Sobre la imaginación en la primavera
La primavera es la época de las flores nuevas y de las clientas nuevas. Ellas empiezan a llamar a principios de septiembre con tímidas consultas, tanteos. Cuando lo hacen, la mayoría de las veces es evidente que ya llamaron a otros pileteros, o que van a hacerlo. Se nota cuando uno no es el primero porque ellas ya manejan bien la jerga. Hablan de "productos" en vez de "cloro". Y de "mantenimiento" en vez de "limpieza". A veces, en esas conversaciones, me gusta introducir algún término nuevo, inventado, para que cuando llamen al siguiente piletero lo usen y tengan que dar explicaciones de algo que no existe. Una pequeña maldad.
Si les gusta mi voz, o mis precios, al tiempo vuelven a llamar y dejan de ser clientas potenciales para convertirse en clientas de hecho. Como siempre intento no tener que ir a ver las piletas antes del primer trabajo, nunca sé con exactitud lo que voy a encontrarme cuando llegue, ni si mi presupuesto resultará acorde a lo que imaginé por teléfono. La gente miente sobre muchas cosas en su vida, y también sobre sus piletas.
Mi clienta de hoy vive en un barrio cerrado pequeño, de unas pocas casas. Es uno de los barrios que hay en mi zona de influencia, pero nunca me tocó entrar o, si lo hice, nunca presté demasiada atención. Lo imagino como un barrio de casas tradicionales, con techos de tejas a dos aguas, arcos de medio punto en puertas y ventanas de madera, enredaderas en alguna pared, galerías de parra, de glicinas. Casas que siempre quedan bien en terrenos chicos. Sin embargo llego y encuentro una casa racionalista. Hormigón, vidrio y metal. La ventana de la cocina, separada de la pared como si fuera el pliegue de una nave espacial, es ideal para golpear con los hombros al pasar, de ida y de vuelta en el paso hacia la pileta.
Cuando mi nueva clienta llamó no imaginaba nada de todo esto. Más bien la imaginaba, a ella, en una casa estilo colonial-moderno y con jazmines raleados trepando por las paredes. Pasto alto y pileta descuidada. Es que por teléfono ella hablaba con desgano, como cansada, y casi siempre los que hablan así no son grandes cuidadores de las formas, como se ve todo por acá, ahora que lo puedo ver.
Salvo la pileta, que es, en efecto, un gran grano descuidado en medio del perfecto jardín, todo lo demás está en el lugar correcto. Me hace acordar a mi cliente químico, también dueño de una casa-nave-espacial y de una pileta invariablemente verde y llena de sarro. Pero entonces, a mitad de mi ardua limpieza, mi clienta nueva sale a la galería con una bandeja en una mano y unos cajones de cerveza (vacíos) en la otra. Coloca un cajón en el piso y lo usa de mesa para la bandeja, dejando el otro cajón como silla, donde se sienta y empieza a comer.
-¿Querés comer algo, tomar algo?
Agradezco, pero digo que no.
-Mirá que tengo cerveza-insiste.
Vuelvo a resistirme, aunque ya sin tanta fuerza.
-La hago yo, la cerveza. Esperá que te traigo.
Cuando vuelve con tres botellitas (las tres variedades que produce) ya no sé si va a ser una buena clienta, si me va a pagar con cerveza o si son las primeras señales de un cambio de rubro. Es inútil imaginar. Todo es nuevo en primavera. Y la imaginación, aún en sus mejores momentos, trabaja siempre sobre lo que ya es viejo.