Sobre Gilmore Girls, o cómo una serie habla de lo que nos pasa
Cada vez que sale una serie con tres o cuatro personajes femeninos, inmediatamente la comparan con Sex and The City. Como Los Soprano es la serie madre de mafiosos, Friends la de los amigos, o Beverly Hills 90210 la de adolescentes en el secundario, se supone que Sex and The City llevó el universo femenino a la televisión por primera vez. Debo decir que a mí, como mujer, nada me contó menos que Sex and The City. Un comercial de desinfectante o de shampoo tiene más que ver conmigo que esa serie. Y no porque yo no sea rica ni fabulosa, sino porque Sex and The City tiene menos que ver con las mujeres que con lo que piensan los hombres que somos. Son nuestros deseos y miedos vistos a través del ojo masculino. Si hubiera que buscar una serie que nos cuente a nosotras, supongo que sería Gilmore Girls y no las chicas de la isla.
La historia de Sex and The City es conocida. Cuatro solteras lindas y exitosas viven en Nueva York e intentan encaminar sus fallidas vidas amorosas. Miranda es la abogada agresiva y masculina. Samantha es la bomba sexual liberada. Charlotte es la romántica pudorosa de clase alta que sueña con formar una familia. Y Carrie es la chica urbana y moderna que todas quieren ser y la que lleva la voz del programa. Hay una de cada modelo, como las muñecas, aunque las cuatro son neuróticas, están sobreexigidas con la moda (andan de tutú y stilettos por el Central Park) y no dan pie con bola en el amor.
La subestimada Gilmore Girls, en cambio, cuenta la historia de tres mujeres en un pueblo, Stars Hollow. Emily es la abuela de alta sociedad, conservadora y mordaz, casada hace cincuenta años y dedicada a la vida social pueblerina. Su hija, Lorelai, es una madre soltera y emprendedora que se fue de casa embarazada a los diecisiete años. Y Rory es la nieta adolescente: una estudiante brillante que sueña con ir a Harvard y ser periodista. Lejos del cliché de la treintañera rebelde que reniega de sus padres, Lorelai es independiente, fuerte y responsable. Es dueña del hotel del pueblo, y si bien tiene una relación conflictiva con su madre, no hay escenas remanidas de peleas y reconciliación con largos monólogos familiares contaminados de llanto con moco. Lorelai y Emily mantienen una guerra fría minada de sarcasmo desde hace veinte años, porque la creadora conoce las costuras de las relaciones madre e hija y sabe que lo importante entre nosotras no es lo que se dice a los gritos, sino lo que se calla a la hora de la cena. Con su hija adolescente, en cambio, Lorelai se lleva de maravillas. Toman café, van de paseo y tienen charlas divertidas. Y no por tener una relación funcional son idiotas o mojigatas. Al contrario. Rory y Lorelai son pícaras. Una de las mejores cosas de Gilmore Girls son los diálogos, pura intimidad y verborragia. Si existiera una forma de hablar que nos represente como género, créanme que sería ésa y no el cotorrerío plástico lleno de lugares comunes de Carrie, Samantha, Miranda y Charlotte en un bar.
Mientras en Sex and the City la trama esta construida alrededor de la vida amorosa de sus protagonistas, en Gilmore Girls el eje es la relación de esas mujeres con otras. En la primera, los conflictos hacen pie en la soltería, el sexo y la soledad. En la segunda, en el amor, la familia y el rol que ocupamos las mujeres en la sociedad. Gilmore Girls abre preguntas: ¿cómo cambió el lugar de la mujer en tres generaciones?, ¿qué sueños tienen nuestras madres y cuáles nuestras hijas? Sex and the City es un sistema de sentencias: “A las mujeres nos gustan los hombres malos”; “a las mujeres nos fascinan los zapatos”; “para ser exitosa y millonaria hay que ser un poco masculina”.
Carrie, Samantha, Charlotte y Miranda construyen su autoestima, valor e identidad a través del amor, la atención y el lugar que los hombres les dan en sus vidas. Son y existen en tanto los hombres las desean o no, las blanquean o no, las llaman o no, les proponen casamiento o no. En algunos episodios hay alguna línea laboral o sobre la amistad, pero siempre es un relato secundario. No conozco las ambiciones de carrera de Miranda, ningún trauma infantil de Carrie, o conflicto familiar de Samantha que no esté atravesado por la mirada de un hombre. Casarse, ser amadas, tener mejor sexo, ser más lindas o vengarse de un ex son los argumentos más comunes del programa. Ninguna de las chicas de Manhattan tiene padres, hermanos, hijos, familias, y cuando por fin aparece una jefa fuerte y fabulosa, en la escena número dos, la hacen contar entre lágrimas que sale con un hombre casado.
En Gilmore Girls las relaciones con los hombres son más profundas y complejas y se alejan del cliché. El padre de Rory y novio adolescente de Lorelai no es un imbécil ni un mal padre. Ella tampoco está ni estuvo enamorada de él en ningún momento, sino que tiene una relación histérica y coqueta con el dueño del bar en el que toma café: un tipo hosco y adorable que no sabe cómo decirle que la quiere. A diferencia de Big con Carrie, Luke no es malo ni esquivo, ni la maltrata, sólo le cuesta acercarse. Rory tampoco es el estereotipo de hija de madre soltera liberal. Tiene tres líneas románticas que van cambiando porque la serie es sobre ella y no sobre su historia de amor: el novio buenazo de toda la vida, el sobrino torturado y un universitario de clase alta cuya familia la cuestiona y la esnobea.
Sex and the City, además, es una serie absolutamente aspiracional. Y como todo lo aspiracional, es lejano y frío. Mientras Gilmore Girls habla de lo que nos pasa, Sex and the City cuenta lo que supuestamente queremos pero nunca nos va a pasar: dónde soñamos vivir, los zapatos que adoraríamos tener, los hombres guapos que nos gustaría amar, las fiestas a las que no nos invitan. Hay algunos temas que empiezan a aparecer y son novedosos en televisión, como el aborto, la masturbación, la experimentación sexual... Pero las protagonistas son una cifra de las mujeres y no personas específicas. Gilmore Girls, en cambio, es más verdadera. No cuenta lo que creen los hombres que deseamos, sino lo que somos en el sillón de casa, cuando nadie nos mira. Es como si Sex and the City fueran las mujeres que vemos en las revistas y Gilmore Girls las que las hojean en la sala de espera del dentista. Una está escrita desde la generalidad; la otra, desde la particularidad. Una habla de las mujeres y la otra de unas mujeres específicas. Las preocupaciones de Lorelai son sacar su empresa adelante, pagar la hipoteca, que su hija no sufra, quitarse de encima la sombra de su madre y, por supuesto, enamorarse. Las de Carrie, que Big la ame, que Big la ame y que Big la ame. Y mientras espera que la ame, compra zapatos y se distrae, porque es lo que hacemos las mujeres cuando un hombre no nos registra. ¿O no?
Si bien fue Girls la serie que llegó para responder o negar Sex and the City (unas son lindas y exitosas en Manhattan, ellas son raras y fracasadas en Brooklyn), desde hace años Gilmore Girls nos cuenta desde un pueblito imaginario y pasa inadvertida. Puedo decir que es la primera serie que habló sobre mí en la televisión. No porque sus protagonistas se vistan mal o usen zapatillas. A mí nunca me va a interesar una serie sobre mujeres que intentan que los hombres las quieran, sino cómo esas mujeres se quieren a ellas mismas.