La primera vez no había elegido emigrar y no pudo adaptarse; tras eventos duros y transformadores, comprendió la importancia de elegir en libertad
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“Pido a la vida que nuestro país sea nuestro hogar, y que ninguna persona piense y sienta que la única salida está en Ezeiza”.
Quien lo dice es Silvia Márquez, una mujer que dejó la Argentina en el 2002, tras la crisis del corralito. Ella no quería irse, era feliz con su marido, su familia y su profesión: la danza.
Sus padres sufrieron en silencio, pero apoyaron la decisión, al igual que sus suegros. Silvia, sin embargo, sintió que se desgarraba por dentro, no era lo que elegía; en las noches previas a la partida, cerraba sus ojos y se preguntaba: ¿Dónde dormiremos? ¿De qué trabajaremos?: “Cuando uno emigra en esas circunstancias, todo es incertidumbre”.
Tierra catalana y la sensación de ser un intruso
Allá, por el 2001, primero pasaron por Madrid y por Galicia, pero, finalmente, decidieron instalarse en Barcelona, les dijeron que allí había más trabajo. En tierra catalana, Silvia cumplió los 40, alejada de su entorno y envuelta en replanteos acerca de su presente y el curso de su vida.
A los seis meses no aguantaba más, quería volver: “Cataluña tiene su propio idioma e, incluso con castellano y DNI español, muchos utilizan su lengua para remarcar que no pertenecés a ese lugar. No se puede generalizar, claro, pero hay quienes te miran de soslayo, no con muy buena cara cuando escuchan el yeyeo de los porteños”, asegura Silvia. “Yo quería volverme, pero mi marido, por amor propio, no estaba dispuesto”.
Desdibujados en Europa
Para algunos trabajos Silvia estaba sobrecalificada y para otros no alcanzaba porque “No parlaba catalán”. En Argentina, se había desempeñado en un banco, era docente y bailarina, pero allí estaba dispuesta a aceptar cualquier empleo, que, a pesar de la intensa búsqueda, no parecía existir. Jamás olvidará cuando se presentó en un bar un tanto desabrido y la rechazaron por el idioma.
Finalmente, consiguió un trabajo donde se despertaba a las 4 de la mañana y regresaba a las 19: “Ese ritmo de vida me hacía extrañar todo más aún, el olor a pizza, las tortas fritas, nuestras costumbres, la familia...”
El ritmo agotador, los desacuerdos y la nostalgia, no solo habían golpeado el estado de ánimo de Silvia, sino que terminaron con su matrimonio: tras dos años en España, aquella imagen de una Argentina de baile, familia y amor, había desaparecido, dejándolos desdibujados en Europa.
Roma: la promesa de un nuevo mundo en el viejo continente
Silvia habría vuelto si lo inesperado no hubiese llegado a su vida: un nuevo amor. Él era italiano, la endulzó, la conquistó y le prometió un nuevo mundo en el viejo continente: “Estaba tan ciega como enamorada”, confiesa Silvia.
Con él se fue a vivir a Roma y ahí descubrió la magia de aquella ciudad. La mujer quedó fascinada con su nivel cultural: su teatro, danza, música y tanto más para disfrutar, todo en un marco de paisajes encantadores.
“Pero todo depende del contexto. Yo no tenía familia”, reflexiona. “Pero, aunque no hablaba el idioma, allí me sentí más cercana a mi país. ¡Son más caóticamente parecidos! Manejan a lo loco, hablan fuerte, son más desordenados, las calles no están impolutas. Pero debo reconocer que la calidad de vida es muy superior a la nuestra en los últimos tiempos, sobre todo a nivel seguridad y alimentación. ¡Comíamos cosas que acá serían impensables y con poco dinero”.
Despojada y vulnerable en Italia: “Sacame un pasaje ya”
Aún los lugares más bellos del planeta pueden resultar grises cuando la compañía, de pronto, comienza a asfixiar. Esto fue lo que le sucedió a Silvia por aquel entonces, quien recorría paisajes fascinantes de París, Las islas Canarias, Baleares o Andalucía, sin poder evitar sentir una opresión en el pecho.
Mientras vestía, alimentaba, cuidaba, consolaba y ayudaba con sus deberes a los dos hijos de su pareja sin ningún tipo de reconocimiento, ella sufría por parte de aquel hombre violencia psicológica, aunque aún no pudiera verlo. Él la había apartado de todo: no tenía propios ingresos, no hablaba el idioma, no tenía familia ni amigos. Había quedado despojada y vulnerable.
Sin embargo, un día del 2012, Silvia tomó coraje y se fue: “Un gran amigo en Argentina había fallecido y otro estaba muy enfermo. Ahí me di cuenta de que estaba perdiendo a mis seres queridos y que, la próxima, podría ser mi madre. Escondí mi pasaporte por miedo a que no me dejara ir, capté una red de Wifi, llamé a mi hermana y le dije: sacame un pasaje ya. Y así fue”.
Argentina: rearmarse y vivir tres episodios de inseguridad
En Argentina, Silvia estuvo bien por un tiempo. Aunque se sintió algo extraña en un comienzo, logró rearmarse, volver a dictar clases, organizar shows y readaptarse a la ciudad.
Pero, a pesar de su innegable alegría, pronto comprendió que, estando lejos, la nostalgia la había llevado a idealizar a su país: pocos meses después de su llegada sufrió el primer episodio de inseguridad: “A este infortunio le siguieron dos más y empecé a vivir con temor, algo a lo que no estaba acostumbrada”.
Los hechos habían sido traumáticos y, de pronto, Silvia se cuestionó su regreso. Lo cierto era que no quería pasar sus días atrapada por el miedo y, por otro lado, su expareja, con quien había retomado contacto, le prometía que había cambiado.
Así, después de dos años en su suelo natal, Europa la vio volver.
Volver por decisión propia y una transformación: “Esta vez, busqué insertarme a su cultura”
Su recomenzar fue en Barcelona, allí donde había conocido a su novio italiano y donde volvió a instalarse con él. A pesar de que con el tiempo pudo comprender que aquel hombre seguía teniendo los mismos comportamientos de antaño, algo en ella sí se había transformado.
“Esta vez había viajado por decisión propia”, cuenta. “Volví a Europa con el chip cambiado. Así, lo primero que hice en Barcelona fue estudiar catalán, intenté insertarme a su cultura, a esa sociedad. ¡Y la experiencia fue maravillosa! Tuve alumnas y amigas entrañables que conservo hasta el día de hoy. Trabajé para dos ayuntamientos, era la profesora de danza de ambos pueblos y me respetaban: ¡Era una argentina que daba clases de flamenco en Cataluña!, continúa Silvia, quien también estudió allí Psicología del Deporte, Trabajo Social y realizó un instructorado de actividades físicas para colectivos especiales (tercera edad, mujeres vulnerables, discapacidad).
“Nunca dejé mi acento, mi yeyeo argentino, y seguí utilizando términos como pituto, chirimbolo, che, vos, y daba mis clases con el mate en la mano. Aunque claro, en ciertas circunstancias intentaba hablar en catalán si así lo requerían”, dice entre risas. “Mi mayor orgullo fue hacer mi espectáculo `La otra Carmen´, una versión libre donde, a través de la danza, se aborda la temática de la violencia de género. Lo presenté con el slogan: `Porque los finales no siempre están escritos, reescribamos nuestra propia historia´. Y eso me traje en el corazón, justo antes de volver, lo necesitaba”.
Volver: “Necesito una familia”
El maltrato psicológico jamás había cesado, sin embargo, Silvia ya no era la misma, se había fortalecido. Decidida a defender su autonomía y su identidad, había logrado formar una vida propia, algo que no fue del agrado de su pareja, que, en un arrebato, la dejó en la calle.
Silvia logró sobreponerse, adoptó un enorme perro protector – Golfo- que se transformó en su fiel compañero y luchó por salir adelante, esta vez viviendo con extraños en un piso compartido. Pero llegó una mañana en la que supo que, más allá de todo lo que había conquistado, algo le faltaba.
“Ahí le dije a mi madre: mamá, yo necesito una familia, y si vos no venís con mi hermana, yo voy con ustedes. Y así lo hice, vendí mis cosas, coche, moto, zapatos de baile, cajones flamencos, todo lo que pude y le dije a mis alumnas: chicas, me vuelvo a mi país”.
Hubo llantos, desazón por alejarse de un grupo humano maravilloso. Pero Silvia tenía que volver.
Despertar en casa
Corría el año 2019 cuando Silvia tuvo un nuevo amanecer en la Argentina. La primera mañana lloró. Había despertado en su hogar, su país, con su madre, hermana, y junto a Golfo, su fiel testigo silencioso.
La primera vez que había emigrado, habían elegido por ella; la primera vez que volvió, fue un escape. Las segundas veces, en cambio, fueron decisiones propias, libres, lo que transformó totalmente las experiencias.
“¡Ese primer día en Argentina me puse a llorar de alegría! Pero sinceramente, hoy por hoy, y después de todo lo que me había costado adaptarme en suelo extranjero, siento que un pedazo de mí quedó allí para siempre”, se emociona.
“Pasé por muchos lugares dolorosos que prefiero reservarme en este testimonio, pero quiero decir que, por fin, puedo ver la fortaleza. Soy hija de inmigrantes y yo también lo fui. No es fácil, emigrar es duro, pero también nos demuestra que podemos caernos y levantarnos todas las veces necesarias. Deseo de todo corazón que nuestra Argentina se transforme en nuestro hogar, un lugar donde se pueda dormir en paz, y en donde ninguna persona vuelva a sentir que la única salida está en Ezeiza”, concluye.
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