Yayo Herrero, antropóloga española y experta en educación ambiental, habló sobre el ecofeminismo, cuáles son los peligros de la tecnolatría y por qué debemos repensar las ciudades
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¿Cómo se sostiene la vida humana? Es una pregunta clave para revelar las contradicciones del modelo económico occidental, según Yayo Herrero, antropóloga española y experta en educación ambiental y desarrollo sostenible.
Coautora de una veintena de libros y autora de cinco, Herrero es una de las voces más influyentes del ecofeminismo. “El modelo económico occidental se ha constituido como si la humanidad estuviera por encima de la naturaleza”, afirma. Y no solo el modelo de crecimiento desconoce que el planeta tiene límites, según la antropóloga.
También se invisibiliza a todo un sector de la población, en su mayoría mujeres, sin cuyas tareas de cuidado no sería viable la vida en nuestros “cuerpos vulnerables y finitos”.
Yayo Herrero habló con BBC Mundo sobre qué es el ecofeminismo, cuáles son los peligros de la tecnolatría y por qué urge repensar las ciudades y el modelo económico ante la emergencia climática.
-¿Por qué decís que estamos viviendo en un momento de guerra contra la vida?
Decimos que estamos en guerra contra la vida porque sobre todo el ámbito económico, y el político a su servicio, se han constituido muchas veces como si la humanidad estuviera por fuera y encima de la naturaleza.
Es un modelo económico que no conoce límites. Es incapaz de considerar en su racionalidad que el planeta Tierra en el que vivimos tiene límites físicos que ya están traspasados.
Sin embargo, somos conscientes de que nuestro cuerpo es un 65% agua. Necesitamos agua absolutamente para todo lo que es preciso tener para estar vivos, desde los alimentos hasta fabricar un par de pantalones vaqueros.
Por otro lado, todo lo que construimos lo hacemos con minerales de la Tierra que son extraídos pero no son producidos por los seres humanos.
Somos seres insertos en una trama de la vida extremadamente compleja, que es la que se ocupa de regular el clima, del ciclo del agua, de que los minerales en el suelo se puedan convertir en cuerpo vivo vegetal, que es la forma en la que se incorpora la energía a las cadenas de lo vivo.
Es decir, no hay economía sin naturaleza, como no hay tecnología sin naturaleza. Y sin embargo, una persona puede salir de una Facultad de Ciencias Económicas tras estudiar una asignatura a veces simplemente optativa, que se llama economía ambiental o economía de la naturaleza. Y sale convencida esta persona titulada de que la naturaleza es un subconjunto dentro del campo de estudio económico y no más bien la economía un subconjunto dentro de la trama de la vida.
—¿Esa falta de reconocimiento de que somos parte de la trama de la vida es a lo que te referís cuando afirmás que “la sociedad occidental fue construida en base a una fantasía”?
—La cultura occidental es prácticamente una de las únicas culturas del mundo que han establecido una especie de falso abismo, de muro ontológico entre los seres humanos y el resto del mundo vivo, como si fuéramos cosas distintas.
Las culturas de los pueblos originarios y las culturas campesinas, en cambio, tienen una mirada mucho más arraigada en la tierra y en los cuerpos, son culturas tremendamente biocéntricas.
Para la cultura occidental el mundo de las ideas era donde se situaba la razón. Como si la razón pudiera estar completamente desvinculada de la materialidad de la tierra y de los cuerpos.
Esto tomó luego cuerpo político muy pronto en Occidente y vemos, por ejemplo, cómo la democracia ateniense considera que el sujeto político es un hombre, un varón que debate, dialoga y fruto de esos diálogos establece cuál es el interés común y cuáles son las leyes que permiten que se organice la polis, dejando fuera a esclavos y esclavas, que son los que se encargan de sembrar, de cultivar, de extraer piedra y dejando fuera también a las propias mujeres a las que se sitúa en el ámbito doméstico.
Así, desde mi punto de vista, es como se construye el patriarcado. Es decir, el patriarcado es una fantasía de la individualidad que consiste en pensar que los seres humanos, sobre todo algunos seres humanos, podemos vivir desvinculados del territorio, emancipados de nuestro propio cuerpo, como si nuestro propio cuerpo no necesitara atenciones, afectos y cuidados simplemente para poder sobrevivir. Y emancipados también del resto de las personas.
La sociedad occidental se ha construido sobre una peligrosa fantasía: la de que los seres humanos, gracias a su capacidad de razonar y conocer, podían vivir ajenos a la organización y límites de la naturaleza y a las necesidades derivadas de tener cuerpo.
Solo unos cuantos individuos -mayoritariamente hombres- pueden vivir como si flotasen por encima de los cuerpos y de la naturaleza, y lo hacen gracias a que, en espacios ocultos a la economía y a la política, otras personas, tierras y especies, se ocupan de sostenerles con vida.
—Estamos en una emergencia climática, como advierte una y otra vez la ONU, y algunos ponen toda la esperanza en la tecnología. ¿Es esta “tecnolatría”, como la llamaste, otra fantasía?
—La ciencia y la tecnología que nacieron en Occidente son muy herederas de esa fantasía de la individualidad, de la vocación de terminar de emancipar al hombre con mayúsculas, al hombre blanco, de una tierra a la que se percibía como llena de constricciones para lo que se llamaba progreso.
Newton, por ejemplo, formula las leyes de la mecánica diciendo que el universo en realidad es una gran maquinaria, de la cual es posible conocer las leyes que la organizan y así poder de alguna manera, dominarla y someterla.
Digamos que la ciencia que nace en Occidente de la mano de Descartes, de Newton, de Bacon, es un proyecto de dominio, un proyecto de sometimiento de la naturaleza y de sus secretos.
Por eso, cuando nuestros sistemas económicos se configuran, se configuran basados en esa ciencia y en una tecnología que tiene como principal función conseguir que sea efectivo ese dominio y este sometimiento: perforar cada vez más rápido, extraer cada vez más deprisa, talar cada vez de una forma más veloz.
—Pero como decías el planeta tiene límites…
—Hemos llegado a un momento en el que se ha producido ya lo que llamamos el punto álgido del petróleo. En 2006, la Agencia Internacional de la Energía, que no es nada sospechosa de ecologismo radical, reconoció que se había alcanzado ese límite de extracción.
Igualmente alcanzamos los puntos más altos de extracción de minerales como el litio, el cobre, el platino, el neodimio, el disprosio, el cobalto, es decir, minerales que son absolutamente imprescindibles ahora mismo para poder intentar sustituir un petróleo que declina.
Para construir aerogeneradores o placas solares hacen falta minerales que son extraídos sobre todo en los países del sur global. Pero se ponen al servicio todavía de los intereses de los centros de dominio, de poder y de control, que son países mayoritariamente del norte global, donde también en su interior se producen profundas desigualdades.
Claro, cuando miramos simplemente la transición a las energías renovables que requieren minerales y luego nos ponen delante que la solución al auto de motor de combustión es pasar al auto eléctrico, la pregunta que nos hacemos es ¿con qué minerales?, porque el vehículo eléctrico no se fabrica de la nada, necesita los mismos minerales.
Y no solamente eso, sino la propia economía digital, la digitalización de la vida que requiere la fabricación de computadoras, pantallas, cableados, satélites, fibra óptica, el despliegue de las tecnologías 5G, vuelve a necesitar de nuevo los mismos minerales.
Lo que tenemos delante de la cara y nos lo plantea la propia comunidad científica hoy es que si miramos los minerales que se declaran que quedan y lo comparamos con lo que se pretende hacer con ellos las cuentas no salen.
O salen si el beneficio es solamente para algunos sectores enriquecidos que, protegidos por el poder económico, el poder político y el poder militar, consiguen que todo el acaparamiento de recursos declinantes, escasos que quedan en la Tierra, vaya a su servicio.
Esto implica y convierte la guerra contra la naturaleza también en una guerra contra los derechos de las personas, porque plantea dinámicas de profundo extractivismo y convierte amplias zonas del planeta, que históricamente fueron durante las colonias utilizadas como grandes minas y grandes vertederos, al servicio de los colonizadores en una especie de neocolonialismo. Las convierte en zonas de sacrificio, por eso es muy importante mirar críticamente toda la promesa tecnológica.
—Pero muchos aseguran que sin tecnología no saldremos de la emergencia climática…
—Claro que necesitamos tecnología. Necesitamos una transición a energías renovables. Necesitamos pensar en una agronomía que sea capaz de producir alimentos sin envenenar ni a las personas ni a la tierra. Necesitamos otros modelos de transporte, electrificados cuando tengan que ser motorizados. Pero hemos de darnos cuenta que esto hay que hacerlo en un marco de límites.
Por tanto el transporte debiera ser público y colectivo. Por tanto la producción de alimentos debiera ser con una base agroecológica. La transición energética debe ser en un contexto de mucho, mucho, mucho menos gasto de energía y además, un contexto justo.
Un contexto que haga que aquellas personas que no tienen lo suficiente y que necesitan más puedan tener lo que necesitan para vivir con dignidad, mientras que otras personas que tenemos mucho más de lo que nos corresponde tendremos que aprender o nos tendrán que obligar básicamente a aprender a vivir con menos.
La clave es entender que ninguna solución a ninguno de los problemas que tenemos es una solución estrictamente tecnológica ni puede ser una solución que descanse sobre un mayor uso de energía, mayor uso de minerales, esa es un poco la clave.
—Tal vez algunos lectores se pregunten por qué hace falta una mirada de ecofeminismo, cuando ya tenemos la mirada ecologista y la mirada feminista.
—El ecofeminismo es un diálogo ante ambos movimientos, y yo creo que es un diálogo que lo que hace es amplificar el poder y la potencia de cada uno de ellos por separado.
Desde el ecologismo a veces nos hemos planteado la defensa de la naturaleza como si estuviéramos defendiendo algo externo a las propias personas, mientras que desde el feminismo defendíamos el derecho a que todas las vidas puedan vivirse con dignidad.
El ecofeminismo lo que hace es razonar sobre un concepto que a mí me parece muy potente, que es el de la sostenibilidad de la vida humana.
El ecofeminismo pregunta, ¿cómo se sostiene la vida humana? y reconocemos que para sostener la vida humana hay dos dependencias, y una es la dependencia de la naturaleza.
No hay seguridad posible para la vida humana si no hay una naturaleza que funcione acorde no a lo que les gustaría a los humanos, sino a sus propios ritmos que vienen de una evolución de 3.800 millones de años.
A la vez, un cuerpo humano vivo no se sostiene si nadie lo cuida. Los primeros años de vida son inviables sin cuidados. Los últimos años de existencia pasan a veces en una situación de tremenda dependencia.
Los seres humanos necesitamos otras personas alrededor para que la vida literalmente sea viable. No existe ningún sujeto completamente independiente. Somos interdependientes. Lo que sucede es que a lo largo de la historia quienes mayoritariamente se han ocupado de forma no libre del trabajo de cuidados y de la atención a las personas han sido mujeres.
Y digo que se han ocupado de forma no libre, porque fue un trabajo impuesto por el patriarcado. Y además esas tareas fueron sistemáticamente invisibilizadas.
Si la naturaleza hiciera una huelga y las mujeres hicieran una huelga en cuidados, el mundo se caía en dos días. Sería imposible poder sostener la vida.
Por eso tiene sentido poner esto en diálogo y además hacerlo desde el punto de vista no solamente de decir estos trabajos importan, sino estos trabajos importan y no los vamos a hacer solas, porque es responsabilidad del conjunto social y también de los hombres hacerse corresponsables del mantenimiento de la vida.
—Mencionabas en una de tus charlas cómo el modelo extractivista impacta principalmente en las mujeres.
—El extractivismo suele suponer una invasión de muchos hombres extraños en los territorios, que empiezan a trabajar en las minas, se abren nuevas tiendas, se abren locales. Hay un consumo muy generalizado del alcohol en los lugares donde trabajan los mineros.
Y esa presencia de muchos hombres extraños en el lugar y con altos consumos de alcohol y vidas tremendamente violentadas suele tener un fuerte impacto sobre las mujeres que se ven violentadas, aumentan los casos de abuso sexual y violación.
No obstante, no hay solamente un impacto en términos de victimismo, sino que cuando miramos quiénes están resistiendo, lo que vemos es que son muchísimas mujeres articuladas comunitariamente las que hacen un trabajo de denuncia, de fuerza. Las mujeres están teniendo una tremenda fuerza en la lucha contra las causas del cambio climático.
—En las ciudades vivimos apartados de la naturaleza, pero consumiendo grandes cantidades de recursos. ¿Vivimos en otra fantasía?
—Las ciudades, sobre todo las ciudades grandes, se han construido gracias a la disponibilidad de una cantidad enorme de petróleo y de energía relativamente barata.
Yo ahora vivo en un pueblo muy pequeño en el norte de España, pero la mayor parte de mi vida la he vivido en Madrid, que es una ciudad grande en donde las personas se mueven decenas de kilómetros para poder hacer su vidas.
Yo suelo decir que en Madrid no se produce nada que sirva para estar vivo. Es decir, ni el alimento que comemos ni la energía que utilizamos.
Todos los productos que sirven para mantener la vida tienen que ser traídos en camiones desde fuera de la ciudad. Pero es más, todos los residuos que generamos, lo que llamamos basura, tienen que ser sacados de la ciudad.
Recuerdo una vez una huelga de trabajadores y trabajadoras de la limpieza del Ayuntamiento de Madrid y dentro de una semana la ciudad se venía abajo, era impresionante ver los cúmulos de porquería, cómo proliferaron las ratas.
Menciono Madrid porque es la ciudad que mejor conozco. Pero pensemos que hay una cantidad enorme de ciudades con un tamaño absolutamente descomunal.
Tokio, la misma Bogotá, Lagos, toda el área metropolitana de Londres, París, son ciudades inmensas en donde no se produce nada y que son tremendamente vulnerables a la deficiencia o a la dificultad del acceso a la energía. El modelo de ciudad tiene que ser completamente revisado.
—¿Cómo puede cambiarse ese modelo?
—Solemos decir que por de pronto hay que establecer una moratoria para que las ciudades no crezcan más. Y luego repensar bien el planeamiento urbano, el suministro de alimentos, la energía y el transporte dentro de las ciudades, con el fin de generar ciudades multicéntricas, es decir, no ciudades que tienen centro y unas periferias, sino hacer de la escala barrial, de la escala más próxima una especie de construcción de pequeñas ciudades dentro de las ciudades.
También pensar en la agricultura urbana, pensar en cómo los edificios pueden ser aislados o pueden ser protegidos para necesitar mucha menos energía fósil. Hay que pensar cómo reconfigurar las ciudades para que la gente no necesite moverse tanto en transporte motorizado para hacer su vida cotidiana. Yo, por ejemplo, tengo muchas ganas de visitar ahora que estoy en Colombia el proyecto de las manzanas de cuidados en Bogotá.
Es un proyecto que sale de la municipalidad y que se está poniendo en marcha pensando en acercar todo lo que las personas necesitan a donde viven. Hay mucho trabajo por hacer.
—¿Qué reflexión final te gustaría dejar a quienes leen esta nota?
—La reflexión que me gustaría dejar sobre todo es que si nos paramos a pensar un momento, si frenamos un poco la actividad frenética de todos los días, no es difícil entender que formamos parte de una trama de la vida que tiene límites.
Y no es difícil entender que no estamos en el mejor de los mundos posibles, hay enormes desigualdades, hay enormes violencias.
Si pensamos en lo que sería necesario para hacer una transición ecológica que sea justa, estamos pensando en un mundo en el que la vida sea digna, a lo mejor más sencilla pero digna para todo el mundo, que quienes no tienen lo suficiente tengan lo que necesitan y eso pasa por que quienes tenemos más de lo que necesitamos pues aprendamos a vivir con menos.
Una transición ecológica justa es evidentemente un cambio a mejor para todo el mundo. Puede que haya algunos sectores tremendamente privilegiados y muy enriquecidos que tengan que renunciar a parte de lo muchísimo que les sobra.
Pero cuando pensamos en gente que con tal de mantener toda su riqueza es capaz de sacrificar la vida de otras, yo lo que creo es que también las sociedades tienen que aprender a defenderse de ese tipo de personas que anteponen no ya su bienestar o su supervivencia, sino su enriquecimiento personal por encima del resto del conjunto de todo lo vivo.
*Por Alejandra Martins
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