Frente a la elaboración industrial de comida, concentrada en una decena de empresas que establecen qué consumimos y cuánto pagamos por ello, una revolución hasta ahora silenciosa empieza a levantar la voz: la de la soberanía alimentaria. Un camino para recuperar la producción local, devolverle el poder nutritivo a los alimentos y, por qué no, combatir el hambre.
Por Roly Villani / Ilustraciones Patricio Silberberg
La primera vez que se habló de soberanía alimentaria en foros internacionales fue en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación, organizada por las Naciones Unidas en Roma en 1996. Miryam Gorban es una de las pocas argentinas que estuvo ahí. “Yo estaba en la Federación de Graduados de Nutrición y me dije: me voy a pasear por Roma”. También estaban el Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel y la entonces titular del gremio docente Marta Maffei. Pero la cosa no fue un paseo. “Participó el Papa Juan Pablo II y Fidel Castro cerró el evento –recuerda Gorban–. Todos coincidieron en que el problema del hambre no era un problema de disponibilidad de alimentos, sino un problema de distribución”. La FAO (órgano de la ONU para la alimentación) prometió en esa ocasión “un esfuerzo constante para erradicar el hambre en todos los países, con el objetivo inmediato de reducir el número de personas desnutridas a la mitad de su nivel actual no más tarde del año 2015”. Puede fallar, decía Tu Sam. El objetivo no se cumplió, pero esa reunión en Roma dejó asentado para siempre el concepto de soberanía alimentaria.
Fue el movimiento La Vía Campesina, que nuclea a organizaciones de productores rurales de todo el mundo, quien en ese entonces lo puso sobre la mesa. La idea venía a polemizar con otros dos criterios (¿eufemismos?) que se usan para hablar del hambre como Derecho a la Alimentación –consignada en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre como un deber de los Estados– y Seguridad Alimentaria, surgida en los años 70 con eje en el acceso a una buena alimentación. El planteo de la soberanía alimentaria viene a ser un concepto superador: implica prácticamente un programa de acción contra el hambre, porque supone la facultad de cada pueblo para definir sus propias políticas agrarias y alimentarias. Es decir, convoca a una transformación en la distribución de los recursos y centra su interés en la toma de decisiones conscientes por parte de los pueblos: qué se come, cómo se lo produce y cómo se lo distribuye.
“Me costó mucho aceptar la idea de soberanía alimentaria, era toda una novedad”, recuerda Gorban. En esa cumbre se habló también del “principio de precaución”, porque el paquete tecnológico con el que la industria comenzaba a cerrar el círculo de la producción masiva de alimentos era incipiente. “Veintiún años después, ya no hablamos de precaución: los hechos demostraron que lamentablemente teníamos razón, y que el empobrecimiento nutricional y cultural que significan los alimentos altamente industrializados enriquecen el concepto de soberanía alimentaria”, reflexiona Gorban, quien actualmente dirige la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria en la carrera de Nutrición de la Facultad de Medicina de la UBA. Esa cátedra (a la que puede asistir cualquier interesado, sin importar sus estudios previos) se reprodujo con visiones complementarias en distintas universidades de todo el país, en lo que puede pensarse como un indicador de la creciente importancia social y académica que tiene la temática y lo urgente de aplicar los conocimientos a la mejora de los alimentos antes que a la mejora del negocio del alimento.
Los dueños del hambre
“La concentración de los recursos, la producción, distribución, transformación y exportación de los bienes generados dio lugar a sociedades cada vez más desiguales”, dice un documento elaborado por Carlos Carballo González, colega de Gorban y responsable de la Cátedra de Soberanía Alimentaria de la Facultad de Agronomía de la UBA. Es notorio el desplazamiento de los productos frescos por otros, cada vez con mayor grado de industrialización o procesamiento, consecuencia lógica de las transformaciones laborales, de género y de hábitos, que fueron modificando los roles productivos y reproductivos, las maneras de vivir y de comer de la sociedad”.
Hay una parte que no se ve y está en el origen de todo: la mitad del mercado mundial de semillas es controlado por apenas tres empresas. Las dos primeras son norteamericanas: Monsanto y DuPont Pioneer, y la tercera es suiza: Syngenta. El tantas veces mencionado “paquete tecnológico” supone una dependencia creciente de los agricultores de esos proveedores de semillas. Simple: la misma empresa también les vende el herbicida y los fertilizantes a un ritmo de endeudamiento feroz.
A esto se suma que la industria alimentaria es una de las más concentradas del mundo. Diez empresas dominan el mercado y orientan la oferta, lo que significa que establecen lo que comemos y cuánto pagamos por ello. A escala nacional, la cuestión se complica más: en panificación industrial, las fusionadas Bimbo y Fargo concentran el 79% de lo que se consume. En bebidas gaseosas, Coca Cola y Pepsi se reparten el 84% del mercado. En el caso de galletitas saladas, dos compañías manejan el 77%: Kraft con el 41%, y Danone y Arcor con el 36%. Pero no solo la elaboración está en unas pocas manos: de acuerdo con la Federación Argentina de Empleados de Comercio y Servicios (FAECyS), las siete mayores empresas del rubro supermercados (Carrefour, Cencosud, Coto, La Anónima, Nexus Partners, Walmart y Casino) venden el 58% de los alimentos y bebidas que se consumen en Argentina. Esto significa que cada vez que un consumidor sale de uno de estos supermercados, lleva en su bolsa los productos de dos o tres empresas, aunque haya comprado docenas de productos distintos.
La mayor concentración de la cadena comercial se produjo en los años 90, con el desembarco de las cadenas, que fueron desplazando al almacén de barrio. El público saludó esta modernización; eran épocas en que se hablaba de desregulación y privatizaciones: la intervención estatal estaba mal vista por la sociedad. Pero el tiempo puso en duda también la certeza privatista. Una encuesta de la consultora, dicen, realizada en mayo de este año en la provincia de Buenos Aires, testimonia que el 81% de los consultados está de acuerdo con que el Estado intervenga en la economía para garantizar un precio accesible de los alimentos.
Los promotores de la soberanía alimentaria coinciden: “La mayor barrera para el acceso a los alimentos está en la comercialización y es ahí donde el Estado debe intervenir”, dice Osvaldo González, ingeniero agrónomo y asesor de la Federación de Organizaciones Nucleadas de la Agricultura Familiar (FoNAF), asociación que nuclea a unas 180.000 familias de productores rurales pequeños y medianos en todo el país. “El programa Precios Cuidados era una buena idea, pero insuficiente: no alcanza con el control, es fundamental una fuerte intervención estatal para democratizar la oferta de alimentos –insiste González–. Si aceptamos que haya una aerolínea de bandera o que el Estado intervenga a través de YPF en el mercado energético, ¿cómo no va a ser importante que intervenga en el mercado de los alimentos?”.
En la FoNAF hay varias ideas dando vueltas al respecto: “Planteamos un modelo de comercialización público-privado inspirado en YPF, donde el Estado es proveedor y la venta al público corre por cuenta de asociados locales”, se explaya González. De esta manera, dice, los comercios al público tendrían una fuerte impronta regional –a diferencia de la homogeneización que plantean las grandes cadenas– y podrían vender el producto de los pequeños productores de la zona. “No creemos que este esquema excluya a las empresas internacionales, solo queremos que la acción estatal eleve el nivel de calidad y cantidad de oferta, algo que redundaría en el precio de los alimentos”, dice. Sin embargo, sus palabras parecen el aliento de David frente a un Goliat que grita una y otra vez el eslogan de que el sistema de agricultura familiar y de producción sustentable es incapaz de abastecer las bocas del mundo.
El sueno agroecológico
Hablar del año 2050 se convirtió casi en un lugar común. La FAO y las principales empresas de la industria alimentaria aseguran que para entonces habrá 9.600 millones de seres humanos en el planeta (hoy somos 7.000 millones), y que para esa cantidad de habitantes no va a alcanzar la tierra cultivable. De modo que no hay otra opción que meterle fertilizantes al suelo, y promotores de crecimiento a los animales.
“Si el esquema productivo es el de las tierras ocupadas por granos para alimentar animales encerrados en corrales y una dieta monolítica global, es cierto que se necesitarán cantidades crecientes de agroquímicos –dice Soledad Barruti, autora del libro Malcomidos, que ya va por la undécima edición–, pero sucede que este modelo hoy no funciona, es decir que sacan conclusiones sobre la hipótesis errada de la megaproduccción de una sola especie en todo el planeta, que empobrece la dieta e hipoteca la diversidad”.
La ineficiencia del actual sistema agroalimentario es tal que un tercio del alimento que se produce se tira. Es decir, no se produce lo que se necesita, sino que la lógica del negocio equipara al alimento con cualquier producto masivo. “Pero hay otro modelo, el de la agroecología, que rescata la producción a escala humana, que reivindica las dietas locales con productos vinculados a una tierra, una cultura y un clima. Eso es gigante como propuesta: en lugar de centrarse en una sola especie de cultivo para cualquier ambiente, respeta la agrodiversidad y potencia la productividad de cada territorio”, remata Barruti.
La investigación Hambrientos de Tierra, de la organización internacional Grain, indica que más del 90% de los agricultores del mundo es campesino e indígena, pero controla menos de un cuarto de la tierra cultivable mundial. Y, con esa poca tierra, produce cerca del 75% de la alimentación. En promedio, las granjas de los campesinos tienen 2,2 hectáreas. El cultivo a pequeña escala se revela como más resistente a los cambios climáticos drásticos y capea mejor los temporales que los cultivos industriales a gran escala.
Hasta hace unos años, hablar de agroecología sonaba a utopía medio hippona, a planteo delirante. Y sus detractores lo siguen viendo así. Sin embargo, en Argentina no hay una ni dos granjas agroecológicas, sino varias decenas de emprendimientos dispares, tanto en campos chicos como medianos y grandes. En todos los casos se verifica la misma tendencia: la productividad de la tierra es mayor sin agroquímicos que con ellos. (Ver recuadro “La experiencia de Guaminí).
Pero la respuesta al modelo agroindustrial no se agota en las experiencias agroecológicas, por exitosas que sean. Miles de pequeños y medianos productores (englobados ahora en la categoría de Agricultura Familiar, por influencia del movimiento agrario brasileño) se muestran muy receptivos a los programas de eliminación paulatina de agroquímicos. “Lo que necesitamos es que entre en vigencia la Ley Nacional de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar, que fue votada y promulgada, pero está cajoneada y el actual Gobierno no le asigna presupuesto”, dice Andrés Lazo, pequeño productor de Villa Elisa, Entre Ríos.
Lazo tiene una chacra de cuatro hectáreas con una producción diversificada: frutales, zapallos, verdura de hoja cuando se puede, algunas gallinas, algún cerdo. A diferencia de él, muchos de sus vecinos se engancharon en la producción de pollos para las grandes empresas del rubro. Se lo llama “integraciones”: la empresa provee los pollitos bebés y el alimento, y los granjeros deben cuidarlos (y pagar la electricidad, que funciona sin parar). Sacan $5 por cada pollo, de manera que para que la tarea rinda, el emprendimiento más chico debe ser de 40.000 pollos. Es un esquema expulsivo para el pequeño chacarero. “Las integraciones son privilegiadas por las leyes actuales. Si tenés poca cantidad de tierras, te quedás afuera”, dice. Por eso, reclama que se le asigne presupuesto a la ley de Agricultura Familiar.
Con apenas el 17% de las tierras productivas disponibles, la Agricultura Familiar produce cerca del 70% del alimento diario de los argentinos. Por ese motivo, la ley promulgada en 2015 –impulsada en conjunto por las organizaciones campesinas como FoNAF o el Movimiento Nacional Campesino Indígena junto con distintas instancias oficiales– entiende que es fundamental facilitar el acceso a la tierra de este sector y suspende por tres años los desalojos de campesinos y promueve la creación de un Banco de Tierras, además de los subsidios directos a los “procesos productivos que preserven la base ecosistémica de sus respectivos territorios”.
“Estoy rodeado”, se lamenta Lazo. Su pequeña parcela está a merced de sus vecinos. “Hace 10 años sembré nuez pecán y un vecino que tiene arrocera fumigó y las derivas me quemaron las 200 plantas”. Lo mismo le pasó tiempo después con las abejas muertas por el glifosato de otro vecino sojero. “En ese momento, hubiera necesitado al Estado más presente”, dice. Eran nueces y miel que hubieran ido a parar al mercado interno.
Lazo es, además, vicepresidente de la FoNAF y titular de la Unión de Trabajadores y Productores Independientes, conformada por 19 personas, cuyos oficios son una síntesis de la diversidad del sector: hay granjeros como Lazo, hay productores medianos que manejan una escala de negocio muy por encima del autocultivo, hay pescadores artesanales, apicultores y tamberos.
En 2015 se inscribieron en el Registro Nacional de la Agricultura Familiar más de 100.000 núcleos, lo que supone un promedio de 400.000 personas. Entre ellos hay quienes utilizan agroquímicos y quienes no, hay quienes fomentan la diversidad y quienes se suman a las distintas propuestas de la asociación con empresas grandes. En cualquier caso, la perspectiva de que el Estado se acerque a ellos es anterior a cualquier instancia de direccionamiento de la mejora en la oferta de alimentos.
Una trinchera en cada cacerola
La explosión de canales de Youtube con cocineros de todo tipo, los platos preparados en segundos en Instagram o los infinitos blogs de recetas y secretos culinarios son un buen indicador de la importancia que la sociedad le asigna hoy a la elaboración del propio alimento. Cada receta familiar que se deja de preparar es una pérdida cultural enorme. La cocina se convirtió en un acto de resistencia y de afirmación de la identidad: cocinar supone conocer los productos, sus comportamientos en las distintas cocciones, su calidad, su temporada.
M.E.S.A. es una sigla que quiere decir Menús de Estación con Sabores de Argentina y es una iniciativa de A.C.E.L.G.A., el grupo de cocineros y empresarios gastronómicos que también promueve la feria MASTICAR. “La idea es promover el consumo de productos de estación y compartir información y conocimiento sobre su origen, propiedades, calendario de cultivo y formas de cocinarlos”, explica Martín Molteni, uno de los cocineros emblemáticos de este movimiento, cuyo restaurante Pura Tierra participa en cada edición de MESA (ver recuadro “Agenda…”).
“En este proyecto se involucran los productores y estamos apostando fuerte a que se involucren también los mercados; el objetivo es que la gente pueda recuperar su raíz al alimentarse, es otra forma de sacar la gastronomía a la calle, que la gente tenga su propia opinión, que conozca. Porque si entendés, te volvés consciente, entendés que debería haber productores más cerca, que el sistema de alimentación debería ser más lógico”, remata Molteni.
Raquel Tejerina fue durante años proteccionista y la comida siempre le llamaba la atención. Por eso, meses atrás fundó junto a su hermana el restaurante Catalino. Llaman a su propuesta “cocina sincera” y se utilizan únicamente productos agroecológicos y lo que no hay se reemplaza. “Por ejemplo, no existe crema de leche agroecológica, así que no cocinamos con crema, usamos yogur o quesos cremas. Y no hay, porque para hacer crema de leche se necesita una cantidad enorme de leche, cosa que los productores chicos y agroecológicos no tienen”. Otro aspecto de la propuesta es que son muy cuidadosos con el precio: “Porque no queremos reforzar la idea de que la comida de calidad es para quienes pueden pagarla”, dice Tejerina. “No soy hippie, pero este es mi pequeño cambio –refuerza–. Para mí, soberanía alimentaria es que todos podamos elegir qué comer y cómo comerlo: tener un postrecito con color de princesa o de caballero no es tener opciones; un programa de consumo de alimentos agroecológicos tendría que estar apoyado por políticas públicas”.
El concepto de soberanía es relativamente nuevo en el ideario de la humanidad: ni los griegos ni los romanos lo usaron. Tuvo su origen en el humanismo renacentista y dio base al iluminismo para polemizar con la monarquía. Porque la palabra soberanía habla del poder, define dónde reside el poder: como categoría, la soberanía alimentaria tiene una vida muy reciente, pero en sus 21 años acaba de cumplir la mayoría de edad. Como consumidores, como productores, como cocineros, como difusores: la soberanía alimentaria aparece como un ideario con múltiples trincheras para defender.
Agenda soberana
*Semana MESA: Del martes 4 al lunes 10 de julio, cada restaurante participante ofrece un menú que incluye los productos destacados. En el caso de la edición Invierno 2017, los protagonistas serán la coliflor, el kale y el quinoto.@MesaDeEstacion.
*Feria del Productor al Consumidor: Todos los segundos sábados y domingos de cada mes en el predio de la Facultad de Agronomía se instala la feria autogestiva de productores agroecológicos. Frutas y verduras, miel, cereales, productos de granja, yerba y artesanías. Av. San Martín 4453. @Feriadelproductoralconsumidorenlafauba
*Sabe La Tierra: Autodefinido como mercado de productos orgánico y sustentable, lo que nació como una pequeña feria de alimentos orgánicos en Zona Norte amplió su presencia en diversos puntos de Buenos Aires y alrededores –Tigre, San Fernando, Florida, Pilar, Belgrano, Balvanera–, y sumó charlas y actividades. sabelatierra.com
*Mercado de Bonpland: Con eje en la economía solidaria y cooperativa, ofrece alimentos agroecológicos, textiles libres de trabajo esclavo, productos de empresas recuperadas y charlas y talleres vinculados a la producción autogestiva. De martes a sábado, en Bonpland 1660. @mercadobonpland
La experiencia de Guaminí
No todos son muy conocidos y no todos tienen la misma envergadura, pero en Argentina hay decenas de ejemplos de explotaciones agroecológicas, es decir, que no usan agroquímicos. Uno de los ejemplos más recientes y poderosos es el del Municipio de Guaminí. En esta localidad bonaerense de 3.000 habitantes, casi en el límite con La Pampa, en el año 2012 se hizo un relevamiento en las escuelas rurales que confirmó que el 80% estaba sufriendo las fumigaciones de agroquímicos, incluso con los niños en horario escolar. Varios productores locales se reunieron con Marcelo Schwerdt, director de Medio Ambiente del Municipio y empezaron a plantear alternativas, en lo que sería el caso más resonante hasta el momento de cogestión público-privada de la transición hacia la agroecología. Ayudados por el ingeniero agrónomo Eduardo Cerdá, eran inicialmente ocho productores, con un total de 100 hectáreas entre todos, en las que sembraron avena, vicia, trébol rojo, sorgo y trigo sin químicos. El resultado fue tal (no solo se redujo la inversión en agroquímicos, sino que se recuperó suelo y las producciones se mantuvieron sin cambios) que el año pasado ya se le dedicaban 1.500 hectáreas a la agroecología.
Hay otros emprendimientos señeros como la chacra La Aurora, de 650 hectáreas, premiada por la FAO como una de las 52 experiencias mundiales de explotación sin agrotóxicos; la Estancia La Primavera de Pirovano, una extensión de mil hectáreas o la granja biodinámica Naturaleza Viva en Guadalupe, Santa Fe. En todos los casos se verifica la misma tendencia: la productividad de la tierra es mayor o igual sin agroquímicos que con ellos. Y los ejemplos siguen y crecen: la Renama (Red Nacional de Municipios y Comunidades que fomentan la Agroecología) cuenta actualmente con más de 500 productores asociados.
LA NACION