Jamás se había considerado un optimista, se animó a volver a empezar en un nuevo país y resultó una de las mejores decisiones de su vida...
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Aquella madrugada, veinte años atrás, Ariel despertó sobresaltado y con una única certeza: “es tiempo de irme”. Tenía veintisiete y ante él solo podía vislumbrar un futuro incierto, impregnado por una sensación de desazón total y una urgencia por seguir aquel instinto que le indicaba que su cauce continuaba por otras tierras, que debía dejar atrás los temores y tener el valor suficiente para tomar las riendas de su vida.
La decisión, tan clara en su desvelo, no fue sencilla de sobrellevar. Ante él, emergieron sentimientos fuertes en entorno, pero, aun así, Ariel sabía que no había vuelta atrás.
Antes de partir y abrumado por sus emociones, se dejó arrastrar por preocupaciones innecesarias como qué poner en la valija o si llevar paraguas o no, pequeños problemas para disimular las grandes revoluciones internas. “Y, sin embargo, el último día con los míos fue intenso e inolvidable. Por suerte, a pesar de los sentimientos encontrados, el apoyo fue pleno”, recuerda.
Israel era el destino de aquel joven que jamás se había considerado un optimista, pero que un día se animó a emprender lo que resultó ser una de las mejores decisiones que tomó en su vida.
Un nuevo hogar: “Al comienzo tuve registros muy contradictorios”
Los primeros días estuvieron signados por la euforia. Desde el momento en el que le dieron la noticia de que había sido aceptado para vivir en Israel, Ariel había experimentado la sensación de haber ingresado a un tiempo extraordinario en su vida, una impresión que lo acompañó hasta la llegada al Aeropuerto Internacional David Ben Gurion en las afueras de Tel Aviv, y que continuó mientras recorría las calles de su nuevo hogar. “Al comienzo tuve registros muy contradictorios, podía sentir que había nacido en estas tierras, pero al mismo tiempo mi andar era curioso y husmeaba cada rincón extrañado, tal como cualquier turista recién llegado. La adaptación no fue fácil. El choque cultural fue muy grande”, confiesa.
Ariel jamás había imaginado la posibilidad de que en un mismo suelo pudiera convivir tanta diversidad cultural. Quedó impactado al observar a las mujeres árabes caminar con sus velos y su paso tímido, junto a jóvenes vestidas con faldas diminutas; judíos profundamente ortodoxos conversar con musulmanes con kufiya, a chinos y etíopes, rusos y yemenitas, pan de pita y baguetes franceses, las frutas y verduras del mercado, esos olores tan diferentes, “y los taxis, los taxis Mercedes Benz”, agrega.
El joven siempre se había caracterizado por ser una persona muy hogareña, autodenominándose un verdadero gallo: “me despierto con el alba y me acuesto con las gallinas”, por lo que eligió una pequeña ciudad, Beerseba, para afianzarse en su nueva vida personal y laboral. Con casi doscientos cincuenta mil habitantes, allí encontró un espacio familiar, con aires de pueblo. “A pesar de ser la cuarta ciudad más importante de Israel, yo la siento pequeña. Tengo mucha memoria fotográfica y recuerdo a las personas que me voy cruzando por el camino; así es como terminé conociendo a casi todos”.
Costumbres y calidad de vida: “Aquí por suerte no falta nada”
Luego de superar los primeros impactos culturales, asimilar un paisaje humano fascinante y de modos sumamente heterogéneos, y habituarse -no sin inmensa pena- a conflictos bélicos, fue solo una costumbre peculiar la que con el paso del tiempo jamás dejó de llamarle la atención: “Hasta el día de hoy, no puedo dejar de sorprenderme al ver por las mañanas a las madres y padres que llevan a los chicos al colegio, o que por la tarde van al supermercado, vestir solo con pijamas. Es algo increíble, no se ponen ropa de calle en todo el día tal vez. Los ves bajar de los autos y llevan puesto ropa para dormir de todo tipo, puede ser que estén en calzoncillos y camiseta, en camisón, o el clásico pijama. Obviamente que no son todos, pero hay una gran mayoría”.
Sin embargo, y más allá de las extrañas costumbres, lo más preciado que Ariel halló en su país de adopción fue el hecho de estar ante una tierra de oportunidades. “Aquí por suerte no falta nada, excepto la paz con los vecinos. El nivel tecnológico es muy alto, al igual que la medicina y el nivel académico. La oferta laboral es bastante amplia - por supuesto para quien quiere trabajar-, la calidad de vida es muy buena y acá la gente es muy exigente. Aunque, repito, el ambiente bélico esta siempre ahí, latente, y creo que eso nos hace retroceder un poco en todo sentido. Pero este diminuto país ha obtenido más logros en sus setenta años de existencia, que otros que son siete veces más grandes, con todos los recursos naturales y con muchos más años de independencia”.
Con respecto a la calidad humana, Ariel descubrió que la diversidad étnica, religiosa y cultural, tendía a marcar así mismo diferencias en las formas de generar vínculos cercanos. Aun así, con el tiempo pudo reconocer a una sociedad, en general, muy cálida. “Nos envidian el amiguismo argentino”, resalta, “Pero acá las puertas de las casas están siempre abiertas, el ayudar al prójimo en ciertas situaciones es muy importante para los israelíes. Somos muy discutidores, pero cuando Israel nos necesita, acá dejamos las diferencias de lado y nos unimos por el bien común, esto sucede en general durante catástrofes y guerras: `todos para uno y uno para todos´, eso sí, cuando los asuntos están solucionados volvemos a agrietarnos y a seguir discutiendo”.
Regresos y aprendizajes: “La unidad nacional es lo más importante para salir adelante”
Veinte años después de vivir en Israel, Ariel confiesa que nunca pudo volver a su país natal. “Pero espero algún día lograrlo. Es muy duro no poder estar en ciertas situaciones familiares en las que uno debería estar, sean estas buenas o malas. Por suerte, y gracias a la tecnología de hoy, estoy en contacto permanente con mi familia, hace unos años era más difícil. Recuerdo bien el envío de cartas cada quince días, grabaciones en casetes y los llamados telefónicos los sábados por la tarde y a través de un teléfono público y con tarjeta; ahora todo eso se centraliza a través de Internet y suelo comunicarme una hora por día; uno puede conversar de pavadas y sentir cotidianidad sin pensar en que nos va a costar una fortuna. Sin embargo, me faltan los abrazos, pero uno nunca debe perder las esperanzas”.
Para Ariel, las dos décadas transcurridas no resultaron fáciles. Fueron años de trabajo fuerte y energía puesta en un pueblo en lucha al que siempre sintió como su tierra. Todavía hoy rememora con emoción aquella noche que lo encontró desvelado tanto tiempo atrás, una madrugada que le indicó que era hora de partir hacia un destino que lo sentía como propio; una decisión que hoy asegura que, a pesar de los altibajos, jamás se arrepintió de tomar.
Porque para Ariel, Israel no representa únicamente su hogar, sino que es su fuente constante de grandes aprendizajes. “Esta tierra me enseña cada día que la unidad nacional es lo más importante para salir adelante, que o tiramos de la soga todos para el mismo lado o se desmorona completamente lo construido con tanto esfuerzo. Asimismo, me muestra la vulnerabilidad humana: hoy podemos estar y mañana no, por eso acá aprendí que hay que tratar de vivir el momento con la mayor intensidad posible”, concluye.
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
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