Sarmiento y un enigma: la Estatua de la Libertad
¿Y si el autor intelectual del ícono de Nueva York fue el padre del aula argentino? Una réplica de 1,27 metros y la carta de un coleccionista estadounidense son el punto de partida de una singular búsqueda que entrelaza historias extraordinarias
David Weingarten junta miniaturas y enigmas. Miniaturas tiene más de 3500. Son souvenirs arquitectónicos históricos de edificios y monumentos emblemáticos de todo el mundo, producidos en gran parte en bronce y mármol a principios del siglo XIX. Por este hobby, que comenzó en los 70 como alternativa a su oficio de arquitecto en California, es considerado el mayor coleccionista del planeta en su estilo.
Enigmas tiene un puñado. Pero como le sucede a todo buen cazador de tesoros, intentar desvelarlos es, de lejos, su parte favorita del juego. Le dedica al métier un tiempo y un entusiasmo formidables, que se confirman en la carta que envió a La Nación revista a comienzos de este año. Después de un preámbulo exquisito en ritmo y generoso en detalles, dispara: “¿Y si el autor intelectual de la Estatua de la Libertad de Nueva York fue Domingo Faustino Sarmiento?”. A Weingarten, la teoría de que el padre del aula pudo haber mentado la efigie más conocida y con mayor valor simbólico de nuestra era le quita el sueño desde hace 15 años, cuando compró en una subasta una versión sugestiva y original de la señora de América, que mide 1,27 metros, es de zinc patinada en bronce y fue hecha por la fundición francesa Avoiron entre 1878 y 1881. Luce un gorro frigio en lugar de su distintiva tiara de 7 puntas, y en la tablilla de la ley que sostiene en su mano izquierda, una leyenda abre la caja de todos los misterios: 25 de Mayo de 1810.
Ayudarlo a encontrar las pistas que puedan conectar a Sarmiento con la Estatua de la Libertad se vuelve una aventura estimulante, tal vez hacia un naufragio predecible, pero divertido de experimentar… Hay escasas fuentes de consulta y, por inexacta e indulgente, internet sólo consigue enredar unos pocos datos certeros. David insiste, alentado por el vínculo que lo une a la nacion luego de una entrevista con él, en 2012, a propósito de su colección inigualable. Quiere que, desde los Estados Unidos él, desde Buenos Aires nosotros, contagiemos a académicos, descendientes de preclaros próceres y almas caritativas de archivos y bibliotecas la pretendida emoción que podría generar la idea de que, aparte de la birome, el colectivo y el bypass cardíaco, por raciocinio de una de las mentes más adelantadas que tuvo la Argentina, también es nuestra la Estatua de la Libertad.
Su premisa se sostiene en la larga amistad que Sarmiento mantuvo con Edouard de Laboulaye. En casa del estadista francés, durante la famosa Cena de Versailles, surgió la idea de que Francia le regalara a los Estados Unidos un monumento para el centenario de la declaración de su independencia, a celebrarse en julio de 1876, como símbolo de amistad entre ambos países. La cena fue una noche de 1865 y asistió quien terminaría siendo el autor histórico y por nadie discutido de la obra, Frédéric Bartholdi. Pero Sarmiento (DFS) y Laboulaye se conocían e intercambiaban correspondencia sobre sus inquietudes políticas de desarrollo y progreso desde 1846. Y en su doble condición de redactor-jefe del diario El Nacional y de director de la comisión que completó la Pirámide de Mayo en 1856, DFS se habría referido a la escultura a emplazarse en su ápice como… Estatua de la Libertad. Si Sarmiento bautizó así a la figura del escultor Joseph Dubourdieu que completaría nuestro primer monumento patrio nueve años antes de la cena de Versailles –la Pirámide estaba ya desde 1811, lo que se agregó fue la estatua–, ¿por qué se habrá decidido coincidentemente en casa de su amigo Laboulaye donarle a los Estados Unidos un monumento a la libertad?
La griega Palas Atenea, la romana Minerva, el Coloso de Rodas, águilas, cóndores y antorchas... Imágenes de aves alegóricas y de damas y caballeros blandiendo blasones como signo de triunfo o emancipación hay muchos. Antecedentes históricos, decenas. En la América latina libre, promediado el siglo XIX, ya se viralizaban las representaciones conmemorativas de las libertades sucesivamente conquistadas. Le cuenta a La Nación revista desde Granada el Doctor en Historia del Arte y autor de Monumento conmemorativo y espacio público en Iberoamérica Rodrigo Gutiérrez Viñuales: “Desde lo iconográfico, las alegorías patrias son herencias llegadas de Europa; particularmente, de la Francia de la Revolución de 1789. Las razones de este fenómeno se pueden simplificar primero en el gusto de las clases dirigentes y acomodadas por las obras escultóricas de clara filiación con los cánones de moda, en especial con los derivados del neoclasicismo. Y segundo, en el hecho de que en América latina no había empresas de fundición en bronce y un gran porcentaje de los monumentos que se colocaban en las plazas de nuestras ciudades eran realizadas directamente por escultores europeos”. Como sugiere Gutiérrez Viñuales, América estaba monumentalizando su progreso. Por eso, al desembarcar en Nueva York, la figura de Bartholdi, aunque grandiosa, ya era un clásico. O sea que en eso de atribuirse la propiedad intelectual, ni él ni el tenaz Sarmiento descubrieron la pólvora. Pero aquella cena deja sembrada la duda de que Laboulaye sí pudo haberse visto influenciado por su amigo Sarmiento.
La historia no oficial de la estatua que corona la entrada sur de Manhattan dice que en realidad se trata de un aggiorno de otra pieza descomunal que Frédéric Bartholdi ideó para el Canal de Suez en Egipto. Pretendía una escultura-corolario de la súper obra de ingeniería para unir los mares Rojo y Mediterráneo proyectada y construida por Ferdinand de Lesseps. Se iba a llamar Egipto iluminando Asia, o Egipto iluminando Oriente, pero de ningún modo se iba a llamar Estatua de la Libertad, o La Libertad Iluminando el Mundo, nombre oficial de la de Nueva York.
Precoz y visionario, Bartholdi hace un viaje de siete meses por Oriente. En 1856, él tiene 21 años y lo seduce la idea de aprender arte directamente de las fuentes de Egipto, Yemen y Abisinia –luego Etiopía–. Coincide en el trayecto de ida con Ferdinand de Lesseps y con los miembros de la Comisión Científica Internacional que perforará el istmo de Suez. A París vuelve con el pensamiento de una gran efigie faro, inspirado probablemente en el Coloso de Rodas –maravilla del mundo antiguo del que sólo queda el mito, porque desapareció tras un terremoto en el 226 antes de Cristo–. Pero De Lesseps pulveriza su plan. No quiere saber nada de una escultura que le haga sombra a un canal que según él era un monumento en sí mismo. Pero no vacila ni un segundo cuando decide erigir, 30 años más tarde, una estatua de 12 metros de altura al norte del canal representando a… ¡él mismo! La obra estuvo en pie hasta mediados del siglo XX, cuando fue a parar al fondo del mar tras una revuelta popular.
Bartholdi se sumó al plan de agasajar a los Estados Unidos cuando empezó a frecuentar las recepciones del jurista Laboulaye. Sus biógrafos sostienen que el joven escultor ya había abandonado para entonces sus comedidas convicciones republicanas y sólo quería ofrecerle su proyecto a quien fuera, ya sea un príncipe egipcio, un emperador francés, o una república americana.
Con el cambio de destino y conforme evolucionaba el plan para NY, su alegoría cambió también de vestuario: se le quitó el vestido de campesina árabe imaginado originalmente y se le puso la estola de diosa grecorromana; se le sacó la cofia y se ciñó una corona de rayos, accesorio clásico que Francia ya había usado en 1848 sobre el sello oficial de la Segunda República. Bartholdi, por supuesto, nunca habría de reconocer que recicló un sueño frustrado que terminó ofreciendo como regalo de segunda mano.
Francia se encargó de la construcción y ensamblaje de las piezas y los Estados Unidos de la edificación del pedestal. El 17 de junio de 1886, con casi 10 años de atraso, la escultura seccionada en pedacitos llegaba al puerto de Nueva York. La obra fue inaugurada el 28 de octubre. El presidente norteamericano Grover Cleveland, 600 invitados y miles de curiosos presenciaron el acto ese día gris de niebla. También Ferdinand de Lesseps, que además de todo lo contado, llevaba entonces casi 40 años de amistad con Sarmiento, perfectamente documentada en las cartas que se conservan en el Museo Histórico Sarmiento del barrio de Belgrano.
PRUEBAS DE LIBERTAD
Weingarten tiene razón. El 23 de mayo de 1856 DFS escribió en el diario El Nacional sobre una Estatua de la Libertad. Decía de la inminente presentación en sociedad de una escultura que iría sobre la Pirámide de Mayo, en la entonces llamada Plaza de la Victoria: “La erección de esa estatua prueba que la libertad existe y es la aspiración dominante en todas las clases de la sociedad. (…) Para colocar en lo alto de la pirámide la Estatua de la Libertad ha sido necesario refinar el estilo arquitectónico”. El texto fue reproducido en el libro Obras de Domingo Faustino Sarmiento –editado por su nieto Augusto Belín, en 1898–. Las crónicas de El Nacional de los días previos, a las que se accede en versión microfilm desde la hemeroteca del Congreso de la Nación, son aún más curiosas. El 14 de abril, alguien escribía que la Pirámide “que tan gloriosos hechos recuerda” iba a experimentar “algunos embellecimientos provisorios” y que una estatua la coronaría. “Tiene desmelenado el cabello, desarreglado el vestido, en la derecha la espada de combate descansando en el suelo y el brazo izquierdo alzado en el aire. Poniéndole un león a sus pies y ciñendo de laureles su frente, la estatua sería la más enérgica expresión de estos versos: Oíd mortales el grito sagrado, libertad, libertad, libertad.”
Días más tarde, “un viejo soldado del año 10” se quejaba mediante solicitada de las pobres condiciones del taller en el que Dubourdieu estaba haciendo “una libertad de barro”. Arremetía: “Una estatua de barro a la libertad sobre la pirámide consagrada al 25 de Mayo es un temerario insulto (…) una burla a la libertad misma”. Fue el hijo del artista Prilidiano Pueyrredón –a cargo de la puesta en valor– quien le contestó que superadas las versiones de prueba en barro y a falta de bronce o mármol, nuestra estatua sería de tierra romana, con cuerpo de cal, ladrillo y hierro. Pero el texto más auspicioso es el del 23 de mayo: “No en todos los países civilizados del mundo vendría hoy al pensamiento de nadie elevar una estatua a la libertad, idea que ha sido acogida y realizada con entusiasmo actualmente en Buenos Aires (…). La erección de esa estatua prueba que la libertad existe, y es la aspiración dominante en todas las clases de la sociedad”. Nuestra Estatua de la Libertad con el mismo gorro frigio que la que tiene David en su casa de California, nos vela desde entonces.
Luego llegarían al país varias versiones a escala de la de Nueva York, sobre moldes originales de Bartholdi, en circunstancias difíciles de aclarar. Para muestra de las tantas –una en San Juan, dos en la Casa de Gobierno de la Plata, varias diseminadas por Sudamérica–, la imprecisa hoja de vida de la que está en las Barrancas de Belgrano, sobre la calle Pampa. Pasa desapercibida, pero figura en el libro Imágenes de Libertad: Modelos y Reducciones de la Estatua de la Libertad, publicado por la casa Christie’s en 1986, en el que también se menciona a la de Weingarten. Fortuitas páginas de internet dicen que fue inaugurada el 3 de octubre de 1886, 25 días antes que la estadounidense. Lo dice también la memoria que acompaña a una foto de 1931 que se conserva en el Archivo General de la Nación Argentina. En Barrio de Belgrano, hombres y cosas de su pasado, texto editado por la Municipalidad de Buenos Aires hace medio siglo, se indica que fue adquirida en 1868 a la fundición francesa Val D’Osne como parte de una compra grande de motivos decorativos para los paseos públicos de la ciudad, y que fue puesta allí en 1875 siendo José Saborido Juez de Paz en el barrio.
Val D’Osne era desde 1836 una de las grandes proveedoras de modelos industriales ornamentales y escultóricos para las capitales más modernas. Sus piezas se encargaban por catálogo. Fue una de las que más contribuyó a que Buenos Aires, con sus más de 300 monumentos, esculturas, farolas, copones, mástiles y ánforas fuera considerada a finales del siglo XIX La París de América latina. Pero 1868 es una fecha poco y nada probable: el primer modelo a escala de la Estatua de la Libertad de Bartholdi para comercialización –decenas de estas reducciones se vendieron para ayudar a financiar la construcción de la gigante de Manhattan– es de 1870. A Weingarten lo entretienen varias ideas: que pudo haber llegado al país junto al modelo gorro frigio/25 de Mayo, que ambas fueron un regalo de Laboulaye a DFS y que tal vez sus descendientes, pasados los años, consignaron una a la ciudad y otra a Christie’s para ser subastada.
“ALTAMENTE INTRIGANTE”
La Doctora en Historia de las Artes María del Carmen Magaz, dedicada a investigar el patrimonio escultórico de Buenos Aires, dice: “No me parece comprobable el dato, siempre prefiero aseverar lo que pueda demostrarse con un documento. Lo único fehaciente es que estaba ya emplazada en Belgrano en 1931, porque hay una foto de entonces. Siempre pensé que una vez inaugurada la de los Estados Unidos se comenzaron a vender réplicas, porque se hizo muy famosa”. Magaz prefiere atribuir el misterio a la mentalidad de las familias adineradas de fines del siglo XIX que solían comprar figuras ornamentales carísimas a Europa. “Las pedían por catálogo porque respondían al gusto estético de la época. En muchos casos, al vender las propiedades o demolerse sus palacios y mansiones, las donaban a la ciudad como patrimonio”, cuenta.
David insiste en que el misterio del modelo que tiene en su casa se esconde en las entrañas de la amistad entre Laboulaye y Sarmiento. “Que dos grandes amigos empleen de esa manera una frase idéntica es altamente intrigante”, dice. Las cartas entre ambos, conservadas en el Museo Histórico Sarmiento, hablan de libertad largo y tendido. Ambos líderes se escriben sobre “nuestra mutua simpatía y nuestra adhesión a las buenas y saludables prácticas y principios de América del Norte”; se ponen de acuerdo con que “tranquilidad, paz y libertad son un tesoro que a todos conviene y de fácil aceptación”; y hablan de la Tercera República francesa como de “un faro para los demás pueblos luego de haber entrado tan genuinamente en la vía que dejaron trazada los Estados Unidos”. Laboulaye se refiere a Sarmiento como “uno de los hombres que más honran a América (…) No perderé ninguna ocasión de hacerle saber a mis compatriotas los generosos esfuerzos que él hace en el Río de la Plata para difundir la civilización”. Pero las misivas no dicen nada de ninguna estatua. Ni éstas ni las de Sarmiento con su otro gran amigo Ferdinand de Lesseps, a quien recurrió para pedir colaboración en el proyecto luego fallido de crear un puerto para Buenos Aires.
Carlos Cassaffousth fue el ingeniero argentino que construyó el primer dique San Roque, en 1890. Fue discípulo en París de Alexandre Eiffel, quien llegó a decir de la obra: “En este momento hay dos grandes proyectos de ingeniería en el mundo, mi torre en París y el dique San Roque. El dique al menos sirve para algo”. DFS fue padrino de bautismo de Cassaffousth, por lo que no sería descabellado que Eiffel y Sarmiento se conocieran. Eiffel, que además tuvo a cargo la estructura interna de la Estatua de la Libertad de Nueva York, fue quien diseñó la casa isotérmica que nuestro entonces ya ex Presidente se hizo traer de Bélgica a Paraguay para hacer más llevaderos sus problemas bronquiales y coronarios.
Laboulaye, De Lesseps e Eiffel, tres de los grandes involucrados en la gestación del monumento neoyorquino, estuvieron relacionados con Domingo Faustino Sarmiento. Los tres, al igual que Sarmiento y Bartholdi, eran masones (algo que se evidencia en la simbología de las esfinges). Si fue esta amistad, por su condición de Representante de la Masonería Argentina ante las Grandes Logias, lo que terció en la creación de esa escultura formidable y emblemática es un misterio que, aunque por el momento continuará así, a David Weingarten se le antoja romántico: “A pesar de su gran celebridad, los orígenes de la estatua más famosa permanecen oscuros, inciertos y disputados. Sin embargo, una revisión de la historia oficial por tantos años instalada podría sugerir sorprendentes revelaciones: mientras el camino al Coloso de Bartholdi lleva a Francia y a los Estados Unidos, podría haber comenzado, insólitamente, en la Argentina”