Habían proyectado una vida juntos. Pero algo no salió bien. Cinco años después el destino la sorprendería con la más inesperada historia de amor.
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Se habían conocido cuando ella tenía 22 años. Venían de dos mundos distintos. La realidad era que él no tenía muchas ambiciones, provenía de una familia humilde. Analía Guerrero, por su parte, estaba estudiando Publicidad y ya en ese momento quería formar la agencia propia. Se había empecinado en que tenía que triunfar como profesional y, con ese objetivo en mente, también lo empujó a él a abrirse camino hasta que logró entrar en Unilever como asistente en comercio exterior y hacer una carrera en esa empresa.
Cuatro años estuvieron juntos, de la mano, proyectando una vida de éxito. En todo ese tiempo ella trató de enmendar su corazón herido. “Tenía heridas no cicatrizadas con respecto al dolor causado por la separación de sus padres, por las injusticias sociales que vivían seres queridos de su entorno y familias del Bajo Flores, por sentirse que de alguna manera él no pertenecía o no encajaba en esta sociedad. Yo le abrí las puertas de mi familia que lo adoptó como un hijo más y traté de sacarlo de su mundo de cólera y rechazo social. Le di todo mi amor y aceptación. Pero creo que no fue una buena idea porque, en lugar de acercarse cada vez más a mí y fundirnos los dos en uno, hice que se alejara y que me viera como una amenaza. Yo lo único que quería era que fuera feliz. Al principio no me daba cuenta pero después vi, a través de sus actitudes, que mi forma de preocuparme constantemente por hacerlo feliz lo molestaba y hasta lo ponía agresivo”.
Sin embargo, Analía se mantenía firme en sus planes. Y tenía todo mentalmente organizado para llevar la vida con la que había soñado. Incluso comenzaron a programar su boda. Se iban a casar, tal como él quería, en la Medalla Milagrosa de Flores. Pero algo salió mal.
Una sorpresa no tan grata
Unas semanas antes del casamiento, -tres exactamente, jamás olvidaría la sucesión de los hechos- él la llamó al trabajo como todos los días y le dijo que quería que se encontraran en un bar que estaba cerca de donde ella vivía, en Virrey Arredondo y Delgado, en el barrio de Colegiales. “Me llamó la atención que me dijera que quería verme ahí a la salida del trabajo porque generalmente era nuestro bar para ir a cenar. Teníamos todavía varias cosas que arreglar antes de la fecha de la boda y acepté encontrarnos para que pudiéramos discutir de todos los asuntos pendientes. Entre ellos, los últimos retoques de nuestro departamento al que iríamos a vivir. Lo habíamos comprado un año antes con un crédito que yo había pedido como empleada del Banco Galicia. Lo reformamos con mucho esfuerzo y sacrificio durante todo ese año antes de la boda. Me proyecté tanto ahí adentro, como esposa, como madre y como propietaria de mi propia casa que no podría aceptar otra cosa que no fuera felicidad pura con el hombre que había elegido”.
Analía llegó a la cita en el bar. Pero se encontró con su prometido y una sorpresa. El encuentro no estaba destinado a ultimar detalles de la fiesta y del departamento, sino que él tenía algo importante para decirle.
- Ana, lo lamento, no me quiero casar.
Y así, mientras pronunciaba esas palabras, la agarró fuerte de las manos y le lanzٕó un puñal al corazón.
“Me quedé devastada, no podía creer que mi sueño de formar una familia se había desvanecido en un abrir y cerrar de ojos. Una vez anulado el casamiento, vendido el departamento en plena crisis del corralito en el 2001, quedé con diez kilos menos, el alma gris y una profunda tristeza que tardaría años en irse. Nunca supe si me amó alguna vez pero eso qué importa… ¿no ? Lo que importa es que el novio fugitivo también me dijo ese día: algún día me lo vas a agradecer”.
Todo vale
Lo que Analía no sabía es que en ese preciso momento en que se cerraba un capítulo de su vida, se abría otro por el que viviría la aventura más grande y emocionante de sus días. Cinco años le llevó salir del pozo en el que se había hundido, pero eso jamás la privó de empezar, lentamente, a construirse una vida de soltera con la que se sentía muy a gusto. Doce años de banco, tres años de secretaria en PriceWaterhouseCoopers y un departamento propio en Recoleta. Salidas a restaurantes, bares y cafés de Buenos Aires, cursos, MBAs, cines, obras de teatro, viajes… Esa era la vida de soltera que llevaba en Argentina, sin compromisos, sin ataduras amorosas, haciendo lo que le gustaba hacer y compartiendo momentos mágicos con amigos y familia. “Pero mi sueño de formar una familia volvía a hacerse cada vez más presente y el reloj biológico corría”.
Hasta que una noche lo vio en un bar de Palermo. Se acercó a la barra donde ella estaba pidiendo una cerveza y le invitó ese trago. Habló en un perfecto español con acento centroamericano, por lo que ella dedujo que era ecuatoriano, colombiano o guatemalteco. “No, soy francés”, le dijo, y acto seguido le mostró su pasaporte acreditándolo. “Lo primero que me gustó fue su mirada: atrevida, desafiante, seductora. Se notaba que no le tenía miedo a nada y que era de esas personas que estaba dispuesta a todo para conseguir aquello que se propusiese lograr en su vida”.
El flechazo fue inmediato y en ambos sentidos. Analía y James hicieron un vínculo que los llevó a mantener una relación a distancia entre los dos continentes. Él viajaba a Argentina a visitarla durante sus vacaciones y ella iba a Niza, en Francia, a visitarlo. Hasta que durante un viaje relámpago que hizo a Alta Gracia, Córdoba, con tres amigas, Analía sintió que era el momento para poner fin a aquellas aventuras y jugarse por amor.
“Estábamos desayunando con una vista hermosa de las Sierras cuando les dije: chicas, tengo algo que decirles. Las tres dejaron de tomar lo que estaban tomando, me miraron y me dijeron: no nos asustes Fruti. Porque, viniendo de mí, sabían que cualquier cosa fuera de lo clásico y normal, podía ocurrir. Mi papá chamán y mi mamá ejecutiva me habían dado una educación abierta y un poco salida de lo tradicional. Me voy a vivir a Francia, dije en voz alta. La visita a la Virgen de Lourdes, en Alta Gracia fue el indicio que me faltaba para confirmar mi decisión”.
De una gerencia a servir platos
Después de renunciar a su puesto en el banco, Analía llegó a Niza en 2009. Sabía hablar cuatro idiomas, pero ni una gota de francés. Entonces puso manos a la obra y consiguió un empleo como moza en un restaurant de playa en Villefranche-sur-Mer. Le costó muchísimo adecuarse a los requerimientos del trabajo, no había agarrado una bandeja en su vida. Pero sabía que esa iba a ser su mejor escuela para aprender rápido el idioma y las costumbres de su nuevo país. En forma paralela hizo un curso de francés al mismo en la Facultad de Niza y luego un Master en Comunicación en Medio Ambiente.
Todo parecía marchar sobre ruedas. James le propuso casamiento en diciembre de 2009 y en junio de 2010 se casaron por civil en Francia y por Iglesia en Argentina. En mayo de 2011 nació Théo, el primero de sus hijos, y en noviembre de 2015, Amélie. Luego encontró un puesto como Asistente de Exportación en una empresa de exportación de materiales para la construcción, en la que hoy aún trabaja.
“Pero la nostalgia de mis raíces, la calidez y la solidaridad de los argentinos y el sabor de casa, se extrañan y se hacen presentes en algún momento del día. Por eso, encontré que la manera de conectarme con mi país y con mi cultura era haciendo empanadas. Ahí descubrí que todo lo que me hace feliz lo tiene la cocina. Ese dar al otro que gratifica y me llena el alma. Esos platos tradicionales nuestros que nos conectan con nuestra cultura y con nuestra tierra; esa cocina rica y simple, que nos enseñaron nuestras abuelas, muchas hijas de inmigrantes; ese coraje y valentía de que nada es imposible, que se pasa como legado, de generación en generación. Sin sacrificio no hay nada mi hijita, me decía mi abuela. Y estoy lista para una nueva aventura. Estoy lanzando mi nuevo negocio de empanadas y será un nuevo desafío, lleno de incógnitas y de posibles dificultades, donde habrá que lucharla pero estoy dispuesta a hacerlo, después de todo, los argentinos estamos acostumbrados a llevar una fuerte armadura que nos ayuda a enfrentar las más difíciles de las batallas, a caernos y a levantarnos”.
Analía mira su vida en retrospectiva y por momentos siente que es la protagonista de una historia de amor que no tiene final pero que la ha llevado por capítulos de felicidad plena y sueños que se convierten en realidad. “Tengo que reconocerlo. Mi novio fugitivo argentino me había dicho que algún día le iba a agradecer la decisión de suspender nuestra boda. Y la verdad es que hoy se lo agradezco. Fue lo mejor que me pasó en la vida”.
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