cuenta: “Cuando entrás en un campo de concentración la vida sigue. Es una comunidad y hay mucho trabajo. A mi madre le tocó uno muy duro: vaciar las cámaras sépticas. Éramos tantos que rebalsaban. Todavía tengo la cicatriz de una infección grande. En el campo no había hombres; solo mujeres con hijos de menos de once años. Los niños jugábamos todo el tiempo afuera. Para comer hacíamos cola. Y cada vez había menos comida. Mi hermano menor, que llegó con un año y medio de vida, sufrió desnutrición y en un momento quedó desahuciado. Pero mamá no se alejó de él. Se apoyó en el camino espiritual de la Christian Science. Y mi hermano sobrevivió”.
De esa manera, a la lección de espiritualidad que le legó su madre le suma una sobre el sentido de la oportunidad. “En el campo las prisioneras eran holandesas, francesas, alemanas e inglesas. Organizaban coros y una vuelta se les ocurrió hacer un torneo de tenis. Mi madre no quiso participar para no gastar las pocas energías que tenía. Lo ganó una señora y como trofeo recibió una papaya. Entonces, juntó a sus hijos en ronda y uno a uno les daba cucharadas de papaya en la boca. Yo me colé en ese grupo y abría la boca para ver si ligaba un bocado, pero la madre me salteaba una y otra vez para alimentar a los suyos. Mi madre cuenta que le sangraba el corazón al verme y por eso se prometió anotarse en el próximo torneo”, relata Gillian. Ese es uno de pasajes de su vida en el campo de concentración que incluye en las charlas que suele dar en el colegio Northlands –a media cuadra de su casa– y que remata con astucia para que los chicos adivinen ¿quién ganó el siguiente torneo? “La vida da oportunidades… ¡Agárrenlas!”, insiste ante el auditorio.
Sin demasiado ceremonial, pero con cuidado, sobre el sillón de su casa Gillian despliega cartas, un libro, una piedrita y anotaciones. “Es lo que llevo siempre que me invitan a hablar del tema”, asegura al mostrar el cartel con su número de prisionera de guerra. “En el campo de concentración perdés tu nombre. Te registran todos los días para que no te escapes por las cloacas. Mi madre llevaba colgados los cuatro números para recibir la ración diaria de comida. Los niños teníamos un huevo extra por semana. Como el ají picante abunda, mamá aseguraba que si lo comíamos mejoraba la vista y tendríamos mayor alcance para ver venir a papi a lo lejos. Entonces yo, toda ardida, salía a la calle a mirar a ver si venía”, recuerda.
Cuenta además que, poco antes del final, pasó seis meses en una cárcel común. Dormían los cuatro en una celda, con barra y candado, “que hacía ‘clac’ cuando se cerraba”. Y que una Navidad –”sin regalos, ni árbol, ni Papá Noel”– a las doce de la noche, una de las prisioneras se asomó por las rejas y empezó a cantar Silent night, holy night, para que las prisioneras se paren y llorando la sigan con su canto. “Esa mujer, con su voz, nos regaló una Navidad hermosa en aquella cárcel fría”, cuenta Gillian sobre aquello que no recuerda pero que le contó su mamá mucho después, mientras ella “luchaba para no llorar, ni preguntar de más”.
Agrega que, en 1945, cuando Estados Unidos tiró la bomba sobre Hiroshima y los japoneses se rindieron, ellos ya habían dejado la cárcel y estaban de vuelta en el campo de concentración. “Justo antes de eso, como no quedaba más comida, los barcos estaban en el muelle listos para llevarnos a una isla a hacer las caminatas de la muerte y que caigan los más débiles”, apunta Gillian.
“La vi volar por el aire y aterrizar en los brazos de ese hombre”
“Cuando terminó la guerra, mis padres, como muchos otros, no quisieron hablar del tema. Recién cuando yo tenía 14 años, vivía pupila en Northlands y viajé durante un verano a nuestra casa de Jujuy, nos dijeron: ‘papi y mami les van a contar su historia’. Y habrán contado lo que querían... Recién ahí supe algo de la experiencia de mi padre”, rememora Gillian. Y al escucharla, su hija Irene indaga: “Mami, nunca te pregunté, ¿lloraron ahí?”. Para que ella conteste con la postura erguida: “No… Quizás el sajón es así… Solo una vez en mi vida vi llorar a mi madre, ya de grande”.
La clave es que en ese momento Gillian supo que mientras estaba preso, su padre se había puesto como meta hacerle un regalo a su esposa. “Buscó una piedra negra y la pulió todos los días un poquito, con palitos de bambú, que son como yuyo ahí”, cuenta mientras muestra una piedra negra perfectamente lisita y brillante. Además, señala: “Mi padre se hizo cómplice de un guardia y le negociaba su comida a cambio de papel y lápiz. Dibujó escenas de su vida preso para eternizar su historia. Si lo encontraban, lo mataban. Guardó aquellos dibujos y cuando llegamos a Holanda editó este libro”. Entonces, con orgullo pasa las hojas de una bellísima edición que retrata “el drama de un prisionero de guerra, con dibujos para matarte de risa”. De hecho, el título contiene un juego de palabras ingenioso y en la contratapa se observa un hombre con una valija escapando a través del cerco que dice: “¡Hasta luego!”. “Lo vendió y donó el cincuenta por ciento de las ganancias a las viudas de la guerra. ¡Y mirá que la plata nos venía muy bien, eh!”, aclara Gillian.
Dejando de lado las estridencias, habla de otra de las lecciones de su padre. “Una vez terminada la guerra, corrió a la estación de tren más cercana para salir a buscarnos. Pero cuando llegó, vio que el tren partía repleto de gente colgando como racimos de uva. Entonces pensó que tenía mucha mala suerte y siguió su camino desilusionado… Recién al día siguiente supo que todos los pasajeros de ese tren habían muerto masacrados por los nativos, que contaban con las armas entregadas por los japoneses ya rendidos y querían independizarse de Holanda”, recrea Gillian con la premisa de que “tal vez ese no sea el momento y algo mejor esté por venir”.
Entonces sigue con su relato que versa entre lo vivido y lo reconstruido. “Después de mucho preguntar para buscarnos, papá llegó a un campo protegido por ingleses y entre muchos chicos llorando vio una nena rubia de algo así como seis años. Tenía ojos claritos y pensó ‘puede ser Gillian’. Se me acercó y… (esta imagen sí que no se me borra, porque era impactante ver un hombre sin uniforme después de tanto tiempo) me preguntó: ‘¿Vos sos Gilli?’. Yo, que era re contra tímida, siempre decía ‘tidak mahu’, en malayo –mi primer idioma–, que significaba ‘no quiero’ y me tapaba la cara. Pero él insistió: ‘¿Y tu mami dónde está?’”, relata Gillian.
Entonces sigue: “Yo no tenía manera de recordarlo. Y él tampoco estaba seguro de que fuera yo, porque una nena de tres años no es igual a una de seis... Estaba tan asustada que entré a casa corriendo y gritando. Era la hora de la siesta. ‘¡Mamá, mamá! ¡Hay un señor afuera que te quiere ver!’. Ella saltó como un resorte: debe haber imaginado que podría ser mi padre. A esa altura, algunos hombres ya habían vuelto. Entonces corrió por un pasillo que en mi memoria era muy largo, y me quedé mirando. La vi volar por el aire y aterrizar en los brazos de ese hombre que se había quedado en el umbral de la casa. ‘Ese debe ser mi padre’, pensé al verlos… Todavía siento la energía de ese abrazo”.
El día después
Semanas más tarde los cinco volaron a Singapur en un avión militar, se instalaron cuatro meses en el histórico Sea View Hotel con habitación frente al mar. Gillian usó ropa que les había dado la Cruz Roja y también zapatos, después de tres años de andar descalza. Con la única certeza de estar vivos, los Hartley arrancaron de cero, como muchos en la post guerra. Empezaron por saber qué había pasado con la familia de Louise Eugenie en Ámsterdam. Les escribieron un telegrama que volvió rebotado hasta que dieron con la dirección correcta y obtuvieron respuesta: “Todos pueden quedarse con nosotros”. Con el telegrama en la mano derecha y admiración por sus padres, Gillian relata: “Volamos a Holanda y vivimos un año los cinco en una habitación. Después nos mudamos a una casa. Allá hice toda la primaria. Nunca hablábamos de lo que habíamos vivido… Mi padre tenía que conseguir trabajo, pero priorizaban a los holandeses que no eran de la colonia. Además, era azucarero y en Holanda no había azúcar. Entonces, cuando se enteró de una búsqueda, en lugar de mandar un currículum envió una poesía. Así consiguió un puesto en una importante papelera. ‘La clave del éxito está en ser diferente’, decía. Empezó de abajo y llegó a gerente”.
Sin embargo, Holanda no sería el destino final de aquella familia multirracial, acostumbrada a los calores del trópico. “Un amigo de mi padre que estaba en Argentina le contó que buscaban un súper intendente para una fábrica de azúcar en Jujuy. Lo entrevistaron y cuando lo contrataron, nos mandaron plata para que nos compráramos ropa de verano. ¡Jamás habíamos comprado ropa! Fuimos a un negocio y ¡elegimos seis vestidos para cada una! Zarpamos para Buenos Aires un día antes de Navidad, en 1951. Sobrevivimos a una tormenta con olas de 20 metros en el Golfo de Vizcaya. Dicen que fue la peor en cuarenta años”, recuerda.
Cuando llegó a Jujuy, Gillian hablaba malayo y holandés, por eso la mandaban como oyente a una escuela rural, con los hijos de los trabajadores de la caña de azúcar. “En el ingenio había varios profesionales ingleses que educaban a sus hijos pupilos en colegios ingleses en Buenos Aires. Pero al Northlands no entrabas si no sabías el idioma. Sin embargo, cuando nos presentaron y contaron nuestra historia, miss Brightman, la dueña del colegio –y a quien estoy eternamente agradecida– dijo: ‘Estas chicas ya sufrieron bastante, es hora de darles una mano’. Y nos tomó bajo sus alas. Todos los días nos buscaba después de clase para enseñarnos inglés con Jane Eyre y David Copperfield, y en seis meses aprendí el idioma”, cuenta sobre la prestigiosa institución educativa bilingüe que todavía queda en Olivos, a tres cuadras de su casa. Y que en ese entonces estaba a tres días en tren de sus padres, en San Salvador de Jujuy.
“Mi vida eran todos ‘chau’. A los tres años a mi papi, después a Holanda, después a mami y papi para irme pupila… Siempre ‘chau’. Era una cosa más que me tocaba atravesar”, responde Gillian en relación a ese nuevo desarraigo. “Me costó mucho porque era recontra tímida”, agrega en relación a su formación en el colegio que tiene una fuente en el jardín donde –bien acota Irene– Gillian quiere que tiren sus cenizas. “Northlands me abrió las puertas del mundo, por el idioma, y me contuvo”, explica y destaca que a los 57 años, cuando más lo necesitaba, el colegio además le ofreció un trabajo. “Mi marido había sufrido un ACV, quedó hemipléjico y mientras yo lo cuidaba soñaba con irme un par de horas de casa a supervisar los recreos, por ejemplo. Me dieron ese trabajo y me hizo mucho bien. Más mejoraba mi marido y más horas me daban. Luego me hice cargo de las cosas perdidas, pasé a ser ayudante de violín y a los 82 años sigo trabajando en el colegio”, cuenta Gillian que en Jujuy se había enamorado de Alberto García –”cansada de deletrear mi nombre me busqué un García”-, que era un empleado de su padre, diez años mayor que ella, y que terminó siendo el padre de sus hijos Sonia, Irene, Alicia (las tres también egresadas de Northlands) y Martín. Agrega además que su papá murió a mediados de los ochenta; su madre, en 1999; y que sus dos hermanos viven.
“Mis padres no nos decían que podríamos haber muerto”, responde Gillian ante la inquietud sobre su condición de ‘sobreviviente’. “Qué sé yo… No me cuesta hablar de esto”, acota la mujer que alguna vez fue tímida pero ahora engarza anécdotas de la guerra con soltura, claridad y delicadeza. Solo en un momento de la charla los ojos se le llenan de lágrimas: cuando habla de una niña que perdió a su padre y lloró con desconsuelo al ver su piedrita tallada en una de sus conferencias. “Aceptar la realidad no es tirar la toalla, ni abandonarse. Es entender que eso es lo que toca y pensar qué hacer con eso. Contar mi historia es pasar una antorcha: todo lo malo tiene algo bueno”, asegura la mujer que creció en un campo de concentración de Indonesia para compartir una historia universal de gratitud y fortaleza.
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