No tiene pruebas pero tampoco dudas: las risas y el humor lo ayudaron a transitar los momentos más oscuros de los tratamientos oncológicos, aunque es consciente de que hubo más
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Era agosto de 1997. Hacía dos meses que se había casado con Adriana y estaba lleno de proyectos. Uno de ellos, apostando a que pronto llegarían los hijos, consistía en mejorar su situación laboral. Fue así que Jorge Padín, sin imaginar que en poco tiempo se iba a enfrentar a una enfermedad que cambiaría todos sus planes, decidió renunciar a la remisería donde trabajaba y aceptó un puesto de administrativo en una firma que comercializaba productos de restauración. Estaba contento con el cambio, además conocía al dueño desde hace tiempo y eso le transmitía tranquilidad.
Al mes empezó a sentirse un poco débil. Pensó que necesitaba vitaminas y recurrió a unos cuantos de esos medicamentos de venta libre esperando recuperar un poco de energía. Pero no fue así. Al poco tiempo empezó a sentir dolores de panza y marearse. Se alarmó y pidió una cita con un médico clínico en el Centro Gallego.
Mientras esperaba los resultados de los estudios que el médico le había indicado, Jorge aprovechó el tiempo para hacer una changa laboral y ganar un dinero extra. Le habían ofrecido ser ayudante de un fotógrafo en una fiesta de quince años y aceptó.
Al principio todo marchaba a la perfección, pero promediando la celebración comenzó a sentir un dolor agudo en el bajo vientre, que era muy distinto al de una indigestión. A medida que las horas pasaban el dolor se intensificaba. Aunque su jefe le ofreció que se marchara él se negó, quería cumplir con la jornada hasta terminar el trabajo. Así, doblado por el dolor, siguió iluminando a los retratados para que las fotos de la fiesta fueran las mejores.
Una noticia inesperada
Esa noche, cuando volvió a su casa el dolor no lo dejó dormir. A la mañana siguiente volvió al centro médico a pedir un turno. El médico que lo había atendido la primera vez no estaba, por eso lo examinó el doctor Barboza. “¿Qué puede ser, doctor?”, alcanzó a preguntarle. “Aún hay que averiguarlo por eso te voy a internar. Estás perdiendo sangre por alguna parte a determinar. En este momento tenés mucha menos sangre de lo normal para una persona de tu edad y contextura. Probablemente tengamos que transfundirte”, fue la respuesta del especialista.
“Todo era demasiado nuevo para mí, aún no registraba correctamente mi situación. Era totalmente inesperado. Hasta hacía pocas horas llevaba una vida supuestamente normal, y, en ese momento, estaba por internarme con un cuadro clínico todavía incierto”, rememora Jorge. Llevaría un tiempo saber de qué se trataba su afección.
“Nadie está preparado para una noticia así”
Finalmente llegó el diagnóstico: cáncer de colon. “Con 32 años yo era totalmente vital y pasar a sentirme disminuido me preocupó mucho. Estaba lleno de sueños, recién casado, se suponía que tenía una vida nueva y que tenía que estar pasándola bien. Encontrarme con el cáncer fue duro. Nadie está preparado para una noticia así”, dice Jorge evocando un pasado que considera superado, de resiliencia y de mucho aprendizaje.
La enfermedad cambió su visión del mundo y de la vida, a tal punto que terminó por hacer de ella un motivo para dar un nuevo sentido a su existencia. Aunque aquella vez se asustó, al poco tiempo estuvo bien: con una cirugía y luego un tratamiento de rayos y quimioterapia logró curarse. Pero la alegría duró poco. Al año siguiente una mala noticia lo sorprendió: tenía metástasis en el hígado.
“Fueron dos mazazos muy fuertes. Creo que no tuve un buen seguimiento después de hacer los tratamientos. Debí haberme controlado más. El médico cirujano fue quien se dio cuenta. Él me mandó a hacer una ecografía y la imagen era la de un órgano estallado, todo negro. Estaba shockeado. Lo primero que pensé fue: ‘¿Qué es esto? ¿Ahora qué?”, recuerda.
Los médicos vaticinaban el peor de los resultados. Le decían que en su caso había poco por hacer, que probablemente tenía entre tres y seis meses de vida. Pero Jorge no se rindió, se sometió a nuevas cirugías y le extirparon una gran parte del hígado. Finalmente el resultado menos esperado llegó: se había curado.
Jorge y Adriana son profundamente creyentes. Durante el tratamiento activaron varias cadenas de oración entre sus amigos y familiares. Se apegaron a su religión, el cristianismo, y no pararon de rezar, confiar y pedir a Dios con todas sus fuerzas. Y Él los escuchó. No solo porque los tratamientos dieron resultado, sino porque también, contra todo pronóstico, la esperanza de la vida bendecía a su familia. Adriana, que había atravesado un cáncer de mama, estaba embarazada.
Aunque los especialistas les decían que en ese contexto era mejor que la mujer no cursara un embarazo, ellos volvieron a apegarse a la vida. Así llegó Mayra. Hoy tiene 21 años y estudia diseño de indumentaria. Con su padre Jorge comparten una pasión: ambos son hinchas de Boca.
“Un diagnóstico de cáncer es una segunda oportunidad y merece ser aprovechada; siempre y cuando consideremos que la vida vale lo suficientemente la pena como para someterse a tratamientos difíciles: quimio, cirugías... si no, casi que no tiene sentido. Mi deseo es que, ante esta disyuntiva, nos volquemos por la posibilidad de lucharla con todas las herramientas que nos brinda la ciencia”, escribió en su libro Al cáncer se sobrevive dos veces, publicado en 2021, con el objetivo de narrar en primera persona su historia e inspirar a quienes puedan estar atravesando situaciones difíciles, como las que le tocaron superar, a tener la fuerza y la esperanza de que siempre se puede salir adelante.
Apostar a la vida: grupos de apoyo y el humor de Tangalanga
Además de la fe y de la ciencia Jorge, que luego entró a trabajar al Hospital General de Niños Pedro de Elizalde en el área administrativa y sigue allí desde hace más de veinte años, se aferró a un grupo de pares.
Un día, sin mucho entusiasmo concurrió a una reunión de Apostar a la vida. Allí, distintos pacientes oncológicos se reúnen, con la coordinación de un psicólogo especialista en psicooncología, para desarrollar recursos emocionales que les permitan afrontar su experiencia vital, teniendo en cuenta las particularidades de cada caso.
En el grupo, Jorge encontró la fuerza, las palabras y los recursos para poder pensar la vida y la enfermedad de otra manera, con un sentido esperanzador. Ya no se trataba de ver al cáncer como una sentencia de muerte sino como una situación que a cualquiera le puede tocar. La pregunta sanadora fue ¿qué puedo hacer de positivo con esto que me pasa? Y Jorge encontró un montón de respuestas. Su libro fue una de ellas, pero antes entendió que podía disfrutar del momento presente.
“Cuando llegué a los grupos me llamó la atención ver gente tan vital aunque tuviera cáncer. Ahí se trabaja con un modelo de espejo: al ver que otros pueden, yo también voy a poder. ‘Yo quiero hacer como ustedes’, dije. Entonces empecé a trabajar conmigo mismo, con la ayuda de los profesionales y de los compañeros.”, explica.
¿Qué significa trabajar con uno mismo?
Básicamente es buscar un cambio de mentalidad, abandonar el miedo ante la muerte y empezar engancharse con la vida. Disfrutar del verde de un parque, del sol, del cielo. Reducir las preocupaciones por las cosas materiales para ver el sentido más profundo de cada momento. Entender cómo se llegó a la enfermedad sin culpabilizar, pero dándose cuenta de que uno no se cuidó todo lo que debía haberlo hecho, que desoyó los avisos del cuerpo, que soportó un estrés excesivo, que no acudió a las citas médicas, que llevó una higiene de vida poco saludable.
“El cuerpo es lo último que se enferma. Si llegamos a esta circunstancia es porque muchas cosas no andaban bien en nuestra vida. Cuando uno lleva una vida de mandatos y estrés se paga de alguna manera. Nosotros lo pagamos por el oncogen, otros lo hacen con un acv o un infarto cardíaco, pero si uno no cuida la salud de su cuerpo y de su mente, a la larga se enferma. La idea es empezar a vivir mejor, porque si no cambiamos no nos sirvió de nada atravesar todo lo que nos tocó”, sostiene Jorge.
Con esas premisas no lo dudó y un día en el que se preguntó dónde él se sentía feliz descubrió que desde muy chico disfrutaba escuchar las bromas telefónicas que hacía el Doctor Tangalanga. Los casettes con las grabaciones de esos chistes eran curiosos objetos de culto para los seguidores del humorista durante los años 80, cuando no existía el universo digital. Eran reliquias. Desde la llegada de Facebook Jorge se había sumado a grupos de seguidores del humorista. En los muros de la red social compartían información sobre los shows, organizaban salidas, comentaban los chistes. Y así fue que se aferró al humor, la risa lo conectaba con la alegría y la vitalidad. Reír lo hacía sentir mejor.
Tanto que, sin pruebas pero sin dudas, cree que ese ritual compartido con amigos lo ayudó a encontrar más fuerzas para salir adelante. Orgulloso, cuenta que tuvo la oportunidad de compartir esta vivencia con el comediante. “Muchas veces él se juntaba con nosotros, íbamos a comer pizza, nos gustaba mucho ir a El Cuartito”, cuenta.
Ciencia, fe, apoyo psicológico, afectos y risas. También escribir un libro. Esa fue la fórmula que Jorge descubrió para vivir mejor: “Ojalá que a alguien le sirva mi experiencia. Es importante hacer psicoterapia, eso siempre ayuda”, concluye.
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