Un oficial argentino fotografía el hundimiento del crucero General Belgrano y entrega las fotos a su superior. Cómo después esas imágenes fueron primicia del New York Times, cuando aún acá no se conocía la noticia, fue un secreto militar que esta investigación descubre por primera vez
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Un enorme animal prehistórico agonizante y silencioso, ése era el aspecto del crucero General Belgrano en aquellas fotos borrosas tomadas momentos antes de que se fuera a pique. Cuando las proyectaron, nuestra reacción fue la sorpresa y el silencio. Nadie sabía que esas imágenes existían. Ni quién las había tomado. Las vimos por primera vez la tarde del 8 de mayo de 1982, en la antigua redacción del diario The New York Times, a pasos de Times Square. Seis días antes, dos torpedos disparados por el submarino británico Conqueror habían condenado al Belgrano a su último destino, un valle montañoso en el oscuro abismo marino que se extiende más allá de la plataforma continental, a cuatro mil metros de profundidad.
El azar y la generosidad de un colega norteamericano me permitieron estar ese día en la redacción del Times y ser testigo de una de las trágicas primicias de la Guerra de Malvinas: la foto de la catástrofe que más vidas costó en el conflicto. Al día siguiente, la imagen del barco, escorado a babor, con la proa amputada por el primer torpedo, los cañones inútiles apuntando al cielo, convertido en el ataúd de centenares de marinos, fue la noticia dominante en los periódicos y las pantallas de todo el mundo, y quedó para siempre como una cicatriz en la memoria de los argentinos.
Un diálogo al pasar, mientras se diseñaba la portada histórica, fue la primera señal de que algo no encajaba en aquellas fotos. Todo indicaba que eran auténticas, pero no había manera de confirmarlo, ni con quién. Mostrar en medio de una guerra inconclusa el documento de un ataque que había costado 323 vidas resultaba demoledor para el gobierno militar, para quienes todavía combatían en las islas y para millones de argentinos esperanzados con la causa de Malvinas. La decisión final del diario fue que la foto llevara sólo el crédito de Gamma, la agencia que la había vendido. Pero no habría mención alguna del fotógrafo. Vista en perspectiva, resultó una medida premonitoria: cuando las rotativas empezaron a imprimir la edición del domingo 9 de mayo, ya circulaba en la redacción el rumor de que las fotos habían sido obtenidas mediante el pago de un soborno de varios miles de dólares. El rumor mencionaba a un oficial de la Armada como el supuesto destinatario del dinero. En las antípodas de las trincheras, un nuevo escándalo se ponía en marcha.
Llamé a Buenos Aires para alertar al director de la revista Siete Días, de la cual era corresponsal, y su respuesta me recordó de inmediato el clima de temor, censura y paranoia extendida en que se ejercía el periodismo bajo el gobierno militar, situación que se había agudizado con el conflicto. Escuchó la historia y pidió dos o tres precisiones sobre la foto del Belgrano. Después lanzó la pregunta: “¿Vos también vas a colaborar con el servicio de inteligencia inglés?”. Era el típico caso de argumentación precoz: la noticia no podía ser otra cosa que una operación del enemigo, un montaje con el que la prensa norteamericana hacía su aporte a la Task Force. El origen espurio de las fotos era, según él, la confirmación de que se trataba de un caso de fotos fraguadas. Fin de la conversación.
Las tres llamadas que recibí más tarde fueron, en ese orden, de la Secretaría de Información Pública de la Presidencia, de la Misión Argentina ante las Naciones Unidas y de la embajada en Washington. Las consultas, que parecían calcadas, revelaban el nerviosismo del gobierno por el impacto que tendría la noticia, pero también exponían una enorme ingenuidad. ¿Existe alguna posibilidad de que The New York Times acepte postergar la publicación de esas fotos?
La hermandad del mar
El teniente de fragata Martín Sgut sintió rabia al ver las fotos del Belgrano en la tapa de La Nación. En realidad, era rabia y humillación lo que sentía. Eso fue lo que le confesó a su familia.
El 2 de mayo, a las 16.01, cuando el primer torpedo del submarino Conqueror impactó en el crucero y arrancó de la estructura del barco más de quince metros de proa, el teniente Sgut subió como pudo hasta la cubierta, entre el humo, las explosiones y los gritos. La cubierta parecía un campo de batalla por el que deambulaban sin rumbo los heridos. En el momento en que escuchó la orden de abandonar el barco, Sgut reconoció entre los caídos al cabo Escobar, que yacía inmóvil, con quemaduras graves. Bajó entonces otra vez a la cabina, se puso un anorak y tomó una manta para abrigar a Escobar.
Sgut quedó al mando de una balsa salvavidas ocupada por cinco hombres moribundos y otros seis con golpes menores y quemaduras. Acomodó a su lado a Escobar para evitar que se durmiera y, al hacerlo, sintió el bulto de la cámara de 35 milímetros en uno de los bolsillos. El peso de Escobar le impedía moverse, pero alzó la cámara como pudo y tomó las primeras fotos del crucero. Observó como, a unas 150 yardas de distancia, el barco se balanceaba sobre las olas enormes y oscuras mientras seguía escorándose entre las balsas de color naranja. Sgut alcanzó a ver cómo algunas de las balsas, empujadas por el viento, se estrellaban contra las planchas de acero del Belgrano y se desgarraban.
Volvió a tomar la cámara y esta vez alcanzó a distinguir en el visor la pequeña silueta de dos hombres de pie sobre la cubierta. Días más tarde, al ser rescatado, supo que se trataba del comandante del Belgrano, el capitán de navío Héctor Bonzo, y de un suboficial de apellido Barrionuevo. El suboficial había recibido una orden extraña: saltar al mar con Bonzo si éste se resistía a abandonar el barco. No fue necesario. Cristina, la esposa de Sgut, recuerda, aún hoy, las palabras exactas con las que su esposo describió la escena: "Bonzo fue el último, se zambulló de palomita".
El Belgrano se hundió a las cinco de la tarde, una hora después de ser alcanzado por los torpedos. La larga noche de espera sobre las balsas, para muchos, no fue otra cosa que una forma diferente de encontrar la muerte. El teniente Sgut ejerció el mando en la balsa con el rigor que imponían las circunstancias. A falta de morfina, se propuso aliviar al cabo Escobar haciéndole ingerir una pasta que improvisó moliendo los analgésicos que había en la balsa. Pero fue inútil. Escobar dejó de respirar a la madrugada. También ordenó a sus hombres orinar sobre las cantimploras para poder descongelar el agua potable. Cada tanto, estiraba la pierna y golpeaba con la bota al conscripto Chaparro para que no se durmiera. En medio de la oscuridad, cuando la fuerza de las olas empezó a desgarrar las balsas, golpeándolas y encimándolas unas contra otras, tomó la decisión más difícil: cortó las cuerdas que las mantenían unidas y las liberó a su suerte.
Al desembarcar en el puerto de Ushuaia junto con otros sobrevivientes, Sgut tanteó en el bolsillo del anorak para saber si la cámara seguía allí. Estaba sana y al parecer, seca. Era un modesto milagro después de la odisea en la balsa en uno de los mares más hostiles del mundo. No se separó de ella hasta llegar a la base naval de Puerto Belgrano, donde se la entregó en mano a su superior, el comandante Héctor Bonzo. El teniente Sgut no sabía, no podía saberlo, cómo las imágenes que había tomado le cambiarían la vida para siempre. El comandante Bonzo pidió revelar el rollo en la mayor confidencialidad y lo dejó en custodia de técnicos del Servicio de Inteligencia Naval. Se trataba, después de todo, de material sensible tanto en el plano militar como en el de la acción psicológica.
La primicia de The New York Times, seis días después del hundimiento del Belgrano, había disparado toda clase de recriminaciones dentro de la Armada. La Junta de Comandantes pidió que se investigara el episodio como lo que era, la violación de un secreto militar y una burla a las Fuerzas Armadas.
El orgullo herido del teniente y la falta de una respuesta oficial lo impulsaron a hacer su propia pesquisa. Contrató un estudio de abogados en Nueva York, en 1984, e inició acciones legales por 2.750.000 dólares contra The New York Times, Newsweek, Associated Press y la agencia Gamma-Liasson. Un año antes, The Best of Photojournalism, uno de los referentes mundiales de la fotografía periodística, había dedicado las dos primeras páginas del catálogo a la foto del Belgrano. El crédito de la foto era una sola palabra: anonymous.
Al ser interrogado por el juez, en una corte de Nueva York, el teniente aclaró que había cumplido con el deber moral al entregar el rollo a sus superiores, pero se había sentido burlado al reconocer sus fotos en los diarios argentinos. "Hice las tomas con una cámara de aficionado y son el único documento que tenemos del hundimiento. Mis superiores me devolvieron los negativos, es cierto, pero nunca aceptaron hablar de lo sucedido", le explicó al juez.
En su declaración, afirmó que no tenía ningún interés económico en las fotos. El juez debe de haberle creído. Falló a su favor, pero por una suma de 20.000 dólares y le reconoció sus derechos como autor de las fotos. Cristina, la esposa, recuerda muy bien qué pasó con el dinero. "Diez mil dólares fueron para los abogados, tres mil para gastos y con los siete mil restantes compramos un Taunus de segunda mano", dice. Desde el juicio, todo lo que se recauda por los derechos de publicación de las fotos es donado por la familia a la Asociación de Amigos del Crucero General Belgrano".
La Armada, sacudida por el escándalo en pleno conflicto bélico, ordenó investigar el affaire hasta dar con el responsable. El capitán de corbeta José Garimaldi fue juzgado, encontrado culpable y dado de baja por haber duplicado los negativos de las fotos y haberlos vendido sin autorización. Murió en 1994.
El capitán de fragata Martín F. Sgut falleció el 4 de enero de 2010. Fue, obligado por las circunstancias, tal vez el mejor corresponsal de guerra que haya tenido la marina en sus filas.
Esta nota fue originalmente publicada el 2 de abril de 2012
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