Nació en Bérgamo pero vivió en la Argentina desde mediados de siglo pasado; sus enseñanzas quedaron grabadas en la memorias de sus fieles y sus obras son el testimonio de su compromiso con la comunidad
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Hay una escena que resume el compromiso y entrega del padre Santiago Mora. Ocurrió hace casi 40 años, durante la guerra de Malvinas, mientras oficiaba una misa en Darwin sobre un altar improvisado con cajones de morteros. En plena ceremonia religiosa, cuatro aviones Sea Harrier comenzaron a bombardear la zona. El caos y la desesperación se apoderó del lugar. Los soldados se colocaron sus cascos, algunos se echaron “cuerpo a tierra” y otros corrieron a refugiarse en los pozos. Sin embargo, él no se inmutó. Quedó arrodillado, impertérrito, frente al altar. Una bomba beluga [también conocida como “bomba racimo”, que al explotar libera un gran número de pequeñas bombas] cayó a 20 metros del cura, pero extrañamente no detonó. Cuando terminó el ataque, el padre Mora se puso de pie y caminó hacia todos los pozos ofreciendo a los combatientes la eucaristía.
“Fue un milagro lo que pasó ese día. Quedamos asombrados. El padre Mora era muy querido. Recorría diariamente las distintas posiciones y conocía los nombres de todos. Él solo usaba una manta poncho y un casquete común porque sus guantes y abrigo se los había regalado a un soldado y por eso tenía sabañones en las orejas y en la nariz del frio. Siempre andaba con una bolsa de rancho, cruzada al cuerpo donde llevaba cartas, cigarrillos, rosarios y biblias que repartía entre los soldados”, cuenta el Coronel de Infantería retirado Ernesto Peluffo (60), veterano de la guerra de Malvinas, integrante de la compañía de Infantería A del Regimiento 12.
Para los excombatientes de Malvinas, el cura italiano, oriundo de Bérgamo, tuvo un rol fundamental en las islas. Con sus palabras y dedicación, alentaba y consolaba a los jóvenes que luchaban por la soberanía del país. Una imagen tomada el 6 de junio de 1982 por la BBC inmortalizó parte de su labor. Allí se ve al padre Mora junto a un religioso británico, parados frente a una fosa común, rodeados por soldados ingleses y argentinos, bendiciendo los cuerpos de los caídos en combate. Hay mil anécdotas que agigantan su leyenda. Él solía contar, con mucho orgullo, cómo salvó una bandera argentina tras la rendición, envolviéndose en ella durante su regreso al continente como prisionero en el buque Canberra.
Argentina fue su segundo hogar. Primero, antes de desembarcar en Buenos Aires, tuvo un breve paso por Montevideo: en 1950 fue enviado por el Papa Pio XII en una misión especial a Uruguay para ayudar en la organización del clero sudamericano. Años más tarde, con el deber cumplido, regresó a Europa para estudiar teología pastoral. Recién en 1965 volvería a América para instalarse definitivamente en la Argentina. Recorrió distintas localidades de la provincia de Buenos Aires hasta que en 1978 fue designado capellán militar en la Escuela General Lemos, en Campo Mayo.
“Creo que él nunca sintió que lo que hacía era algo heroico. Recuerdo que cuando me contó sobre la misa bajo el ataque de los Sea Harrier dijo que pensaba ‘si muero acá, seguro me voy al cielo’, quitándole dramatismo a la situación. No le temía a la muerte. Era agustiniano, por eso no creía mucho en el infierno como un castigo. Él decía que nuestra vida era un aprendizaje para poder sintonizar mejor la frecuencia de la divinidad. El infierno, decía, era como poner a un ciego delante de una lámpara. Dios no te castiga, es que no has aprendido a abrir los ojos”, dice Francisco Javier Andrade (51), profesor de química, que conoció al Padre Mora a los 13 años, cuando sus padres lo invitaron a cenar a su casa, y reconoce que, aunque que en aquel tiempo era “bastante rebelde”, lo cautivó la personalidad “culta” del cura.
“A él no le gustaban las cosas públicas, solo las kermeses del barrio. Iba a comer a las casas. ‘Navidad con tu familia, y Pascuas con tus amigos’, decía. Así que siempre rechazaba invitaciones navideñas, pero venía a casa a comer para Pascua, u otras ocasiones y allí se quedaba de sobremesa con mis padres y yo escuchaba”, dice.
Con sermones sencillos y lenguaje afable, la palabra del padre llegaba a todos los rincones de San Miguel. Y a pesar de su accionar memorable en la guerra, recordaba con tristeza el enfrentamiento. “No me voy a olvidar, aquella vez que en una misa, durante su homilía dijo ‘A las Malvinas fuimos a joder y nos jodieron’. Cuando terminó, muchos lo insultaron porque en San Miguel están todos los conventos y también los militares. Recuerdo que vino el general Héctor Ríos y le dijo de todo, pero él no decía nada. Era auténtico, tenía una voz serena pero su palabra era profunda”, cuenta Andrade y añade que lo escuchó también contar que había salvado gente durante el autoproclamado Proceso de Reorganización Nacional ayudándolos a escapar del país. “Él no era de izquierda, ni mucho menos, pero no aceptaba la violencia”, insiste.
“La gente tiene que sentir que la Iglesia es igual a su casa”
Todos concuerdan en que el padre Mora era una persona muy austera. Nada de lo que le regalaban se lo quedaba, todo lo donaba: televisores, radiograbadores, abrigos... Vivía en una casita humilde entre la gente del barrio, en la periferia de San Miguel. Allí tenía algunas gallinas y una huerta, que compartía con sus vecinos. Decía que los religiosos tenían que vivir con la gente para entender sus problemas. Entre risas, algunos vecinos recuerdan que el padre era “la pesadilla” de los sacristanes y monjas porque siempre andaba con los pies sucios y dejaba su huella por donde pasaba.
La labor del padre Mora no se agotó en la guerra de Malvinas. De regreso en el continente, el cura -que era también albañil y emprendedor nato- llevó adelante una gran obra que cambió para siempre el antiguo barrio Carabassa y la vida de sus vecinos. Empezó con la idea de construir un hogar para que los cadetes de la Escuela Lemos que venían del interior tuvieran un lugar adonde ir cuando les daban franco. Pero después, cuando advirtió que la gente de la zona tenía que cruzar la ruta que estaba en muy malas condiciones para llevar a sus hijos al colegio, cambió de idea: se propuso construir una escuela y una capilla.
“Reza como si todo dependiera de Dios, pero trabaja como si todo dependiera de ti”, es una de las enseñanzas de San Agustín que el padre Mora supo personificar a lo largo de su vida. Aunque tenía un secreto para lograr empatizar con los fieles: daba por terminadas sus obras cuando aún quedaban cosas por hacer. Explica Andrade, que hasta ingresar en la universidad lo ayudó en sus proyectos: “Dejaba las paredes sin revocar o sin pintar para que la gente sintiera que la iglesia era igual a su casa, sino iban a pensar que era una iglesia de ricos. Decía que cuando la gente del barrio mejorase su calidad de vida, él también mejoraría la Iglesia”.
“Una vez logró una donación muy grande de un empresario. Vinieron y le construyeron un lugar muy alto. Y él preguntó: ‘¿Para qué tan alto?’. Finalmente, construyó un entrepiso y abajo armó la Iglesia y arriba una escuela”, recuerda. El padre sostenía que era más fácil dar misa en una escuela que enseñar en una capilla.
El cura era muy devoto de la Virgen. Algunos recuerdan que antes de que se construyera el santuario en San Nicolás organizaba viajes para visitar a Gladys Motta, la ama de casa de la ciudad bonaerense que presenció la aparición de la Virgen.
Margarita Ajalla de Lucena trabajó durante 18 años como directora de la escuela “María Rosa Mística”, fundada por Mora a mediados de los años 80, en el barrio Carabassa. “El padre tuvo la idea de poner una escuela privada donde no había nada. Hizo todo el solo, con la ayuda de algunos vecinos del barrio. Su gran objetivo era que los alumnos egresasen de la escuela como hombres y mujeres de bien”, destaca.
“El 2 de abril de 2004 se apareció en el patio de la escuela con todas las insignias que había obtenido en la guerra de Malvinas en el pecho y, durante el acto, le contó a los chicos su experiencia. Él ya se sentía muy mal en esa época. Nos hizo emocionar a todos porque resaltó el papel de los soldados en la batalla. Siempre decía que él estaba presente entre nosotros por la intervención de María Rosa Mística”, recuerda Ajalla.
“Todo lo que cambió en el barrio fue obra de él”
Además del colegio, el padre ayudó con la creación de la capilla Stella Maris, en el Barrio Barruffaldi, de Bella Vista. También colaboró en la fundación de la Escuela de Capacitación Laboral N°1 de la misma localidad y en 1990 fundó la Capilla Nuestra Señora del Pilar, en la calle Murguiondo y ruta provincial 8 de Los Polvorines, que cedió al Obispado de San Miguel. Tan basta fue su tarea que en 1999, el Concejo Deliberante de la municipalidad de San Miguel lo nombró ciudadano ilustre.
“Todo lo que cambió en el barrio fue obra de él. En una de mis visitas a la Argentina, me acuerdo pasar por el barrio y quedarme sorprendido por todo lo que había crecido. Recuerdo haber visto en una vereda un pilar con la imagen de la Virgen y pensé ‘esto fue obra de él’ porque el decía que la gente no tenía que ir a la Iglesia sólo a rezar. Lo que el padre construía no eran edificios sino comunidades vivas a su alrededor”, dice Andrade, que actualmente vive en Tarragona, España.
El 20 de mayo de 2004, el padre Mora falleció, a sus 75 años, de un problema respiratorio en el Hospital Militar Central, aunque su recuerdo y su obra al servicio de la comunidad lo inmortalizó entre miles de fieles que aún lo recuerdan con una sonrisa. “Un tano de primera, muy querido, un capellán de guerra y cura de combate al que vamos a extrañar siempre, hasta la eternidad, donde ya nos volveremos a encontrar”, finaliza Peluffo.
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