Juan Martín Posleman tenía 20 años cuando su vida tomó un rumbo inesperado que le cambió su existencia para siempre. Hasta entonces, llevaba un ritmo cotidiano intenso, acompañado por sus trece hermanos, un círculo de amistades amplio, y su ferviente pasión por el rugby. En sus pensamientos también rondaban aquellos interrogantes típicos de la edad: ¿A qué me voy a dedicar? ¿Hacia dónde debería focalizar mis estudios y mis sueños?
Tenía algunas pistas y, por ello, había dejado la facultad de ingeniería con la idea de estudiar alguna tecnicatura y seguir los pasos de su padre, que tenía un taller mecánico. Por otro lado, había conseguido un empleo en una financiera y, a la par, se desvivía en los entrenamientos y cada día pensaba en cómo podría mejorar sus habilidades para acceder a la primera división de su club de rugby. "En aquella época no me iba mucho más allá en los cuestionamientos de la vida", reflexiona hoy con voz serena.
El primer golpe de vida
La explosión, en todos los sentidos de la palabra, sucedió en julio del 86. Martín había llegado por casualidad a aquel encuentro de amigos, que habían decido hacer un asado en un espacio interno, al resguardo del frío. Fue por una bala de cañón, que los dueños habían comprado como una antigüedad y con la seguridad de que no se hallaba cargada. Los invitados se sentaron en semicírculo alrededor de la chimenea y se cree que, como la parrilla tenía una pata floja, el casco de bala había servido de sostén; este se recalentó y estalló como una bomba.
"La onda expansiva me tiró para atrás", rememora Martín. "Me pregunté qué había pasado, no podía ver nada, mi cabeza iba a mil por hora y sentía mucha electricidad en el cuerpo. Pensaba que la lámpara había explotado, porque justo estaba tocando un cable que aún tenía en mi mano. Creía que si lo soltaba no me iba a morir. Me pude poner de pie y caminar unos pasos hacia afuera a fin de desprenderme de él, con el objetivo de salvarme. En ese momento me di cuenta de que mi costado izquierdo chorreaba, sentía olor a pólvora, a quemado; alguien me dijo que me quedara quieto, sentía que no podía respirar. `Si no me relajo me voy a morir, tratá de respirar´, me dije. Fue el único momento en que pensé en la muerte, y fue con tranquilidad porque me había confesado justo el día anterior y sentía paz. Después de esa noche nunca más volví a pensar en que podía morir".
Martín escuchó sirenas y gritos constantes. Su amigo, Sergio, tenía muy mal las piernas (luego perdería una) y Enrique, que se encontraba en un estado severo, más adelante terminaría muriendo. Eran siete en total, los otros cuatro, que estaban con quemaduras graves, lograron conseguir su propio transporte al sanatorio. A él lo agarraron del cinturón, debido a que su cuerpo se encontraba como fragmentado. Llegaron al hospital de San Isidro y a Martín lo dejaron a un costado del pasillo, porque decían que no tenía sentido intervenirlo, que ya lo daban por muerto. "Me contaron que, con un insulto, le dije a una enfermera que me opere, `porque tengo que jugar mañana´".
Fue entonces que un médico - amigo de su padre - lo reconoció, le tomó el pulso y decidieron darle los primeros auxilios. A partir de entonces, Martín perdió la consciencia y, casi durante 45 días, estuvo en un coma inducido. No se había muerto aquel viernes como esperaban, no se murió el sábado, y un mes y medio después llegó un lento despertar hacia su renacimiento.
Un milagro acompañado
Martín tiene una enorme gratitud hacia los médicos del hospital de San Isidro, y testimonios invaluables de su internación en el CEMIC. Le contaron que durante aquel período hicieron colectas y que decenas de amigos, padres de amigos y familiares siempre estuvieron allí, firmes, junto a él. A veces, despertaba somnoliento y veía a sus papás, ellos lo cuidaban, esperaban, y le transmitían una energía de amor indescriptible. "Mis amigos me dejaron un cuaderno donde me escribían cosas que me querían decir y no podía escuchar", recuerda sonriente. "Papá se enorgullece de haber visto esa cantidad de gente siempre dispuesta a ayudar. Él y mi madre me acompañaron en mi despertar".
Ese día 45, Martín abrió los ojos y se encontró lleno de cables y tubos y, para su sorpresa, al tiempo le dijeron que el escenario había sido mucho peor, "ahora estás bien". Había perdido el baso, riñón, costillas y parte del intestino: tenía un gran agujero en el costado izquierdo de su cuerpo aún sin cerrar. Nadie podía creer que estuviera vivo. "Desde que desperté hasta que salí de terapia fueron 15 días", cuenta complacido. "Todos estaban tan maravillados que los médicos se quedaban charlando conmigo hasta las doce de la noche. Tuve una enfermera en especial, Isabel, que fue la responsable de mi buena recuperación y de que estuviera tan bien. Se había puesto en la cabeza que me tenía que curar. Hoy con ella nos reímos y lloramos al recordar aquel momento. Y, ante todo, me conmueven mis viejos, dos soldados durante toda la internación. Ahora, que tengo hijos, admiro cómo se la bancaron".
Hacia la vida y el amor
Martín volvió muy de a poco a la vida, una existencia transformada, en donde el valor de los afectos, los ángeles terrenales, cobraron una importancia superior, caracterizada por el puro agradecimiento. En el pasado, él había hecho algunos planes, pero las vivencias le habían demostrado que el destino trae sus propios designios inesperados, por lo que lo primordial, siempre, debía ser cuidar los vínculos de amor.
Tal vez fue por ello que casi al año apareció Gloria, su mujer amada, hoy madre de sus hijos, un ser con una fortaleza infinita, y con quien transitaría los momentos más oscuros y más sublimes de su vida, como lo fueron el nacimiento de su primogénito Juan, y de Lucía, una luz y otro ángel en sus vidas. "Con Juan fue increíble, como papá viví una felicidad inmensa", relata Martín. "Éramos muy jóvenes, el embarazo y el parto habían sido buenos. Y así, con ganas de agrandar la familia, más tarde llegó Lucía y le siguieron tiempos normales y saludables. En ese lapso logramos mudarnos a una casita con jardín y pasamos un verano todos muy contentos".
Un dolor incomparable
Lucía ya había cumplido el año, Juan estaba crecido y Gloria, su madre, sintió que era buen momento para retomar su trabajo de maestra jardinera. Todo sucedió en un segundo, por accidente, una tarde en la que decidió poner en marcha su búsqueda. Dejó a sus hijos en lo de los abuelos y, en un instante inexplicable, Lucía cayó a la pileta, se ahogó y, tras 15 días de lucha y desesperación, murió.
"La tristeza, el dolor, es incomparable. Fue un accidente muy difícil de sobrellevar en familia y nos condujo a instancias muy complejas ese año", dice Martín pausadamente. "Pero, por fortuna, nos dejamos ayudar por una terapeuta, Rosario, que hizo todo por sacarnos del pozo. Para nosotros parecía imposible seguir adelante".
A pesar de que la terapeuta les había recomendado que su mujer no volviera por el momento a embarazarse, sucedió. "Y no fue fácil, para Gloria fue muy complicado", asegura Martín. "Tenía miedo, acarreaba todavía bronca, enojo y tristeza. Durante ese período tuvimos que atravesar fechas como el cumple de Lucía, y fue en extremo difícil. Sin embargo, de pronto, decidimos volver a poner primera y arrancar. En camino estaba Clarita, y lo debíamos hacer por Juan, que estaba jugando en el jardín cuando Lucía cayó al agua y tenía una carga psicológica intensa y que requirió de un gran tratamiento: debía superar la pérdida de una hermana y le costó mucho. Caro, la psicopedagoga, fue de una ayuda increíble para rescatar a nuestro hijo de su realidad".
Un volver a vivir y un nuevo desafío
Clara nació en febrero del 97; para Martín, jamás reemplazó a Lucía, pero ocupó su propio lugar, hermoso y vibrante de ayuda: "Uno no se recupera del todo de la muerte de un hijo, pero se acostumbra a llevar un peso. Y un día se despierta pensando que se siente bien, aunque con algo en la espalda que eso, una mochila con todo lo vivido", observa Martín. "Clarita fue un volver a vivir, una esperanza. Luego llegó Catalina, en el 2000, en un momento en donde ya estábamos más acomodados en lo psicológico. Después de tantas cosas duras, uno tiene miedo a que le vuelva pasar algo raro y difícil, pero el tiempo transcurría y todo fluía bien".
Sin embargo, en la vida del matrimonio Posleman, otro desafío aguardaba. Una nueva hija, Violeta, llegó al mundo en el año 2003, en un parto complejo e inducido, luego de que Gloria le rogara al médico que la sacaran, ya que creía que algo no estaba bien. Este, por fortuna, creyó en la intuición de madre y ordenó el procedimiento.
La niña nació con un problema de corazón grave y, una vez más, arribó el miedo. Llegaron al servicio de neonatología de la Trinidad de Palermo en donde, a pesar de su angustia, se sintieron contenidos por un equipo increíble. Con una beba de cinco días y una operación de corazón necesaria, para el matrimonio el panorama era desolador, en especial por la incertidumbre. "El mismo día que llegamos, el equipo de cardiólogos nos reunió para explicarnos el problema de Viole. Nos dijeron que había nacido sin el ventrículo derecho, que mezclaba sangre y otra serie de cosas. Había algunas opciones: desde esperar que se desarrollara solo, hasta un trasplante de corazón. Y que, entre medio, las posibilidades se iban a ir dando a medida que Violeta creciera. Tener una mínima explicación nos dio una cierta tranquilidad".
Violeta luchó, y la familia y los amigos apoyaron desde lo anímico y lo económico. Fueron tiempos que les recordaron a Lucía, y los sinsabores del pasado. Pero la pequeña Viole ganó la batalla, y bajo muchos cuidados, pudo conocer su hogar. A los seis meses llegó la primera gran operación, a corazón abierto, en donde se determinó que el ventrículo no iba a desarrollarse y que había que acomodar su circulación. Otra batalla para Viole, que superó luego de cinco horas de intervención. Tres años más tarde, llegó la segunda cirugía de siete horas para que pudiera acomodar su corazón a su nueva realidad. "Se fue recuperando, comenzó a vivir bien, y el ritmo de la familia, de a poco, se restableció", cuenta Martín conmovido.
El sentido de la vida
Hoy Juan Martín Posleman, un hombre que había estado destinado a morir, vive feliz. Aprendió a valorar todo lo que tiene, porque sabe que no es posible tener el dominio sobre nada: lo que hoy está, mañana puede que no. Al repasar su vida - desde la terrible explosión, la pérdida de Lucía, y los días agonizantes junto a Violeta-, el hombre confiesa que le tocó atravesar instancias en donde solo le cabía el puro interrogante: ¿Por qué tanto dolor acumulado primero en una persona, y luego en un matrimonio?
"Trabajé mucho en el porqué de todo con ayuda de amigos, familia y terapeutas", asegura. "Lo hice para tratar de entender y poder, finalmente, vivir una vida plena, divertirme, disfrutar e intentar ser muy feliz a pesar de todo. En ese camino del entendimiento, logré encontrar un sentido, descubrir que tenemos una misión y, la mía, siento que es ayudar a los demás. Mi experiencia me hizo fuerte, una fortaleza que da esperanza a los otros, que exclama que sí se puede, con confianza, desarrollando vínculos firmes, con fe. Siento que mi talento es sobrellevar con felicidad y coraje situaciones duras", continúa.
"Recuerdo, por ejemplo, un día que estábamos con Viole, ya más grande, en la sala de espera de Claudia, la cardióloga. En el lugar había una chica con un bebé en brazos, muy afligida que, al preguntarle, me contó que tenía la misma cardiopatía que nuestra hija. Entonces le presenté a Violeta, que estaba corriendo y jugando, y a la chica se le iluminaron los ojos. Más tarde la médica nos preguntó qué le habíamos dicho, porque había entrado a la consulta con otro semblante, esperanzada: ahora sentía que había futuro en su beba. Ese es el sentido: transmitir, ayudar, asegurar que sí se puede ser feliz. Con el apoyo de mi mujer, mis hijos y todos mis afectos, y habiendo comprendido mi misión, hoy bailo y río; lo hago con una mochila, sí, pero soy feliz", concluye emocionado.
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