- 7 minutos de lectura'
El 29 de agosto de 1868 a las 8:45 arribó a Buenos Aires el vapor Aunis con un pasajero especial: el presidente electo, Domingo Faustino Sarmiento. El viajero provenía de los Estados Unidos y abordó el mencionado barco en la escala de Río de Janeiro. Una multitud se apiñó en el muelle y sus alrededores para recibirlo. El presidente saliente, Bartolomé Mitre, le envió el carruaje presidencial. Sarmiento agradeció el gesto, pero declinó el ofrecimiento porque prefería caminar.
Concurrió a la casa de su amigo, el doctor Augusto Carrié. Esos primeros días en la ciudad mantuvo reuniones privadas. El miércoles 2 de septiembre saludó a un gran número de personas que se reunieron para manifestarles su beneplácito. Pero su primera aparición trascendente tuvo lugar el jueves 3 cuando ofreció un discurso ante maestros, preceptores y público en general.
Su palabra era esperada. El primer discurso del presidente electo, que asumiría el 12 de octubre, no versaba sobre economía, asuntos de la política, nombres de ministros o cuestiones de seguridad interior. Sarmiento eligió hablar de educación, es decir, de su política de Estado.
Aquí ofrecemos un fragmento de aquella elocución:
Señoras preceptoras y señores maestros:
Aunque desde ayer tenía conocimiento de que esta manifestación debía efectuarse, no he podido en toda la noche pensar las palabras que había de dirigiros, porque estaba bajo la impresión de emociones demasiado fuertes. La palabra no puede seguir las palpitaciones del corazón. Sin embargo, siempre podré decir a ustedes algo, porque estoy en mi terreno, me reconozco entre mis amigos, y puedo hablarles con la franqueza de un hombre de corazón que sólo dice lo que siente.
(…) Al principio de la lucha electoral que ha concluido, un diario de esta ciudad, combatiéndome decía: “¿Qué nos traerá Sarmiento de los Estados Unidos, si es electo Presidente?”. Y él mismo se contestaba: “¡Escuelas! ¡Nada más que escuelas!”. Un joven decía en una cuestión de votos: “que los votantes de Buenos Aires no sabían escribir”.
Estas son dos verdades, señores. Recuerdo estas palabras sin resentimientos.
(…) Cuando aquel diario decía que yo no traería de los Estados Unidos sino escuelas, era la verdad, porque vengo de un país, señores, donde la educación es todo, donde la educación ha conseguido establecer la verdadera democracia, igualando las razas y clases.
Nosotros necesitamos escuelas, porque ellas son la base de todo gobierno republicano.
(…) Lo que sucede entre nosotros con la educación, me recuerda un cuento popular que he oído en los Estados Unidos y que voy a referir a ustedes.
Un día vinieron a decir a una señora que la vida de su marido se veía amenazada porque lo había acometido un oso, y ella sin inmutarse, contestó: “Yo no me entrometo en los asuntos de mi marido, que él se las componga con el oso”.
Esto es lo que pasa en la República Argentina con la educación. Se dice que es necesario educar a los pueblos; pero los gobiernos contestan: ·no me meto con el oso”.
Se dice que es necesario hacer del pobre gaucho un hombre útil a la sociedad, educando. Y todos contestan: yo no me meto con el oso. Pero es necesario “meternos con el oso” para que el pueblo argentino sea un verdadero pueblo democrático.
Ningún país en el mundo está en peores condiciones, señores, que el nuestro para ser República. Porque estamos divididos en aristócratas y plebeyos, y esa división es el fruto de la educación mala que se da.
Con aquellas primeras palabras dejó sentado que su gobierno iba a apuntar al desarrollo de la educación. Treinta años de experiencia en la materia le permitían sostener con autoridad su posición. Durante su estadía en el país norteamericano, adonde le tocó actuar como embajador o ministro plenipotenciario, reafirmó el valor que debía darse a la formación de los hijos de la Patria y los inmigrantes. En aquel primer discurso citó al senador estadounidense Charles Sumner.
Decía el Senador Sumner: “En el último mensaje enviado al Congreso por el Presidente de Méjico, veo un informe del estado de la educación pública y privada en la capital, ciudad de más de doscientos mil habitantes, en el que se observa, el doloroso espectáculo de que menos de cuatro mil niños han asistido a las escuelas en todo el año. De un documento semejante del Gobernador de Buenos Aires, Estado de medio millón de habitantes, cerca de la mitad de los cuales son europeos, tomo los siguientes apuntes: En 1866 asistieron a las escuelas públicas y privadas de la capital, 13.449 niños y en 1867 sólo 12.389”.
Así es, en Buenos Aires hubo mil setenta niños menos en las escuelas que el año pasado.
Para Sarmiento, la ausencia del Estado en materia de educación era algo más que evidente: “La ley dice que se persigan a los vagos. Pero, ¿cuáles son esos vagos?, ¿quién los ha hecho vagos, sino los gobiernos que no los educan?”, se preguntó ante la audiencia. Y prosiguió:
Ya se puede comprender lo que entiende de democracia el que decía que lo vendrían a fastidiar con escuelas. Las escuelas son la democracia. Para ellos, que tienen la Universidad para que se eduquen gratis sus hijos, la tierra para solazarse y el Gobierno; para ellos la escuela es para el vulgo, y entonces dicen: que allá se las compongan con el oso, que es la ignorancia, la pobreza y el vicio.
Para tener paz en la República Argentina, para que los montoneros no se levanten, para que no haya vagos, es necesario educar al pueblo en la verdadera democracia, enseñarles a todos lo mismo, para que todos sean iguales.
Vamos, pues, a constituir la democracia pura, y para esto, no cuento sólo con los maestros, sino con toda esa juventud que forma una generación entera, que me ayudará en la obra.
Para eso necesitamos hacer de toda la República una escuela. ¡Sí! Una escuela donde todos aprendan, donde todos se ilustren, y constituyan así un núcleo sólido que pueda sostener la verdadera democracia que hace la felicidad de las repúblicas.
El sanjuanino también se refirió al papel de la mujer en su objetivo educacional. Al respecto dijo:
Tengo el placer de recordarles que yo fui el fundador en Buenos Aires de las escuelas de ambos sexos, regenteadas por señoras. Para conseguirlo, tuve que luchar con grandes oposiciones que felizmente vencí. La experiencia ha justificado mis esperanzas.
Vengo de un país donde hay noventa mil maestras, y diez mil maestros; porque allí la educación está confiada a la mujer: más competente, más capaz de dirigir el corazón de los niños. Los hombres sólo enseñan ciertas materias.
La misión de la mujer como educacionista le está señalada por la naturaleza, porque ella tiene más corazón, porque virgen o matrona, lleva en su seno el instinto maternal. Eso no lo puede hacer el hombre, porque su educación, por muy completa que sea, no le da los sentimientos que la naturaleza dio a la mujer.
Mi empeño, pues, se contraerá siempre a fomentar la educación infantil, poniéndola en manos de señoras.
El mismo diario a que antes me he referido, me ha atacado también por este punto. Sin embargo, no me reformará.
Espero en Dios que hemos de hacer lo que podamos para que al bajar del poder, no tenga que avergonzarme de entregar la República en peores condiciones de aquellas en que la recibo.
En ese primer discurso, más que promesas, anunció que su principal proyecto era lograr que los chicos recibieran la educación que los formara para fortalecer la República. Las ochocientas escuelas creadas por su empuje, los profesorados, las subvenciones para que las provincias apoyaran el plan de crecimiento en la educación, la contratación de maestras y especialistas, y la difusión e impulso de proyectos editoriales permiten afirmar que Sarmiento no se quedó en palabras grandilocuentes, sino que cumplió con creces.