Anabella no tuvo noticias de hasta que él le escribió y le anticipó algo de su nueva vida.
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Anabella Olivera llevaba casi nueve años viviendo en Andorra, país en el que trabajaba en una cadena de farmacias a cargo del departamento de ventas web a España y a Portugal. En el año 2012, cuenta, había tomado la decisión de volver a la Argentina a sanar viejas heridas. Sin embargo, antes de ese regreso quería asegurarse de que su hermano, cuatro años menor, estuviera bien en Gambia para poder quedarse en paz.
“Julio en ese momento consumía drogas y alcohol. Un día me dejó una carta en la que me decía que iba a encontrarse con él mismo ya que no estaba viviendo la vida que quería, y desapareció. Durante seis meses no supe nada de él hasta que me enteré por un amigo en común que estaba durmiendo en Plaza España (Barcelona). De inmediato le envié ayuda sin que supiese que era yo. Hasta que un día me llegó un mensaje privado suyo de Facebook en el que me comentaba que estaba en África”, rememora.
¿Bienvenida a Gambia?
Con una mezcla de alegría, de ansiedad, de miedo e incertidumbre una madrugada de octubre de 2012 Anabella aterrizó en el Aeropuerto Internacional Yundum de Banjul, capital de Gambia. La primera sensación al llegar a destino no fue para nada positiva ya que un oficial de policía le retuvo el pasaporte porque ella no sabía la dirección en la que se iba a hospedar. “Así que salí del aeropuerto asustada por estar en un lugar totalmente diferente a lo conocido y mi hermano no aparecía, no atendía el teléfono, la espera fue eterna. Hasta que luego de una hora lo vi a lo lejos asomándose con una túnica que le llegaba a los pies, corrí hacia él y lo abracé fuerte. Podía percibir el olor intenso, pero agradable, a sahumerio. Èl estaba diferente, se quedó duro con mi abrazo”.
Anabella cuenta que los dos se emocionaron mucho. Ella no podía contener la emoción y el llanto. Su hermano, en cambio, guardaba una nueva compostura. “Bienvenida a la cuna de la humanidad, mi hermana”, le dijo.
Un extraño pedido del comisario
“Cuando pude reencontrarme con mi hermano fuimos juntos a la oficina de policía del aeropuerto. Nos hicieron sentar y allí por primera vez escuché a mi hermano hablar la lengua nativa, Wolof. Una rueda de cinco policías dialogaban con él que les hablaba y todos lo escuchaban serios, hasta que empezaron a reírse. El Comisario le había pedido a mi hermano mi mano en matrimonio, mientras él les explicaba que en mi cultura occidental esto no se estilaba”, recuerda, con una sonrisa.
En la primera charla íntima, su hermano le comentó que se había convertido al islam y que su nuevo nombre era Mohamed. También le confesó que había dejado de consumir. En esa conversación, que duró hasta el amanecer, conversaron sobre la nueva vida que él había logrado en Gambia. “El tono de su voz, su mirada y su increíble quietud me demostraban que, por fin, mi hermano había encontrado la paz”.
A medida que los días corrían, cuenta Anabella, la relación con su hermano iba tomando un nuevo y armónico rumbo. “Todas las mañanas él se levantaba a las cuatro para el primer rezo. Una vez me invitó a que saliera al patio de la vecindad, en la que convivimos con otras familias en comunidad, a escuchar el enigmático sonido que llegaba a mí con una vibración que invadía todo mi cuerpo. El murmullo se sentía por doquier, todos rezando al unísono, me erizó la piel de una manera increíble”.
¿Cómo era su vida en Gambia?
Durante el mes que estuvo en Gambia Anabella percibió la pobreza que abunda en ese país africano, pero también le llamó la atención la gente que salía de sus casas a la madrugada a tomar “aire fresco” cuando la temperatura superaba los 30 grados. Además, se sorprendió al ver que las personas compartían los taxis, entre otras cosas.
“Todos los días íbamos a las playas paradisíacas con aguas tibias y cristalinas a disfrutar del sol. Allí veía el contraste de los hoteles de lujo en dónde la mayoría de los turistas eran ingleses. Comíamos comida típica con arroz, verduras, pescado y mucho picante para contrarrestar el calor. Por las tardes visitábamos casas de diferentes hermanos del islam, manteniendo charlas mediante la traducción de mi hermano donde pude conectar con gente muy pura y generosa. Lo poco que tenían para comer te lo compartían y si no lo aceptabas se ofendían. Ese momento era un ritual en los que todos nos sentábamos en el suelo alrededor de una palangana enorme de aluminio con arroz y vegetales machacados en mortero con maní”.
Inolvidables anécdotas
Entre las cosas que la sorprendieron de ese viaje Anabella destaca la mirada de las personas con la inocencia de los niños, que siempre estaban sonriendo y que vivían a una velocidad muy lenta. “En cada vecindad un grupo de mujeres cocinaban juntas y luego lo repartían entre los vecinos. Los buses eran muy viejos y siempre había alguien asomado en la puerta gritando el destino a donde se dirigía”.
Como ella y su hermano eran los únicos con piel blanca en el vecindario, cuenta, para hacer cuatro o cinco cuadras tardaban casi dos horas porque todo el mundo los paraba ya que querían saber de ellos.
“En mi estadía recibí siete pedidos de mano. Uno, incluso, vino con un ramo de flores a la vecindad. Cómo yo trabajaba en una farmacia llevé una gran cantidad de ibuprofeno, paracetamol y vendas. Cuando pedían por mí me llamaban `Jangalekat` (doctora) a lo que le explicamos que no lo era. En una oportunidad visitamos a una abuela de más de 100 años que me invitó a rezar con ella y tenía más elasticidad que yo con 32″.
Lo que el viaje le dejó
A la hora de tener que despedirse de su hermano, Anabella ya no sentía la angustia con la que había viajado a visitarlo, sino todo lo contrario. Comprendió que él había encontrado su lugar en el mundo y que era feliz en su nueva vida.
“Haber estado en Gambia me dejó la sensación que hasta ahí no había comprendido el sentido de ser humano y que no había valorado del todo la vida que tenía a pesar de tantas pérdidas y dolor, porque incluso así, mi vida era tremendamente afortunada. Mi corazón se abrió de par en par, me fui con la sensación de haber `vuelto` a un lugar que era muy familiar para mí. Las corazas que tenía por miedo al dolor comenzaban a romperse, preparándome para volver a mi tierra decidida a sanar todo de raíz”.
Una carrera y su primer libro
Al regresar a la Argentina Anabella ya no fue la misma mujer que había desembarcado con temor e incertidumbre esa calurosa madrugada en Gambia. Como parte de su transformación, a los pocos meses de su regreso estudió Coach Ontológico y, además, se formó en meditación, metafísica y numerología.
Además, hace unos meses escribió su primer libro: Sos Magia, al que define como un paseo para descubrir y descubrirse, una invitación clara a romper las creencias limitantes y transformarnos. “El 80% es historia personal y el resto voy entrelazando un poco de teoría. En la parte final comparto dinámicas y tareas para que el lector pueda pasar a la acción”.
Su deseo de volver
Anabella, que actualmente tiene 42 años, disfruta de la vida que lleva junto a Gustavo, su gran compañero de vida, dedicándose a lo que ama de manera independiente, viajando, estudiando y rodeada de gente amorosa. Por su parte, su hermano volvió a la Argentina en 2016, se casó, tiene un hijo y forma parte de la comunidad musulmana.
Más allá de este presente que valora y admira mucho, algún lugar de su corazón se quedó en Gambia, ese país que les hizo dar un vuelco de 180 grados a ella y a su hermano. De hecho, no es casualidad que le haya dedicado un capítulo entero de su libro para compartir esta experiencia. “No volví, amaría volver, siempre es un pendiente. Son personas con una sabiduría espiritual, materializada en esta experiencia humana con mucho para dar”.
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