Hace 80 años, el campesino Dionisio Pulido vio crecer en su propiedad al volcán más joven de América
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Antes de 1943, Dionisio Pulido era un campesino más en el oeste mexicano. Tenía una estatura baja, un bigote frondoso y una piel marrón curtida con sol de sierra. No tenía ninguna capacidad sobrehumana. Era, en cualquier concepción posible, un hombre común. Algo que cambiaría para siempre después del 20 de febrero de aquel año. Ese día fue el protagonista de una escena apocalíptica.
Aquella mañana, Dionisio salió solo de su casa en las afueras de Paricutín, un pueblo montañoso en el estado de Michoacán. Se dirigió hacia el campo para comenzar a labrar la tierra endurecida por el invierno. Poco después de medio día fue que comenzó a notar, cada vez con más nitidez, que del suelo salía humo. Decenas de fumarolas desperdigadas por toda su parcela.
En poco tiempo comenzó a sentir el suelo caliente a una temperatura cada vez más insoportable. Por impulso, comenzó a acercarse al humo, pero un estruendo suave, parecido al sonido del descorche de una botella de sidra, lo dejó pasmado. De un agujero brotó un humo denso y negro que salió disparado a toda velocidad hacia el cielo. En ese instante, la tierra se partió en dos.
Dionisio tuvo poco tiempo para reaccionar. A penas logró acercarse a su casa y ver a los ojos a su esposa. Ella describió ese día así: “Mi esposo no había caminado mucho cuando oyó un ruido feo, como trueno de agua, como de una manada de borregos que se asustan, como si fuera pasando un tren. Allí se abrió la tierra, entre la casa y donde estaba él. Cerca había un pino que comenzó a arder. Yo me asusté muchísimo, mi esposo también. Después de ver el agujero, él no se animó a acercarse a nosotros, sino que desde lejos nos gritó: ‘Se acaba el mundo, qué es esto, qué está pasando. Se acaba el mundo’, y ya no lo volví a ver”, aseguró en entrevista con el escritor mexicano Rafael Mendoza Valentín en su libro “Yo vi nacer un volcán”.
Dionisio y su esposa quedaron separados por una grieta profunda. A lo lejos se escuchaba la campana de la iglesia del pueblo. Según relata él en el mismo libro, estaba confundido y no dejaba de sentir un olor sulfuroso y metálico que lo perseguía. “Estaba atontado, no sabía qué hacer o qué pensar, y no podía encontrar a mi esposa, ni a mi hijo, tampoco a mis animales. Grité: ‘Señor Bendecido de los Milagros, usted me trajo a este mundo’. Entonces, miré la grieta donde se levantaba el humo y mi miedo desapareció por primera vez”. Según cuenta, de un arbusto salió una de sus mulas y logró montarla. Se dirigió hacia el pueblo a todo galope.
Cuando Dionisio llegó al centro de Paricutín vio a todos los vecinos y familiares sacando sus pertenencias de las casas. Empacaron lo que pudieron. Las mujeres se agruparon en filas. Los hombres ayudaban a cargar todo. Algunos se resistían a irse, se negaban a dejar lo único que tenían: la casa de su infancia, todo lo que alguna vez conocieron. Las campanas no dejaron de sonar nunca.
Dionisio se encontró con su familia y acató las órdenes municipales: había que evacuar el pueblo. Y es que aquel humo negro que vio en su parcela, cada vez llegaba más alto, además, del agujero también salían disparadas rocas ardientes y vapores tóxicos.
El gobierno envió algunos autobuses para llevarlos a sitios cercanos, pero no eran suficientes. Dionisio logró subirse con su familia y viajaron a San Juan Parangaricutiro, un pequeño pueblo a una hora de Paricutín. Sin embargo, muchos no tuvieron esa suerte y pasaron la noche en un lugar que parecía estar a punto de ser sepultado en la penumbra.
Al día siguiente, desde San Juan y en varios pueblos cercanos comenzaron a escuchar estruendos que hicieron temblar el suelo cada 15 o 20 minutos. El relato oficial de los hechos en un pueblo vecino lo describe así: “Desde las 12 horas del domingo comenzó a tronar la tierra de una manera furiosa al grado de que, el día siguiente, el sacerdote de Corupo, Javier Hernández, montó una capilla improvisada para la veneración del ‘Señor de los Milagros’”. La gente se arrodillaba en la tierra, suplicaba piedad, cantaban por la salvación de sus almas. No sabían qué estaba pasando y tampoco tenían idea de lo que venía.
A solo 10 días de la primera erupción, el paisaje era inhóspito. En donde antes había un valle, ahora había una montaña humeante de 175 metros de altura. Las explosiones se hacían menos frecuentes, pero cada vez más intensas. Rocas volcánicas del tamaño de camionetas salían volando como si fueran pelotas de golf. Y Paricutín estaba desolado. En aquel momento, pocos sabían que esa catástrofe era la antesala del nacimiento del volcán más joven de América. Fue bautizado como el volcán Paricutín, al igual que la tierra que lo vio nacer.
El dueño del volcán
Ezequiel Ordoñez se encontraba en la Ciudad de México cuando se enteró de lo que pasaba en Paricutín. Hacía unos meses se había convertido en miembro fundador del Colegio Nacional, al que pertenecían las mentes más brillantes de México. Quizás era uno de los geólogos más influyentes y había trabajado durante toda su vida con volcanes. Sin embargo, jamás había sido testigo del nacimiento de uno. Aun a sus 76 años, esta era una oportunidad inédita. Así que dejó su recién estrenada oficina y se fue a aquel pueblo.
Llegó después de una semana de sinuoso recorrido y en cuanto puso pies en San Juan comenzó a preguntarle a los pobladores lo que sabían, pero pocos se animaban a contar lo que pasó. Todos le decían que tenía que hablar con el dueño del volcán.
Él se dirigió hacia una pequeña casa de madera en las afueras del pueblo y tocó la puerta. Allí, encontró a un hombre de baja estatura, bigote frondoso y una piel marrón curtida con sol de sierra. Se presentó como “Dionisio Pulido, el dueño del volcán”.
Dionisio le contó que era el único testigo de la primera erupción. Él había visto como su campo se partió para convertirse en volcán. A sus ojos, lo que había brotado de sus tierras era también suyo. Después de sobrevivir a la hecatombe encontró una veta de negocio: hacer recorridos turísticos. Todo extranjero o nacional que llegaba fascinado por aquel fenómeno geológico era presentado a Dionisio Pulido: el flamante guía y dueño del volcán.
De eso logró vivir por varios años y así conoció a múltiples celebridades del momento: David Alfaro Siqueiros, José Revueltas y Diego Rivera lo visitaron y le pidieron guía hasta sus tierras. Incluso la revista metropolitana “Tiempo”, en su edición 18 de junio de 1943, afirmó que Dionisio “había vendido en 700 pesos el volcán al Dr. Atl (Gerardo Murillo), célebre pintor y literato, quien de esta forma construyó una cabaña en una de las lomas que dominaban su desapacible propiedad; desde allí la vigilaba, satisfecho de haber adquirido el volcán en crecimiento”.
Ezequiel buscaba saberlo todo, y encontró a la persona ideal. Así que contrató a Dionisio por tiempo completo. El geólogo hizo un campamento a las afueras de San Juan, más cerca de las explosiones y cada mañana salía a merodear, tomaba muestras y volvía a escribir.
Una tarde, después de un recorrido, el académico y el propietario sintieron un terremoto que sacudió todo el pueblo y que incluso, según registros, se sintió hasta la Ciudad de México. Del volcán, salió disparado un chorro de lava, parecía una fuente que disparaba proyectiles hacia el cielo. Pronto se transformó en un río que comenzó a cubrir todo el valle. Lo que quedaba del pueblo de Paricutín fue enterrado debajo de toneladas de roca ardiente. El humo y el calor comenzaron a acercarse al campamento, así que decidieron regresar a San Juan, sin embargo, tampoco allí estarían seguros por mucho tiempo.
“Solo quedó la Iglesia”
La lava no se detuvo jamás. Eran 300 metros de un río ardiente que se alimentaban constantemente del Paricutín. Y para empeorar todo, un año después de la llegada de Ezequiel, en el 44, aparecieron dos pequeños volcanes a un lado del original. Esto hizo que el caos se acercara cada vez más al pueblo de San Juan. No era un avance rápido, pero era certero que llegaría a aquel pueblo y destruiría todo.
En su libro, “El volcán Paricutín” escrito por Ezequiel, describe aquel momento: “La lava estaba a unos pasos de San Juan. La mayoría de las personas había evacuado. Un grupo de mujeres arrodilladas frente a la lava y recibiendo su calor intenso imploraban la misericordia divina rezando y cantando plegarias”.
En los pueblos y ciudades cercanas, habían ordenado evacuar, no sabían cuál sería el final de esta catástrofe. Del pueblo se llevaron lo que pudieron: ropa, muebles y el Cristo de los Milagros que yacía en el altar de la iglesia.
El día que la lava invadió el pueblo, llovía, pero no parecía importar, nada detenía su camino. Poco a poco, todos los edificios de San Juan Parangaricutiro se consumieron en el fuego. Todos excepto la Iglesia. O mejor dicho, la torre y el altar, donde estaba el Cristo antes de la evacuación. La lava continuó su camino, el edificio quedó envuelto, pero nunca desapareció.
Por cinco años, aquel volcán siguió creciendo, humeando y consumiendo el valle lleno de montañas. Los habitantes de Paricutín se dispersaron a los pueblos aledaños, los de San Juan, fundaron un pueblo llamado “San Juan Nuevo”. El Cristo de los Milagros regresó a las ruinas de San Juan y allí permanece su altar, entre la roca volcánica.
Ezequiel Ordóñez siguió visitando el Paricutín hasta que su edad y salud se lo permitieron. Dionisio Pulido se mudó a un pueblo cercano y continuó con su trabajo hasta su muerte, 11 años después de haberse convertido en el dueño del volcán más joven de América.
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