Se hundió dos veces y no se supo nada más del capitán: la trágica historia del Monte Cervantes, el “Titanic argentino”
El transatlántico de origen alemán navegaba con 1117 pasajeros por el canal de Beagle; chocó contra una roca y se fue a pique; los tripulantes fueron hospedados en el penal de Ushuaia
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El 22 de enero de 1930, el imponente transatlántico de origen alemán Monte Cervantes navegaba por las aguas del canal de Beagle, no muy lejos de la ciudad de Ushuaia. En sus suntuosas instalaciones llevaba a unos 1117 pasajeros que disfrutaban de una travesía turística que había comenzado en Hamburgo y que, tras pasar por Buenos Aires, había hecho escala en diversos puntos de la Patagonia argentina.
Pero al mediodía de aquel 22 de enero, el viaje del Monte Cervantes finalizó abruptamente cuando la nave golpeó contra una roca oculta bajo la superficie de los canales fueguinos y su casco se averió de tal forma que el barco hizo agua y comenzó a hundirse. Por fortuna, el naufragio definitivo se produjo recién al día siguiente, de modo que los pasajeros y la tripulación pudieron escapar de la tragedia. Todos regresaron a tierra sanos y salvos, para permanecer varios días hospedados informalmente en diversos establecimientos de la ciudad más austral del mundo, incluido en su famoso presidio.
Pero hubo un hombre que permaneció en la nave hasta que se hundió definitivamente en las frías aguas del sur. Su capitán, Theodor Dreyer, que no salió del puente de mando cuando el Monte Cervantes se perdió definitivamente bajo la superficie marina. Su cuerpo nunca fue encontrado y algunas preguntas giran aún en torno a su desaparición.
Lo cierto es que, por la magnitud y características de lujo del barco, por el modo en que se accidentó y por su posterior naufragio, el Monte Cervantes fue presentado en varias ocasiones por la prensa de entonces como “el Titanic argentino”, en referencia al transatlántico británico que se hundió en 1912, tras chocar con un iceberg en el Atlántico norte.
La última travesía del Monte Cervantes
El Monte Cervantes fue botado el 25 de agosto de 1927. Era un verdadero prodigio naval de 151 metros de eslora -largo y 20 de manga -ancho- construido en el astillero alemán Blohm & Voss. Formaba parte, junto a sus gemelos Monte Olivia y Monte Sarmiento, de la flota de la compañía Hamburg Sud destinada a surcar el océano Atlántico para realizar viajes con turistas por las regiones más australes de Sudamérica.
La mole transatlántica de 14.000 toneladas contenía en su interior todas las comodidades para que los pasajeros disfrutaran gratamente de los placeres mundanos mientras el barco navegaba a sus múltiples destinos. Así, el Monte Cervantes contaba con dos ostentosos comedores para 450 personas cada uno, un hall social en la segunda cubierta con doscientas sillas, un salón para fumar con ciento sesenta butacas y treinta y seis mesas y hasta una biblioteca con una sala de lectura para 50 personas, según la descripción de la nave que hace la investigadora histórica Adriana Pisani en su libro Monte Cervantes y el Capitán Dreyer; naufragio y muerte en el sur argentino.
El postrero viaje del inmenso buque a vapor fue desde el puerto de Hamburgo, Alemania, el 29 de noviembre de 1929. Tras atravesar todo el Océano Atlántico, la nave volvería a zarpar, otra vez hacia el sur, el 15 de enero de 1930 desde la dársena A del Puerto Nuevo de Buenos Aires (el actual Puerto Madero). En su destino hacia Ushuaia, haciendo escala en Puerto Madryn, la embarcación llevaba a unos 1117 pasajeros -200 alemanes y el resto, en su mayoría, de la Argentina- y unos 330 tripulantes, a cuyo mando estaba el capitán Theodor Dreyer, un alemán de 58 años que sería el único que no sobreviviría al naufragio.
El 20 de enero la nave avistó las aguas del Estrecho de Magallanes, y al día siguiente, llegaba a la ciudad de Ushuaia. Entonces, ni los pasajeros ni los tripulantes sabían que un día más tarde esa ciudad, de menos de 1000 habitantes, sería su lugar de hospedaje obligado durante varios interminables días.
Poco antes del mediodía del 22 de enero, el Monte Cervantes zarpó del puerto de Ushuaia con destino a la Bahía Yendegaia. Pero casi una hora y media después de esta partida, a 9 millas del puerto, y mientras recorría las aguas del canal de Les Eclaireurs -para contemplar su mítico faro-, el Monte Cervantes chocaba a estribor contra una roca ubicada debajo de la línea del agua. El impacto produjo un rumbo (abertura en el casco) de entre 20 y 40 metros y el agua comenzó a ingresar en la embarcación, que ya se encontraba definitivamente herida de muerte.
Entonces, el Capitán Dreyer ordenó que se liberaran de inmediato los botes salvavidas.
Salvataje de pasajeros y hundimiento
Como la embarcación quedó encallada sobre la misma roca que la dañó -por una hábil maniobra de Dreyer-, su hundimiento no se produjo de manera inmediata. A medida que el agua ingresaba en la parte delantera del casco e inundaba las bodegas y algunos camarotes delanteros, la embarcación se inclinaba hacia adelante, y emergía de la superficie marina la popa de la nave. Pero el proceso fue lo suficientemente lento para permitir la evacuación.
Según los testimonios recogidos en el mencionado libro por la investigadora Pisani, el despliegue del pasaje hacia los barcos salvavidas fue realizado de manera ordenada, en línea con la disciplina prusiana del comandante del barco. “No hemos oído decir a nadie que un solo pasajero haya empuñado un arma para defender su situación en los botes, ni siquiera que se haya posesionado de él en forma violenta”, escribía en ese sentido un cronista de LA NACION en febrero de 1930, para resaltar la prolijidad con que se realizó el desembarco.
Los botes salvavidas alcanzaron para todos, y contaban con los elementos básicos para sobrevivir un tiempo en alta mar -brújulas, agua dulce, galletas, pan duro, alcohol y fósforos-, aunque todo ello no fue necesario, ya que poco tiempo después del impacto, los pasajeros de las pequeñas embarcaciones fueron rescatados por los marineros del transporte nacional Vicente Fidel López, un barco que acudió rápidamente en auxilio de la nave siniestrada.
Unas horas más tarde, en un despacho hacia la agencia marítima Antonio Delfino y Cía. -encargada de la operación del Monte Cervantes en la Argentina-, el capitán Dreyer daba una noticia que llevaba alivio a los que tenían familiares o amigos en esa embarcación: “Todos los pasajeros y la tripulación están a salvo. Aquellos han desembarcado en Ushuaia, donde se prepararon las comodidades que las circunstancias permiten”, decía el comunicado, que también añadía: “Por medio de los barcos de guerra que hay en el lugar se ha salvado la mayoría de los equipajes”.
Pero esta buena nueva sobre los sobrevivientes del Monte Cervantes se vería en parte opacada por otro comunicado emitido poco tiempo después por la propia compañía Delfino. “Anoche, a las 21, el Monte Cervantes se dio vuelta rápidamente sobre estribor, dando apenas tiempo para salvarse al personal del buque -decía el mensaje, para luego ir hacia la más triste noticia-. Hay que lamentar la desaparición del comandante Theodor Dreyer, quien permaneció en el puente de mando hasta el hundimiento de la nave”.
“El barco desapareció bajo las aguas con su capitán, causando un gran remolino del cual pudieron salvarse milagrosamente las personas que se habían arrojado al agua”, concluía el reporte de la empresa marítima. El comandante Dreyer dejaba en Hamburgo a su esposa y a sus dos hijas. Y, como una broma macabra del destino, el día anterior al hundimiento el experimentado hombre de mar había recibido la noticia de que le había salido su ansiada jubilación.
Dormir en el penal de Ushuaia
Ushuaia era entonces una localidad de apenas entre 900 y 1000 habitantes. En su gran mayoría, empleados del presidio y sus familiares que vivían una existencia tranquila. Pero todo pareció cambiar aquel 22 de enero, cuando alrededor de 1500 náufragos aparecieron de pronto en el poblado, con necesidad de víveres y un lugar donde dormir. Al menos por unos días, hasta que llegara en su búsqueda el Monte Sarmiento, otro paquebote de Hamburg Sud, que tendría la misión de llevar a los infortunados turistas y marineros otra vez a Buenos Aires.
Así fue que cada casa, establecimiento o institución de la pequeña ciudad se convirtió en un sitio para hospedar a los sobrevivientes del Monte Cervantes. “Cada hogar fueguino cobijó náufragos que, según expusieron luego, se sintieron como en familia”, asevera el citado libro sobre el naufragio del barco. Pero también se alojaron pasajeros y tripulantes de la nave que yacía en el fondo del canal de Beagle en la sede del Banco Nación, la escuela, el correo, la Iglesia, la Residencia del Gobernador y la sub prefectura.
Y también algunos se alojaron en la famosa cárcel y compartieron el techo -aunque no el calabozo- con reclusos peligrosos o reincidentes, entre quienes pueden contarse a Santos Godino -”el petiso orejudo”-, Mateo Banks “Mateocho”-, o el anarquista Simón Radowitzky.
Por fortuna, muchas frazadas y colchones habían sido rescatados del Monte Cervantes, como para ayudar a que los improvisados hospedajes no fueran tan incómodos. Y en materia de alimentos, también algunos víveres habían salido del barco hundido, pero además proveyeron raciones de comida extra el mencionado Vicente Fidel López y otros buques de la marina. Y los mismos presos colaboraron en materia alimenticia.
En relación con esto último, un comunicado del municipio informaba a los náufragos: “Los penados de la cárcel local, desde el 23 del corriente, entregan unánimemente y con toda expontaneidad (sic), la mitad de su racionamiento diario, inclusive pan, para la alimentación de los náufragos del Monte Cervantes”.
Claro que, además de solidaridad, hubo algunos comerciantes especuladores, que pusieron en las nubes el precio de los alimentos y también de la ropa, un elemento muy requerido por los sobrevivientes para soportar los fríos australes. Y al revés también, algunos pasajeros debieron ser advertidos de que no se queden con lo que no era suyo. “Se ruega a los náufragos del Monte Cervantes que tengan en su poder prendas de vestir facilitadas por la Policía o Cárcel, se dignen devolverlas antes de embarcarse”, decía el mismo comunicado municipal citado anteriormente.
El 28 de enero, finalmente, pasajeros y tripulantes del barco hundido ascendían ordenadamente al Monte Sarmiento, la nave que los llevaría nuevamente de regreso a Buenos Aires, donde llegarían unos cuatro días después. Esa misma noche, la tripulación del Monte Cervantes partía hacia Hamburgo en el mismo barco que la había traído de Ushuaia.
Los misterios en torno a la muerte del capitán Dreyer
A partir de 1943, un ingeniero de origen italiano llamado Leopoldo Simoncini, con su empresa Salvamar, empezó a trabajar en la posibilidad de reflotar el Monte Cervantes. Pudo rescatar algunos elementos y maquinarias del barco, pero en octubre de 1954, cuando el buque era trasladado hacia Ushuaia por tres remolcadores, se hundió definitivamente, a unos 100 metros de profundidad.
Para cerrar la historia de este Titanic argentino es necesario volver a la figura del capitán Theodor Dreyer, el estoico hombre de los mares que pereció junto a su barco. Hasta el día de hoy, se desconoce a ciencia cierta si fue su decisión terminar sepultado en el mar junto a su nave o si, más bien, no tuvo tiempo de escapar cuando la embarcación comenzó a hundirse.
Algunos pasajeros aseguraron incluso que escucharon un tiro que se habría pegado el comandante Dreyer en su camarote, aunque esto es prácticamente imposible, pues hay una última foto de él tras el desembarco del pasaje. También se oyeron posteriormente historias más disparatadas, basadas en que nunca se encontró el cadáver del marino, como la que señalan que lo vieron desembarcar en Navarino, una isla de la zona, con un cargamento de oro.
Lo cierto es que la mayoría de las crónicas, y también en su país natal, recuerdan a Dreyer como un capitán heroico que decidió unir su destino al de su nave. Esta teoría de apoya en que el comandante sabía desde el impacto contra la roca, que el Monte Cervantes no tenía salvación. Así se lo hizo saber a un tripulante del Vicente Fidel López, cuando le dijo: “Dígale a su comandante que se dedique exclusivamente y con apuro a salvar al pasaje que está en los botes y que no se preocupe por nuestro barco, que está irremediablemente perdido”.
Una columna en el diario La Razón del 24 de enero de 1930, y con la florida prosa periodística de entonces, explicaba la muerte de Theodor Dreyer como una profunda cuestión de honra marina: “Apasionado lobo de mar, enamorado del altivo honor de los marinos auténticos que manda morir junto a la nave antes que sufrir la afrenta del fracaso, por más que lo haya producido la adversidad, se mantuvo sereno e inconmovible en su puesto, en el puente de mando, y se hundió con su barco, su más grande amor, quizás, después de los seres de su corazón y de su sangre”.
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