Ser loco. O no ser
A cualquier pelandrún se le suele decir loco. Pero esa condecoración la merecen pocos, muy pocos. Un loco genuino es un cornisa. Y un cornisa es alguien que hace lo suyo hasta las últimas consecuencias. Alguien que apuesta todo en lo que hace, y siempre salta sin red.
Voy a contarles de un loco que merecía las cuatro letras. Pero antes de llegar a nuestro personaje recuerdo lo que Van Gogh, Vincent van Gogh, solía decirle a su hermano Theo: que la patria nada tiene que ver con la bandera y con los mapas. Que patria son ciertos olores, hábitos, rincones, ciertos objetos que nos acompañan a los largo de nuestros días y noches. En ese sentido, un pedacito latiente de nuestra patria son aquellos grandes premios de Turismo de Carretera de las décadas del 40, 50, 60, con esos autitos prepotentes con guardabarros recortados y un par de correas en equis para asegurar el capó. Eran unas empanaditas rugientes que se arrojaban a la distancia, a la suma intemperie, a caminos que eran presentimientos de huellas. Los Gálvez, Fangio, Toscanito Marimón, Marcos Ciani, Daniel Muzzo, Eusebio Mansilla... después los Emiliozzi, Di Palma... El sonido de esos nombres, no hay caso, tiene gustito a patria.
Muchos de ellos fueron locos; pero no precisamente porque andaban rápido y caracoleaban peligrosos caminos de montaña: eran locos porque iban a la aventura total; en esa época sin cascos salían a inventar pedacitos de país y, más que ganar, la hazaña era llegar. Los que pisaban la meta final, después de arduas semanas, eran apenas un puñado. Pequeños Cristóbal Colón metidos en autitos que sacaban pecho y se atrevían a desmadejar rutas y pueblos que el mapa ni nombraba. Eran locos porque, tan atrevidos, soñaban y nos hacían soñar.
Estos tipos eran pequeños dioses que alumbraban nuestra existencia. Los adivinábamos en mágicas trasmisiones de radio.
Entre ellos recuerdo -por mendocino- a dos, muy diferentes: Víctor García y Pablo Gullé. Víctor García andaba en una cupecita blanca con el número 17; corría con Ford. En su larga trayectoria sólo ganó una etapa en el gran premio a Caracas y la primera carrera en el circuito Viñas y Sierras de Luján de Cuyo. Andaba manso, llegaba casi siempre, y tenía el hábito de pararse a ver si podía ayudar en algo a aquellos autos que se quedaban a la vera de inhóspitos caminos. Pablo Gullé tenía una cupecita negra, iba por Chevrolet; cuando llegaba, ganaba; pero no llegaba casi nunca: dos por tres reventaba el motor. Era tan temerario: todos estábamos convencidos de que, si el motor no reventaba, no había Fangio ni Gálvez que valieran. Con Gullé se tejieron leyendas; por ejemplo, que subía, de noche, para celebrar el Año Nuevo, por los pedregosos caracoles de Villavicencio sin luces y al mango. También se decía que lo mismo hacía de día, con un ojo emparchado y sin frenos, siempre al mango, usando nada más que los rebajes de la caja.
Elogio de la imprudencia
Y ya llego al loco que elijo para este rato: un corredor bisagra entre el automovilismo mitológico y el más actual: Rubén Luis Di Palma. A este Di Palma lo entrevisté a fines de 1970, a días de ganar el Gran Premio argentino de Turismo de Carretera. Aquel encuentro fue apasionante, más por las cosas que pasaron ahí que por las palabras de Di Palma, alguien de decir más bien limitado. Fui a verlo a su pueblo, Arrecifes. No estaba en su casa; llegó una hora después en su avioncito personal.
Entró a su casa, me dijo apenas "hola", besó a su mujer, fue a la heladera, se tomó una gaseosa, salió a la vereda, saltó a la bicicleta de su hijo y salió rápido y por un costado, como escupida de músico. Le avisé que la rueda de atrás estaba casi en llanta. "No importa, mejor así, más peligroso."
Lo que sigue vivámoslo en tiempo presente: Di Palma, después del frenético pedaleo, vuelve otra vez a la heladera y se toma sin resollar otra gaseosa. El eructo correspondiente. Desaparece unos minutos. Reaparece ¡en el living! montado en una moto amarilla. Sale a la calle, acelera sin asco. En la esquina frena, derrapa ciento ochenta grados y vuelve, a fondo. El pelo en la frente, casi sobre los ojos. Se lo sopla. Acelera. Deja una marca de caucho con cada frenada. Va. Viene. Ahora levanta la moto, avanza en una rueda. La moto es un potro. ¿Y si llega a aparecer un vehículo? Hace casi veinte años que Luis desafía el azar de las esquinas. Qué laburo le da a su ángel de la guarda. Su frase de cabecera, por años, será: "Los corredores somos inmortales… inmortales, hasta que nos pegamos la piña".
La moto amarilla va, viene, frena, derrapa. De pronto el potro se desliza, se acuesta: Luis Di Palma cae. Se levanta muerto de risa. Se sopla el pelo. ¿Y ahora? Ahora otra vez sobre la moto, como un domador herido en su amor propio, y ya salió hecho una exhalación en una sola rueda. Su mujer le grita: "¡Luis, es la primera vez que te veo caerte de la moto!" El le contesta: "¡Mi regalo de fin de año!".
Después de ir y venir de ir y venir, Di Palma hace el último derrape, clava la moto, se baja: "Tana, traeme otro pantalón; éste se me rompió en la rodilla". Le pregunto si le gusta usar el pelo largo. Pelo y soplido: "No me gusta, pero menos me gusta ir a la peluquería". ¿Por qué? "Porque ahí lo tienen a uno sentado mucho tiempo." Lo chuceo: "En el auto de carrera estás horas sentado". "Sentado las pelotas. Yo corro con el auto."
Ahora vamos rumbo al balneario municipal. Luis ve un bote. "Los botes también andan." Entonces otra vez salta, se sube y ya está remando. El encargado del balneario me cuenta: "A Luisito lo conozco desde pibe. ¡Le vi hacer cada cosa! ¿Ve esas escalinatas? Las veces que las bajaba con su moto sin aflojar el acelerador".
Llegan los hijos de Di Palma, José Luis y María Andrea. El padre se sosiega. Un beso. Otro beso. Otro beso más. Reclama más besos.
Dejamos el balneario. Di Palma nos lleva en el Torino; ahora busca un camino de tierra floja. "Vamos a derrapar un rato... ¿Ves esa doble hilera de arbolitos muy juntos? Con un amigo las sorteábamos zigzagueando y viniendo en sentido contrario a todo lo que da. Los árboles que faltan nosotros los arrancamos a tortazos." Continuamos el paseo. Cien metros más allá, otra vez Di Palma afloja el acelerador para contar: "¿Ves esa bajadita? Aquí veníamos cuando llovía... Todos los de la barra llegábamos con los autos a hacer trompos en el barro. Horas dale trompo y trompo. Después, todos al lavadero."
Curva, curvita, contracurva. Pasamos un puente angosto. Entramos en un complicado bosquecito del balneario municipal. Di Palma se lo sabe de memoria. "Esta fue mi verdadera escuela. Una vez, con una F100, corrí y les gané a todos... Pero yo corrí marcha atrás."
Seguimos. Nos detenemos en el café de la esquina. Allí el mozo me cuenta: "Hace como diez años, una noche, Luisito entró de contramano con un Bergantín en esta esquina. Hizo un gran derrape y con la cola del auto se subió a la vereda. Volaron todas las mesitas. Yo lo corrí y le tiré con la bandeja. De éstas le puedo contar mil. ¿Te acordás Luis cuando le pisaste la pata al intendente de Tres Arroyos, al terminar la carrera?"
A estas alturas, a Di Palma se le ocurre traernos a Buenos Aires. En el Torino, ya en la ruta, Di Palma levanta a 150. Clava los frenos en la escuela Hipólito Yrigoyen: "Yo llegué hasta el sexto grado. Y punto. No me gustaba la escuela. En los recreos no jugaba nadie; yo era el dueño del patio. Daba vueltas y vueltas con la moto".
Al lado de la escuela, su taller. Junto al portón, quietita, una motoneta: "¿La ves? Putamadre, cómo la extraño: fue mía hasta hace poquito. Con esa Vespa gané las Seis Horas. Los maté a todos".
Ahora vamos a la parrilla del padre de Di Palma, a la orilla de la ruta. Allí Luis mostrará su primer pequeño taller, su primera moto. Entramos. En la penumbra un gato nos recibe. Luis se va derecho a la heladera. Saca un sifón, toma del pico: "¡Qué rica es la soda a la hora de la siesta! Me gusta más que el champán. A este boliche lo hicimos con mi viejo. Hasta los 17 años yo trabajé de mozo. Le pusimos El Gato Negro sin pensarlo: a nosotros nos trajo mucha suerte. Después de ésta salieron muchas peñas: El Gato Rojo, El Gato Azul... A una le pusieron El Gato que Faltaba". Luis se queda mirando una foto. La de su primera carrera.
Me cuenta que sus números preferidos son el 34 y el 7. Y, en general, todas las combinaciones que suman 7. Me dice que lo que más le gusta es volar: "Volar en avioncito, en helicóptero; volar, pero haciendo cosas al límite; lo lindo es la emergencia; si no, es como chupar un clavo sin cabeza. Si vuelo es para practicar vuelos rasantes, para hacer garabatos en el aire".
Todavía falta lo mejor
Por fin partimos hacia Buenos Aires. Apenas salimos, Di Palma pone el Torino en los 180. Una mano sobre el volante, la otra aparentemente dormida sobre la palanca de cambios y el pie izquierdo cruzado sobre el derecho apoyado en el acelerador. Con el relajo de quien está tomando un café. Yo, con él, adelante. En el asiento de atrás el fotógrafo testigo.
-¿Alguna vez sentiste algo parecido al miedo?
-Nunca. Miedo nunca. Sólo una vez sentí impresión: fue cuando el accidente de Polinori; salió despedido al chocar con Gastón Perkins. Yo venía atrás y lo levanté... Después seguí corriendo. Bueno, llegué cuarto.
-¿Cuál fue tu percance más difícil?
-En Nürburgring. Se me apagaron las luces a 180 por hora. Podía haberme hecho moco, pero no pasó nada.
-¿Tenés cábalas?
-Cábalas... ¿para qué?
-¿Cómo andás con Dios y la religión?
-Dios y punto. Lo otro es mucho lío. Voy a la iglesia cuando tengo que ser padrino de algún pibe.
Nos detenemos imprevistamente. Di Palma ha visto a unos camioneros amigos a la orilla de la ruta. Le pide a uno de ellos el camión acoplado. Se sube y arranca a una velocidad increíble. Después gira en U y vuelve. Seguimos nuestro viaje a Buenos Aires: "La muerte me chupa uno y el otro también". Y agrega con indiferencia: "Lo que sé es que no voy a vivir muchos años... Estoy viviendo demasiadas cosas; entonces voy a rajar más rápido... No, la muerte no me da ni miedo ni nada: mirá, con decirte que yo no sé nadar y sin embargo muchas veces hago esquí acuático en medio del Paraná".
Curva. 140, 160, 170. Los números de las chapas de los autos que van adelante se ven pequeños, pero muy rápido se agigantan: 677818, lindo número.)
-¿Quién te enseñó a manejar?
-Aprendí en un Ford A de don Domingo Palmieri. El traía la carne para la parrilla de mi viejo y me prestaba el camioncito para dar vueltas a la manzana. En realidad, ¿querés que te diga?, todavía no aprendí a manejar. Manejo desde los ocho años, pero todos los días aprendo algo nuevo.
Otra chapa se nos viene encima: 401411. Lindo número también.
-Yo no pienso correr toda la vida. Un par de años más y dejo el automovilismo.
-¿No vas extrañar las carreras?
-No creo. Volaré, haré esquí acuático.
-Aparte de volar, ¿qué es lo que más te deleita?
-¡Manejar camiones! Cuando mis amigos me prestan el camión, gozo a lo perro.
Un camión cargado con vacas nos frena bastante. Lo pasamos muy exigidos por otro que viene de frente: 90, 100, 120, 160... Otra chapita, chapa, chapón: 381842. ¡Cómo se está dando el 18! Llegamos a la avenida General Paz: está cargadísima. Son los hinchas de Rosario Central que avanzan en caravana. Di Palma les grita "¡Viva Boca!" para buscar camorra. Algunos entran en el juego. Hasta que se dan cuenta de que es Di Palma. Un par de vehículos cae en la tentación de superarlo. Diez minutos después la cosa se calienta. Quince minutos después se produce lo increíble. El primer vehículo se traga a uno que se ha detenido. El que viene atrás no intenta el esquive y también ¡páfate! Di Palma va a abrirse a la derecha para no seguir con la cadena de tortazos, pero a su costado hay un Siam. Clava los frenos. Yo casi toco con mi cabeza el parabrisas. La frenada es eterna. Y termina en otro ¡páfate! contra el paragolpes del auto de adelante.
Madre mía: hemos chocado ¡con Di Palma al volante! No hay insultos. Sólo una bajada para ver los paragolpes machucados, Feliz Navidad y a otra cosa. Seguimos.
Al ratito nos damos cuenta: el radiador está roto, nos quedamos sin agua. El Torino hace un ruidito primero feo, después fiero. Paramos en tres estaciones de servicio. Ponemos agua. Falta demasiado para el centro. ¿Llegaremos? Di Palma endereza la paleta del radiador. Se engrasa las manos. Se hace un tajito en un dedo. Sangra. Se le cae una y otra vez el pelo sobre la frente. Soplidos. Con un papel se limpia la sangre. Y lo tira. No sé por qué, pero yo lo alzo. Seguimos. De pronto se desvía en la ruta, toma un camino lateral, llegamos a un taller mecánico de alguien que es amigo. Sin muchas explicaciones, le deja su auto y seguimos con otro. Antes de llegar a destino, Di Palma le da un toque de paragolpes a un tachero que le interrumpe el giro en una esquina del centro. El tachero, estupefacto. Llegamos por fin. Chau. Hasta pronto, Di Palma. Tomo una buena bocanada de aire. No sé cuántas veces en este rato he dicho en voz alta "mamita mía". El fotógrafo ha registrado todos los pequeños accidentes de Di Palma. Menos mal. Porque nadie creerá este relato. Nos miramos. Le digo: "Este tiene nafta en las venas". Por pura curiosidad, huelo el papelito ensangrentado. ¿La sangre de Di Palma tendrá ese olor? Huelo otra vez. Y sí, tiene olor a nafta. Lo juro. ¿No me creen? Hay que oler para creer.
Posdata
Cuando le hice aquel reportaje, Di Palma andaba por sus 25 años de edad. Siguió corriendo y ganando con todas las marcas: Ford, Chevrolet, Dodge y Torino. Que es como decir que jugó y triunfó con las camisetas de Boca y River, y Racing e Independiente. Corrió 633 carreras. En varias enfrentando, con los dientes apretados, a tres de sus hijos, la mujer inclusive.
Aquí quería llegar: no a cualquier acelga se le puede decir loco. Loco de atar pero siempre desatado fue este tipo: Rubén Luis Di Palma. El sí.
El sábado 30 de septiembre del 2000 se subió a un helicóptero Robinson R44. A las cinco y media de la tarde se desplomó en un campo de Carlos Tejedor. Para siempre. Demasiados golpes para un solo cuerpo. Si el peón rural que vio todo hubiese olido la sangre que empapaba su camisa se habría dado cuenta: tenía olor a nafta.
Al otro día los diarios dijeron que "el loco Di Palma murió en un accidente a los 55 años". Doble error. No hay que creerles todo, ni mucho menos, a los diarios: Rubén Luis Di Palma, por tanto como vivió, murió a los 550 años de edad. Y de muerte natural.
rbraceli@arnet.com.ar
Autor de una veintena de libros, algunos traducidos al inglés, italiano, francés y polaco; entre ellos, El último padre ; Don Borges, saque su cuchillo porque... ; De fútbol somos , y el reciente Vincent, te espero desnuda al final del libro .
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