No quería “rehacer” su vida, pero él la convenció de animarse de nuevo al amor; hasta que, luego de la pandemia, mostró una verdad oculta.
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Aunque todas las certezas se habían derrumbado, de algo estaba convencida: ya le había tocado el amor “en suerte” en su vida, tenía la familia con la que había soñado y, si bien hubiera querido envejecer al lado de su amado compañero, ahora que él no estaba más en este plano, sabía que su recuerdo la acompañaría a todos lados. Por eso no podía pensar en una posible pareja. Mucho menos en señores de “turno” con quienes pasar un rato. No. Eso no era lo que necesitaba ni buscaba.
Había conocido al padre de sus hijas en 1989. Habían estado juntos más de 20 años. Hasta que una mañana de 2008, él se despertó amarillo y lo que creían era una hepatitis resultó un tumor en las vías biliares. Los médicos le dieron pocos meses de vida. Sin embargo, sus tremendas ganas de vivir, los cuidados que recibía, varias operaciones y las sesiones de quimioterapia le dieron la posibilidad de vivir tres años más, con épocas mejores y peores. “Yo me internaba con él cada vez que le bajaban las defensas, le tocaba una quimio o la propia enfermedad lo debilitaba. Fueron unos últimos meses durísimos, con la vida muy complicada. Seguir sin él fue dificilísimo. No tenía ganas de vivir y creo que no lo hubiera hecho si no hubiera sido por mis hijas, mi trabajo al que amo y un grupo de autoayuda en el que descubrí -por ejemplo- que había gente que había perdido hijos y seguía viviendo, entonces, cómo no iba a seguir yo adelante”.
¿Una voluntad más fuerte que el amor?
A Fernando lo había conocido a los dos años de enviudar porque necesitaba vender unas tierras que su difunto marido tenía en Uruguay. Alguien se lo recomendó. Y la realidad fue que cuando viajó y lo conoció no le llamó para nada la atención. Intercambiaron correos y a partir de ese momento empezó una suerte de flirteo. Finalmente, con la excusa de que se jugaba la copa Davis él vino a Buenos Aires junto a su empeño por conquistarla. “Pero no le bastaba una relación informal, o de a ratos. Yo le había aclarado desde el principio que no me interesaba rehacer mi vida. Pero él quería todo. Formar una familia, casarse y envejecer juntos. Fuimos un fin de semana a Colonia y le dije que no. Viajé a Montevideo a firmar la escritura y volví a decirle que no. Sabía que me encantaba Serrat. Entonces, un día recibí un ramo enorme de flores con una tarjeta que todavía conservo y decía: Mientras pienso, sinceramente tuyo”.
Pasaron algunos meses, en la vuelta al mundo del Parque Rodó, en Montevideo, Uruguay, él le propuso casamiento con un anillo divino. La convenció. Después de tanto sufrimiento por el que había pasado los últimos años, el insistía en que la vida le estaba dando una segunda oportunidad y no podía desaprovecharla. Se dejó llevar y todo parecía marchar sobre ruedas.
Un atardecer de marzo hicieron una fiesta hermosa de casamiento. Sus hijos leyeron lo que eligieron para el momento, estaba toda la gente a la que amaban y la pasaron increíble. “Yo creí en serio que todo volvía a empezar”. Durante años, todos los fines de semana él viajaba a Buenos Aires o ella a Montevideo. Y, cuando preferían estar solos, se encontraban en Colonia. Juntos hicieron algunos viajes a distintos lugares del mundo y él cumplió dos sueños que ella tenía: visitar la ciudad de Torino, en Italia y la Isla Santorini, en Grecia. Pasaban las vacaciones en familia ya que eran los meses que todos los hijos podían coincidir por las fechas y ellos disfrutar de esos momentos únicos.
Un charco tan grande como un abismo
Pero la pandemia lo cambió todo. A mediados de marzo de 2020 se encontraron en Colonia para celebrar su aniversario. Ella regresó a Buenos Aires y al día siguiente cerraron las fronteras por el coronavirus. A partir de esa fecha, la comunicación empezó a ser diaria por video llamada. “Pero todo era raro y difícil porque no sabíamos cuándo íbamos a poder volver a vernos”.
Después de pedir una excepción al Consulado -que le llevó días de trámites, por una resolución basada en una norma que prevée la “reunificación familiar”- la autorizaron a ingresar a Montevideo. Los días fueron difíciles. Además, por prevención, le impusieron a él no poder trabajar y la convivencia sin poder estar al aire libre se tornó pesada. Ese viaje fue en septiembre, habían estado seis meses sin verse.
El regreso fue difícil. Con el mismo trámite que ella había hecho, aunque esta vez a la inversa, él pudo viajar a Buenos Aires en febrero de 2021. “Los dos encerrados, sin poder trabajar, con hisopados varios… En fin, situaciones que no ayudaron al reencuentro. Él regresó en marzo a Montevideo y a partir de allí la cosa se complicó, la comunicación era difícil, la frontera seguía cerrada y él entró en una curva de desamor que no entendí pero que hoy sé que solo tiene un término: me dejó de querer y por ende, dejó de pelear”.
“Sos un cobarde que me arruinó la vida”
Ella insistió en conservar el vínculo, pensó que valía la pena y viajó una vez más con la esperanza de encontrar al hombre que la había conquistado y que había sido amable, generoso, educado y cariñoso durante tantos años. Pero se encontró con una persona fría y distante que no estaba dispuesta a conversar. Perdido en el tiempo había quedado aquel señor que le enviaba mensajes con emoticones todos los días, el que la había convencido — mientras le regalaba un anillo de brillantes-, de que valía la pena apostar de nuevo y que la vida daba revancha. “Simplemente dijo que la pandemia había enfriado las cosas y que no tenía nada para decir”.
Ese hombre ahora decía, por el contrario, que la pandemia había hecho estragos, y que no estaba preparado para estar en pareja. Era el mismo que, cuando ella junto las tres pilchas locas que había dejado en su casa y lloraba como una marrana, no se había inmutado. “Con lo que hubiera necesitado un abrazo. Y cuando me le acerqué dijo que mejor no, que así no nos confundíamos. ¿Confundirnos de qué?, le contesté”.
Cenaron por última vez en una parrilla en Montevideo. La gente estaba sentada en grupos, en pareja, en familia. Una música ambiental tipo soul se le clavaba en los poros llevándola a momentos perdidos. Eligieron una mesa contra la ventana. Les recomendaron los platos del día pero ella sabía qué quería: picaña con boniato al plomo, y para tomar, el mejor Tanat que hubiera. Era su forma de despedirse. De decirle chau a aquel hombre que le había prometido todo y ahora la dejaba sin nada.
Cada pedazo de picaña que intentaba tragar, era una bola que luchaba por pasar su glotis. Él, mientras, como si nada, hablaba de fútbol, de sus amigos, de lo bien que le iba con el golf. “Yo hacía tanto esfuerzo por no llorar que no sé si me dolían más los ojos o la garganta. El vino me ayudó a aplacar lo más intenso. Al segundo copón lleno lo empecé a ver borroso y a sentir que lo que decía no me importaba ni medio”. La tercera copa le dio el valor que necesitaba:
-¿Sabés qué? Sos un cobarde que me arruinó la vida.
Unos enormes ojos verdosos la miraron estupefacto. La serena y calma mujer evolucionada que aceptaba los designios de la vida y que había acordado una separación civilizada, había empezado a hablar.
-La verdad es que me llevaste a un lugar en el que no quería estar y ahora me largás como si fuera un trofeo que perdió el brillo. Yo entré creyendo que la vida me había dado una segunda oportunidad. Ni siquiera te animaste a decírmelo.
Pero al instante entendió que esas palabras también eran en vano. A él ya nada le importaba. Durante el viaje de regreso, puso en la radio el programa de Dolina y no intercambiaron una sola palabra. “La contundencia de ese silencio me hizo ver la realidad. Nada es tanto ni tan poco. Y ese señor que me había llevado a volver a creer, a confiar, a apostar y a traicionar al único amor que había tenido en serio, de pronto se desenamoró. Es más, creo que el desamor produce una especie de amnesia y él ya me olvidó”.
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