Sentido de la puntualidad
Ser puntual o no serlo marca y divide a los humanos entre quienes militan en unas y otras filas
Que el reloj ha sido un invento revolucionario, nadie lo duda. Que no haya caído en desuso y que siga regulando nuestras vidas cotidianas es un milagro. Pero por qué siendo una máquina de alta precisión y de confiable monotonía –como escribe Julio Moreno en Tiempo y Trauma–, no logra sincronizar las acciones de los hombres.
En nuestra cultura actual la tiranía conjunta de la velocidad y la eficacia arrojaron la puntualidad al magma de las presiones que se nos imponen gratuitamente. Si bien podríamos dejarla allí, sumándose a las exigencias molestas que nos aquejan, vale la pena despejar el concepto de su halo formal y repensar sus posibles sentidos para la vida en común.
El trato con la dimensión temporal comienza con la vida misma. El latido del corazón es sin duda la primera de las regularidades vitales asociadas al devenir del tiempo. De allí en más, la construcción de hábitos en la vida familiar imprime y determina fuertemente algunas características de personalidad que nos acompañan aún en la adultez. Hábitos débilmente instalados, sin arraigo suficiente, generan distorsiones en la administración del tiempo propio y del ajeno.
Ser puntual o no serlo marca y divide a los humanos entre quienes militan en unas y otras filas. En los extremos habitan los esclavos del cronómetro por un lado y los impuntuales crónicos, aquellos sin arreglo, por el otro. Ambos enfermizos.
Contrariamente a la idea de Oscar Wilde de que la puntualidad es una pérdida de tiempo, me atrevería a decir que se trata no sólo de un organizador eficiente, sino de un nutriente vital para la convivencia con otros.
En la disposición a un encuentro hay siempre una implícita intención de coincidir. Se trate de una salida con amigos, una entrevista de trabajo o una consulta médica, hay siempre un acuerdo previo que lo pauta. Espacio y tiempo suelen ser las coordenadas que definen y enmarcan el escenario elegido. Encontrarse en el lugar adecuado y en el momento justo –he allí lo puntual– predisponen positivamente.
La cultura porteña adoptó –tecnología mediante– algunas variantes que agudizaron nuestra clásica imprecisión con relación al manejo del tiempo. Los encuentros hoy se monitorean con mensajes electrónicos cuyos textos van modelando, cuando no manipulando, lo que ya había sido consensuado. Manejados con agilidad y ligereza, estos avisos van naturalizando las demoras o cancelaciones de último momento. Preanuncian que estoy llegando, que hay mucho tráfico, que estoy en 10, como si el adelanto explícito del retraso nos eximiera del compromiso de ser puntuales.
La impuntualidad irrita a quien espera, complica a huéspedes y anfitriones y en general altera el clima de un buen encuentro. Hay entre los impuntuales aquellos a los que poco les importa hacer esperar: "Relajate, bajá un cambio", predican con convicción. Hay también entre ellos quienes lamentan su padecimiento y reconocen el valor de la sincronía a la que parecen no poder acoplarse.
La capacidad de esperar, la posibilidad de tolerar que un plan se cambie o que una cita se postergue implican no solamente una estrategia de supervivencia, sino sobre todo una saludable cuota de madurez personal. Pero más allá de la necesaria flexibilidad para hacerle lugar a lo imprevisible, la puntualidad va tallando en los vínculos un perfil de credibilidad, de compromiso, de cuidado por el otro y de respeto por su tiempo.
* la autora es psicoanalista