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Esa noche, como tantas otras, había asistido a una fiesta. Era la forma que tenía de relajarse y despejar su mente de tantas exigencias laborales y profesionales. Acostumbrada a trabajar y estudiar en soledad, había encontrado en las salidas a muestras de arte, obras de teatro, recitales y celebraciones la forma de conectar con amigos y desconocidos y salir, aunque fuera por un rato, de su demandante rutina.
Finalizada la noche, decidió que era hora de regresar a casa y tomó un taxi sola. Sin embargo, ya en viaje, tuvo una extraña sensación. El miedo la invadió y quiso bajarse del vehículo. No lo pensó demasiado, abrió la puerta del auto y rodó por la calle. No supo en realidad qué había ocurrido, pero hizo caso a su sensación. Aunque no perdió la conciencia, se golpeó la cabeza y raspó casi todo el cuerpo.
“Recuerdo mucha sangre. Vino la policía, el SAME. El taxista bajó para asistirme y se aseguró de que llegara al hospital. Ahí me cosieron y me dijeron que me podía ir a mi casa, que estaba todo bien. Fui a lo de una amiga y me tiré a dormir. A los diez minutos estaba la almohada llena de sangre. Definitivamente no estaba todo bien. Llamé a mis papás y me llevaron a la clínica más cercana por nuestra obra social. Cuando me empezaron a hacer estudios me dijeron que me tenían que poner en terapia intensiva porque tenía una fractura de cráneo”, recuerda Débora Nishimoto.
“Mi trabajo era muy solitario”
Criada en el barrio de Almagro junto a su hermano mayor y sus padres, asistió a una primaria pública de la zona. Su madre, de profesión docente, solía llevarla a la facultad en la que daba clases cuando no tenía con quién dejar a su pequeña hija. Su papá, piloto, estaba de viaje muy seguido. Los recuerdos de aquellos primeros años de vida inmediatamente la transportan a la casa de su abuela paterna donde los banquetes de comida japonesa estaban a la orden del día. “No importaba si éramos cuatro personas o quince para comer. Siempre había muchos platos sencillos con verduras, pescado y arroz”.
Curiosa por naturaleza, desde temprana edad Débora sintió interés por los idiomas. Ya en la escuela secundaria — el Instituto de Enseñanza Superior en Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández”- decidió que quería hacer el traductorado de inglés. Terminó aquella formación y luego empezó la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA) ya que buscaba especializarse en traducción literaria.
Nunca pudo quedarse quieta. Ya en la adolescencia se presentaba en castings y trabajaba en publicidades o campañas de fotos. “Pero mi trabajo fijo era de traductora de inglés mientras estudiaba Letras en la sede Puán, en el barrio de Caballito. Estaba todo el día leyendo y escribiendo en la computadora. Era un trabajo muy solitario y ermitaño y yo soy muy sociable. Me encanta salir, ir a muestras, fiestas, recitales, obras. Si bien me fascinaba pasarme el día buscando palabras en el diccionario, mi cuerpo estaba rezagado por completo. Además tomaba clases particulares de francés y de japonés. Todo lo que hacía era muy académico y yo me exigía siempre la excelencia”.
“Mi cuerpo quiso avisar que algo tenía que cambiar”
El accidente y la fractura de cráneo cambiaron todo para siempre, aunque Débora todavía no estaba enterada. Su familia se asustó mucho y la acompañó en el proceso de recuperación. Estuvo una semana internada. “Recuerdo todo el cuerpo lleno de heridas y el dolor cada vez que venían a limpiarlas. Yo no comprendía lo que había pasado en toda su dimensión. Me acuerdo de que tenía un desfile programado con una diseñadora que admiraba y estaba preocupada porque me lo iba a perder en vez de pensar que tal vez mi vida cambiaría para siempre”.
Sin embargo, poco a poco logró hacerse un panorama más claro y honesto de lo que le había ocurrido. Estar un mes sin poder salir de su casa, porque le daba dolor de cabeza, y convivir con el miedo de mi familia fue duro pero revelador a la vez. “También fue clave entender, después de un tiempo, que mi cuerpo quiso avisar que algo en mi vida tenía que cambiar. Su manera fue dramática, salvaje y hasta poética. Me sorprendí de las acciones que uno puede llegar a tomar en ciertas situaciones. Jamás hubiera pensado que sería capaz de bajarme de un auto en movimiento. En retrospectiva, fue la acción más contundente que tomé en mi vida. Y lo que generó lo agradezco todos los días”.
“No le sentía el olor a ninguna comida”
Durante la internación también experimentó algo nuevo y diferente. La gravedad de las heridas le había impedido bañarse. Consciente de esa situación, un día le dijo a su mamá: “qué increíble, no tengo olor a transpiración”. Su madre la miró sorprendida. La realidad era que sí tenía y el olor era fuerte. “A los pocos días una amiga me trajo jazmines y me di cuenta de que no sentía el aroma que invadía todo el cuarto. Ya cuando estaba de vuelta en casa finalmente entendí que no le sentía olor a ninguna comida. Empecé a ponerle mucha sal a los platos y a comer rápido, sin disfrutar. Eso me daba mucha impotencia y frustración”. Había perdido el olfato.
Pero los doctores no sabían a qué se debía. Pensaban que era estrés postraumático. Hasta que dio con una otorrinolaringóloga especialista en pérdida de olfato y le explicó que era común en traumatismos de cráneo. Su cerebro había rebotado contra las membranas del olfato y se habían desacomodado.
Decidió empezar la rehabilitación: debía asistir quince minutos por semana al Hospital de Clínicas. Allí le vendaban los ojos y le acercaban diferentes aromas. Tenía que intentar describirlos, a ciegas. Luego le sacaban la venda y tenía que describirlos visualmente. Esta práctica cognitiva que rehabilitaba también su memoria la ayudó a ir paulatinamente reaprendiendo aromas.
La constancia fue clave en el proceso. No desahuciarse ante el progreso lento, no darse por vencida cuando no distinguía café de aguarrás fue un ejercicio que hizo a conciencia. Después de casi un año sintió cambios considerables. “Sé que huelo diferente al común de las personas pero el umbral lo recuperé y apenas un aroma se presenta en el aire (especialmente los naturales, no tanto los químicos) yo lo siento”.
“La rehabilitación no termina nunca”
La pérdida de olfato ayudó a que Débora se redescubriera en la cocina. La motivó a buscar nuevos condimentos y especias para reactivar sus papilas gustativas y despertar sus sentidos en todos sus niveles. “Comer no es solo una actividad relacionada al gusto sino también al olfato, la visión, el tacto. Entender que un sentido va de la mano del otro me ayudó en esta rehabilitación que sigo cada día. Cada vez que me hablan de un olor que hay en el aire olfateo como si fuera un perro pero para que todo entre por mis fosas nasales, y trato de identificar qué es. La rehabilitación no termina nunca porque siempre habrá algo nuevo por descubrir”.
Un mes después del accidente, la vida hizo que conociera a quien fue su compañero de aventuras durante seis años. Santiago apareció en el momento exacto en la vida de la nueva Débora y como por arte de magia. La había visto en una fiesta hacía un tiempo y se animó a escribirle. “Lo que yo no sabía era que él tampoco tenía olfato, lo había perdido en un accidente de moto. Él me ayudó mucho a entender que a partir de ese accidente todo iba a ser más expansivo en mi vida. Y así fue. Siempre me motivó a cocinar, a descubrir ingredientes nuevos, a dejar lo químico y optar por una alimentación más consciente. Le agradezco todos los días aunque ya vivamos muy lejos el uno del otro”.
Iban juntos al mercado de Liniers y volvían con bolsas llenas de ingredientes que ella nunca había visto. Así fue que dejó de ir tanto al supermercado y comenzó a frecuentar mercados sustentables o ferias de productores que la llevaron por un camino más armónico con la naturaleza.
“Las cosas empaquetadas o más químicas me sabían raro. Yo era de tomar aguas saborizadas por ejemplo y ya no podía hacerlo más, les sentía un sabor metálico. O a las galletitas de paquete les sentía muy presente la grasa. Ciertas cosas me empezaron a generar más rechazo. Y a la vez, empecé a ser más consciente de lo que metía en mi cuerpo. Quería elaborar mi plato desde cero, comprar lo menos procesado posible. El tiempo que antes perdía en la fila de un supermercado ahora lo uso para dejar en remojo algo y fermentarlo. Hay mucha gente que cree que se necesita una cantidad de tiempo imposible para cocinarse y la realidad es que es solo cuestión de organización y curiosidad”.
Un destino escrito en el nombre
El portal que le abrió la pérdida de olfato y su rehabilitación fue algo impensado. La animó a crear su proyecto de cocina, a jugar más con los sabores, a ser un animal más curioso e investigar cada ingrediente nuevo. Empezó haciendo cenas en su casa para amigas y algunas le decían que necesitaban viandas para el trabajo. Así, ingenuamente empezó cocinando viandas. “De a poco, nació Kaori, en honor a mi nombre japonés que significa aroma, perfume, fragancia. ¿El destino ya estaba escrito en mi árbol genealógico? Seguramente. Los japoneses saben encontrar poesía y belleza en lo más impensado”.
Con su proyecto dio talleres de cocina, organizó cenas a puertas cerradas, hizo popups en diferentes restaurantes en Buenos Aires y en Europa. También se unió con un proyecto de cosmética natural y organizaron días de spa y cocina. Incluso implementó una jornada intensiva de actuación y alimentación.
Los aromas “feos” dejaron de tener ese tinte y se convirtieron en un olor más entre una bandeja de matices, que por el solo hecho de existir la hacen feliz. “Cualquier dejo de olor despierta mis sensores y ya no me importa si es feo o bello. Esas distinciones son aprendidas culturalmente. Entendí que la memoria es un relato construido, subjetivo y que está en constante movimiento. Ya no sé si lo que huelo es recuerdo, construcción o pura invención. Tampoco me importa. Me gusta imaginar que hay aromas que inventé y que nadie más sabe cómo huelen”.
Hoy lleva una vida mucho más coherente con lo que piensa y lo que siente y que fluye entre la cocina y la actuación, que surgieron a partir de aquella noche en que su cuerpo le quiso avisar algo y se tiró de un auto. “Más allá de lo alimenticio, el accidente me volvió mucho menos exigente con todo lo que hago. No me pongo tanta presión ni intento mostrar algo perfecto. Antes, jamás hubiera pensado que podía convivir con ese vértigo de mostrar algo en proceso de creación, imperfecto, inestable. Todo lo que empiezo trato de no llenarlo de objetivos, sino de disfrutarlo y ver adónde me va llevando. La actuación y la cocina fueron mi salvación en momentos de mucha incertidumbre. Entendí que esa incertidumbre era algo precioso en su misterio, que estaba despertándose algo nuevo en mí y me dejé llevar hasta que sin planearlo, se convirtieron en mis pilares hoy”.
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