Escatológicas, incorrectas, ácidas, paródicas, entrañables. Así son las criaturas y creaciones del humorista, que ahora nos pincha con su último film, A Million Ways to Die in the West.
Seguramente el lector de esta revista no requiera datos biográficos acerca de Seth MacFarlane. El hombre (joven) es un comediógrafo, artista del stand-up y, sobre todo, dibujante. De dibujos animados, de paso. En su haber hay unas cuantas series nacidas al calor del universal éxito de Los Simpson, notablemente Padre de familia (Family Guy) y American Dad. Hoy, cuando tenemos miles de ejemplos de sitcom animadas para adultos, es difícil definir qué tienen de diferente (de Los Simpson y de South Park también) estas tiras. Básicamente, la diferencia es MacFarlane: si lo han visto en la anteúltima entrega de los Oscar, se habrán dado cuenta de que se parece no a algunos de sus personajes, sino a todos a la vez. Lo que incluye también al oso Ted, protagonista junto con Mark Wahlberg del primer largo dirigido por nuestro hombre "con actores", es decir, no animado (bueno, claro, excepto Ted). Y ya que estamos, Ted era MacFarlane no solo en la voz, sino incluso en el gesto aniñado y alucinado, tierno y psicópata, del rostro.
Pues bien: el hombre vuelve con otro show desaforado, esta vez llamado A Million Ways to Die in the West, título kilométrico que recuerda cualquiera de spaghetti-western, pero que además tiñe de negrísimo el humor desaforado que nos promete. MacFarlane es un granjero cobarde; su novia (Amanda Seyfried) lo abandona porque él rechaza un duelo. La gente, mientras tanto, se muere en cualquier circunstancia, cuanto más boba y sangrienta, mejor. Sigamos: llega una bella mujer, Charlize Theron, nuestro héroe se enamora, toma algo de coraje y cosas así. Sigue muriendo gente. Pero hay un pistolero con odio y, además, marido celoso (Liam Neeson) en busca de venganza, mientras siguen lloviendo cadáveres. En el medio, aparecen comediantes como (todos de pie) Neil Patrick Harris y Sarah Silverman. Ah, y Giovanni Ribisi, que es bueno aunque nunca despega. En fin, un gran elenco gran. Y cadáveres.
La película tiene el toque MacFarlane: más allá de la acción principal, siempre una serie de lugares comunes pervertidos por algún elemento escatológico, sexual o políticamente incorrecto que le va de maravillas y revela el verdadero sentido del cliché, aparecen esos pequeños gags violentos, repentinos, traídos de los pelos, que también forman parte de la mejor tradición paródica y satírica del cine de los Estados Unidos. Pero esto no es una de esas películas hechas a partir de trailers mal digeridos (no es, digamos, Scary Movie 578.910), sino algo más parecido a otra noble parodia del western que nos hacía encariñar totalmente con sus criaturas: Locura en el Oeste. Porque es así: si usted quiere saber más o menos de dónde viene el humor relámpago de Seth MacFarlane, debe buscarlo en las mochilas (alforjas, dado el caso) de Mel Brooks. Hay planos en A Million... que recuerdan absolutamente a Locura..., incluso cuando no hay copia de ninguna secuencia ni nada que se le parezca (bueno, sí, hay cuadros musicales, pero eso es obligatorio si tienen a Neil Patrick Harris, todos de pie de nuevo). Lo que campea es el tono, esa combinación de ternura y sarcasmo que proviene del viejo Mel. La idea de que el cine es también un juego.
Porque, seamos sinceros, más allá de las alusiones sexuales, el pisycaquismo, las salpicaduras de sangre (vean solo el trailer red band, de nada), lo que Seth MacFarlane hace en todos sus trabajos es jugar como un niño. En cierto punto, es por eso por lo que ha optado por la animación (y tanto Ted como A Million... parecen dibujitos, especialmente en su violencia): tomar algo que demasiada gente considera infantil para reírse de manera inconveniente e incorrecta de aquello que, en el "vivo", es imposible (no vaya a creer: todavía hay gente en el mundo que confunde al actor con el personaje). En A Million... donde no hay dibujos, esto se nota en el montaje, en los infinitos trucos digitales y en la exageración absoluta, esa hipérbole que transforma en irreal todo el asunto.
Lo notable, de paso, es que los actores –todas estrellas, personas serias, con un par de premios Oscar dando vueltas y todo– comprenden perfectamente bien el asunto y se pliegan con total convicción al juego. Que, en el fondo, es lo que todos queremos, jugar un poco y dejar de tomarnos todo tan en serio. La única tragedia verdadera es la falta de sentido del humor. Seth MacFarlane, disfrazado de oso de peluche, de cowboy o de dibujado gordo o agente de la CIA, nos devuelve un motivo para no tomarnos nada en serio, para recuperar ese raro y difícil ejercicio de la inteligencia que llamamos comedia.