Dos semanas bastaron para que Alemania apareciera inesperadamente en el mapa, una tierra donde halló el camino para una integración sana
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“No estés triste, se van a volver a ver”, le dijo el taxista al observar su rostro empapado de lágrimas. Andrea Pavese intentó esbozar una sonrisa, contempló los paisajes en el camino y, entre postales evocadoras y recuerdos recientes, reflexionó acerca de la relatividad del tiempo: dos semanas habían bastado para enamorarse.
A Dublín había llegado en febrero de 2000 y allí se había hospedado en una casa de familia, donde también se alojaba un chico alemán. Al cabo de aquel período se despidieron en medio de un llanto desconsolado, mientras su taxi la aguardaba para llevarla al puerto.
El taxista tenía razón, el 30 de diciembre de 2000, Andrea emigró al estado de Hesse, Alemania, después de diez meses de noviazgo a la distancia. Al poco tiempo se casó y más tarde llegaron sus tres hijos. Pero en el comienzo del nuevo milenio la joven argentina aún no lo sabía: su historia en su destino inesperado tomaría un rumbo atravesado por desafíos transformadores.
Alemania en la mira: “Supongo que emigrar no es lo mismo cuando el móvil es de orden personal”
En suelo argentino y hasta febrero de 2000, Andrea trabajaba tiempo completo en un banco del sector privado y estudiaba la carrera de traductorado de inglés en Lenguas Vivas. Desde siempre, se había sentido atraída por todo lo relacionado con la cultura inglesa, sobre todo su historia y literatura, y jamás hubiera sospechado que algún día viviría en Alemania: “No tenía ningún lazo, no hablaba el idioma, no tenía idea hasta que me enamoré y no hubo vuelta atrás”.
Sus padres pensaron que se trataba de un capricho pasajero y lo cierto es que nadie, ni siquiera ella, imaginó que, finalmente, compraría un pasaje sin fecha de retorno. Tal vez, si hubiera sabido cómo se desencadenaría su historia, lo hubiera pensado dos veces: “Pero la verdad es que nunca reflexioné a fondo las decisiones más importantes de mi vida, simplemente actué. Lo hubiera hecho de todos modos, jamás me hubiera quedado con la duda”, asegura Andrea al recordar aquellos tiempos.
“Por eso supongo que no es lo mismo cuando el móvil es de orden personal. Es decir, fue una decisión totalmente individual, sin motivaciones sociopolíticas, de modo que la responsabilidad era enteramente mía y hubiera podido regresar en cualquier momento”.
La decisión ya estaba tomada y hasta último momento Andrea se dedicó a estudiar. El 15 de diciembre rindió su último final y, apenas dos semanas más tarde se halló en un departamento de un ambiente en el suburbio de Fráncfort, dispuesta a empezar una nueva vida junto a su “novio idealizado”.
Forjarse un lugar entre pañales y estudio: “Para esta sociedad soy una especie de supermujer”
Muchos le habían dicho que el choque cultural sería difícil, potenciado por el idioma tan complejo de aprender, pero la experiencia de Andrea fue la opuesta: no le costó adaptarse, y aprendió la lengua con rapidez y de manera óptima: “En mi camino se cruzaron ángeles dispuestos a tenderme una mano”, sonríe. “Lo difícil fue la convivencia. Tremenda. Lo demás fue un caminito muy laborioso del día a día”.
Con el idioma incorporado, Andrea se dispuso a cumplir su primera ambición en suelo alemán: estudiar. En torno a este proyecto comenzó a forjar su lugar en el nuevo país. Cuando por fin logró presentar los requisitos para comenzar la universidad supo que estaba embarazada, pero decidió que esto no representaría un impedimento.
“Cursé y cambié pañales hasta que, cuatro años más tarde y embarazada por tercera vez, me recibí de Magistra Artium en Estudios Latinoamericanos y Letras Inglesas. Durante la carrera tuve dos o tres compañeras que también tenían familia y estudiaban. Argentinas. Si hay algo valiosísimo que tenemos los argentinos es la cintura para hacer cosas de lo más variadas, más las mujeres”.
“Acá las chicas no suelen estudiar en paralelo con la familia, primero una cosa y después la otra, un paso a la vez. Yo no quise tener esa opción, metí un carrerón y tengo los hijos más hermosos del mundo. Para esta sociedad soy una especie de supermujer. ¡Si supieran las maravillas que hacen las mamás argentinas todos los días! Mi gran apoyo durante esos años de estudio fue mi suegra, mi segunda mamá. Siempre dispuesta a ayudarme en todo. La Oma es una institución en mi familia”.
Adoptar el nuevo suelo: “Asumí con mucha responsabilidad el respeto por este país, su historia, cultura, idioma, gente, solo así es posible una integración sana”
Durante los primeros tiempos en Fráncfort, Andrea se había relacionado con las amistades de su marido, algo que por momentos la hacía sentir desdibujada en su identidad. Sus amigos –los propios- llegaron gracias a la universidad. Entre ellos conoció a varias mujeres latinas (no argentinas) y algo extraño comenzó a gestarse: “Descubrí mi argentinidad a la distancia”, asegura.
“Significó descubrirme el dialecto, la mentalidad, la historia, las raíces mirando el espejo de los otros latinos. Vivir acá y verme desde afuera me acercó mucho más a nuestras raíces. Ahora soy la argentina que quiero ser, la argentina latina, no la del cliché ese de que los argentinos somos los franceses de Sudamérica, y los porteños, los reyes de la creación”.
“También soy alemana naturalizada. Esta patria adoptada me dio a manos llenas y estoy sumamente agradecida. Y todo es un ida y vuelta, la parte que me toca y que asumí desde el primer momento con mucha responsabilidad, es el respeto por este país, su historia, cultura, idioma, gente, solo así es posible una integración sana. Para mí era fundamental poder ir a votar, opinar, ser parte de esto desde la primera fila igual que lo era en mi patria natal y no estaba dispuesta a resignarlo”.
Tiempo de abrir los ojos y la luz al final del túnel: “Cuando sos inmigrante nadie te está esperando”
En Argentina, Andrea trabajaba desde los 18. Volver a percibir un ingreso propio era su próxima meta que, por fortuna, conquistó cuando su hija menor llegó al mundo. Comenzó como profesora de castellano para chicos del secundario y, aunque no era su vocación, compatibilizaba con su rutina como madre sola la gran parte del tiempo.
De a poco, se fueron sumando trabajos de traducción y, junto a su despegue laboral, las grietas en su matrimonio se volvieron evidentes: “Era tiempo de abrir los ojos, dejar la zona de confort, dejar de sostener sola, dejar al marido”.
“No fue fácil, pero era mejor no pensar y seguir adelante”, continúa Andrea. “Había una luz al final del túnel, pero primero había que atravesar ese dolor. Dejé nuestra casa, me mudé con mis hijos a un lugar nuevo, una bocanada de aire puro donde pude ser yo misma. Todo sucedió al mismo tiempo: la separación, la mudanza, el cambio de rumbo profesional y la incertidumbre, pero no recuerdo haber tenido miedo, solo confianza y mucho empuje. Mi contrato como docente terminó justo en ese momento y, ante el abismo, me aboqué a la traducción por cuenta propia, no tenía muchos clientes, pero fueron apareciendo”.
“Cuando sos inmigrante nadie te está esperando, hay que pagar el derecho de piso y tener un aguante y una paciencia que, en el país de uno, tal vez ni sería necesario. Para vivir bien aquí solo hay que tener ganas de progresar y hacer las cosas correctamente, nada de avivadas, eso acá no va. Mi experiencia en Alemania es que nadie te regala nada, pero lo que te ganás con tu esfuerzo es tuyo, nadie te lo quita”.
“Nunca recibí ningún trato despectivo por ser inmigrante, al contrario, tuve y tengo las mismas oportunidades que cualquier otro. En este país no solo pude fundar mi familia y hacer mi camino profesional. Aquí puedo proyectar a largo plazo sin temores. Mis hijos ya son adolescentes y salen solos, no tengo miedo, no tengo rejas, no tengo alarmas”.
“El choque cultural que no recuerdo haber sentido cuando llegué Alemania por primera vez sí lo siento todas y cada una de las veces que piso Ezeiza”
Andrea Pavese-Hopf dejó la Argentina sin pensarlo. Fiel a su estilo, se dejó llevar por un impulso, tal como suele hacer en las situaciones cruciales de su vida. Llegó a Alemania sin idioma y sin trabajo, siendo una mujer tras el hombre que amaba.
Hoy, más de veinte años después, contempla su vida con orgullo: supo construir su propia historia, su propia identidad dentro de un país que hoy ama y respeta como a su tierra de origen. Se consolidó como traductora freelance y es docente universitaria. Vive en Fulda -una ciudad de 90 mil habitantes ubicada en el centro de Alemania-, cuenta con amigas incondicionales, vida social, una familia que ama y una gratitud infinita.
A su barrio argentino vuelve cada vez que puede, o quiere. Entonces se llena de alfajores, facturas, sanguchitos de miga, asado, mate y siente que jamás se fue: “Hace veinte años no existían las redes sociales, había que hablar rapidito por teléfono. O escribir cartas a mano, como yo. Mis amigos de entonces son mis amigos de ahora, los cuido y me cuidan, así que cuando voy a Buenos Aires tengo la agenda a tope porque quiero ver a todos y no me alcanzan los días”.
“No quiero volver a vivir en Argentina, no me lo imagino porque mi lugar es el lugar donde viven mis hijos, pero sí entendí enseguida que, si atesoraba el amor bueno, iba a poder crecer en cualquier lugar del mundo. Y mi amor es transatlántico, lo saben los que lo tienen que saber, estamos unidos”, reflexiona la mujer de 48 años.
“El choque cultural que no recuerdo haber sentido cuando llegué Alemania por primera vez sí lo siento todas y cada una de las veces que piso Ezeiza. Buenos Aires tiene olor a Buenos Aires, el aire de la mañana en la Ricchieri quiere decir que estoy de vuelta. La Argentina que dejé no existe más, fui vislumbrando nuevos paisajes con cada viaje, sin acostumbrarme del todo, tampoco necesito romper más lanzas, hace veinte años que soy visita. Me duelen muchas cosas, sé cuándo evitar el conflicto. Voy para visitar a mis seres queridos, nada más”.
“Mi travesía ha sido y es un aprendizaje constante. Y siempre estuve donde quise estar, aun en los momentos difíciles. Mi mejor momento fue siempre el presente. Como ahora. Gracias a Dios por esta experiencia, por haber puesto en mi camino gente generosa, gente que me ha enseñado tanto, que me ha dado oportunidades, que ha confiado en mí. Gracias por estos hijos llenos de vida, por esta vocación que me da de comer, por el amor sano de mi compañero de ruta y por todo lo que aún nos queda por delante”.
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
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