Santiago Lange no solo es uno de los grandes regatistas argentinos; es una leyenda del deporte mundial. En Viento, la travesía de mi vida, libro escrito en colaboración con el periodista Nicolás Cassese, cuenta en primera persona su historia, la de un hombre que es sinónimo de resiliencia y tenacidad. Lo que sigue es un extracto, donde narra su experiencia en las aguas de Río de Janeiro, en los Juegos de 2016, cuando conquistó la medalla dorada.
BAJO UN CIELO DE BRAZOS ABIERTOS
Hoy va a hacer calor, pero todavía es temprano y casi no transpiro mientras pedaleo a ritmo parejo por el parque Flamengo, sobre la costa de Río de Janeiro. Es para mí un trayecto habitual, pero me sigue sorprendiendo la variedad de personajes con los que me cruzo cada mañana. (...) Tomo conciencia del privilegio de estar viviendo este momento. Lo que está en juego es mucho, pero esa presión es al mismo tiempo motivo de felicidad. Me hace sentir vivo y me hará rendir al máximo. Tengo 55 años, estoy en mis sextos Juegos Olímpicos y esta pedaleada en la mañana del 16 de agosto de 2016 me lleva a la regata que definirá si alcanzo aquello que persigo desde hace casi tres décadas: la medalla de oro.
En un rato Cecilia Carranza también saldrá en bici hacia la marina donde guardamos nuestro barco, el Nacra 17, un catamarán que se estrena como clase olímpica mixta en estos Juegos. Programó en su teléfono el himno argentino en la versión de Los Piojos, una banda de rock de su generación. Escucha el tema en loop, una vez tras otra. Es una grabación en vivo y los aullidos de la gente con los que arranca el tema la hacen sentir poderosa, conectada con lo que vinimos a hacer. Ceci creció mucho durante el tiempo que llevamos navegando juntos. Hace un rato, en el desayuno, noté la confianza en su mirada. No hablamos demasiado ni nos dimos aliento. No hace falta.
Ayer, en el día libre antes del final de la competencia, la fue a visitar Berna, su sobrino.
-Tía, me pidieron que no te diga nada, pero ¡qué nervios! -le dijo.
Ceci se rio y respondió que habíamos entrenado para llegar a esta instancia de la mejor manera posible. Podíamos ganar o perder, pero seguros de haber dejado todo. Era cierto. El camino que nos trajo hasta acá fue largo y complejo. Entre otras cosas, yo nunca había navegado con una mujer, como es obligatorio en esta categoría. Además, veníamos de experiencias distintas. Eso generó una relación despareja y muchas tensiones. "Mejorar mi tono con Ceci. Nunca más subirle la voz o presionarla", anoté después de un día complicado en la libretita roja donde llevo mis apuntes. No sé si esta tarde voy a terminar con una medalla colgada del cuello, pero de Río seguro me voy a llevar un posgrado en cómo relacionarme con una mujer 26 años más joven. Con Ceci bromeamos que luego de estos Juegos estaré listo para volver a casarme.
Llevo casi medio siglo compitiendo y sé que lo importante ya está hecho. Ahora solo resta desplegar lo que tanto practicamos. Estoy tranquilo y el escenario ayuda. Veo ante mí la imponente Bahía de Guanabara. Custodiado por el Cristo Redentor y los morros cubiertos de vegetación, este espejo de agua es el centro de nuestra vida desde hace nueve meses. Entonces, llenos de incertidumbre y atrasados en la preparación, decidimos que la única manera de llegar con posibilidades a los Juegos, de aspirar a una medalla, era mudarnos acá enseguida. Y eso hicimos. Nos volvimos locales. Navegamos hasta descubrir los secretos y caprichos de esta geografía endiablada. Somos expertos en cada una de las muchas corrientes que atraviesan la bahía y conocemos la infinidad de vientos que la recorren.
El esfuerzo rindió. Luego de las 12 regatas iniciales, llegamos primeros a esta última jornada de los Juegos Olímpicos, con una ventaja de cinco puntos sobre el segundo. Nuestro deporte es cruel. Cada regata suma el puesto obtenido, pero esta competencia final, la medal race, vale el doble de las otras. Gana el campeonato el equipo que acumula menos puntos. Nosotros venimos bien, pero si hoy tenemos un mal día, podemos quedar afuera de todas las medallas.
Salí con tiempo y me tomo un rato para mirar el mar. Busco señales que me confirmen el pronóstico que recibimos más temprano de nuestra meteoróloga, Elena Cristofori. Algo que me encanta de la náutica es que la cancha se modifica todo el tiempo de acuerdo a los cambios en el viento y la corriente. Eso hace de la vela un juego impredecible. Un ajedrez con un tablero dinámico. Los navegantes combinamos la información que nos da la meteorología con la sensibilidad para leer el viento en plena regata. Es un arte que me fascina, pero el viento es rebelde. Siempre se guarda algo. Y no solo se trata de saber qué está pasando en el momento, sino también qué pasará en los minutos siguientes. Obtenemos datos de la forma de las nubes, los colores del agua, las banderas ubicadas en la costa o el modo en que se mueven los barcos rivales. Pero en esto la intuición juega un papel fundamental.
A esto le sumamos la pericia para ejecutar las maniobras y la táctica para movernos de acuerdo a lo que hacen los rivales. En la última de las regatas, que comenzará en unas horas, los diez primeros equipos competiremos para ver quién combina mejor estas variables mientras hacemos equilibrio colgados del trapecio, que apenas nos mantiene sobre un barco veloz e inestable.
En la oscuridad, tirado en la cama y entregado a las manos sanadoras de Eva Álvarez, nuestra kinesióloga, me fui soltando y compartí con ella parte de mi historia. Una de las primeras veces que me trató descubrió mi cicatriz. Es pequeña y sanó bien. Está en la mitad del tórax, a la altura de las costillas. A simple vista no se ve, pero ella la encontró y la trabajó con delicadeza buscando que la piel recuperara elasticidad. Le conté su origen, el cáncer por el que me tuvieron que extirpar todo el lóbulo superior del pulmón izquierdo. Salí de la operación sin voz e incapacitado para hacer el más mínimo esfuerzo. "Monocilindro", me decían mis amigos.
Me habían sacado alrededor del 30% de mis pulmones. Con el tiempo, el sector remanente del órgano se expandió para ocupar el espacio vacante, pero al principio me costaba respirar. Me operaron hace menos de un año y hoy voy a correr la última regata de los Juegos. Qué ironía, el Comité Olímpico Internacional incorporó el Nacra porque quería un barco rápido y ágil que sedujera a los jóvenes y acá estoy yo, el más viejo de los navegantes que compiten en Río, y recién recuperado de un cáncer.
Cruzo con la bicicleta un túnel corto que pasa por debajo de una avenida. Cuando salgo de nuevo a la luz del parque, me acuerdo de las pedaleadas épicas con las que comencé mi rehabilitación en Cabrera de Mar, un escarpado pueblo español de montaña a 27 kilómetros de Barcelona. Allí tengo mi segundo hogar. Enseguida se me aparece la imagen de Theo y Borja, mis hijos mellizos. Fueron mi sostén después de la operación y durante todo el período de convalecencia.
Los mellizos no navegan ni heredaron mi pasión por el deporte. Aunque les gusta la actividad física, prevalece en ellos una fuerte inclinación artística que viene de Silvina, su madre. De todos modos, en un mes pedaleamos juntos 450 kilómetros. La recuperación en su compañía fue una oportunidad para conocerlos mejor. Lejos de cualquier pulsión competitiva, ambos tienen un enfoque relajado de la vida que me inquietaba un poco, pero en esos días pude entenderlo y valorarlo. Mientras pedaleo, las imágenes de aquella época me llenan de energía.
Tengo otros dos hijos, Yago y Klaus. Navegan juntos en 49er, una de las clases olímpicas más dinámicas y explosivas. Deportistas los dos, son bien distintos. Con Yago comparto la obsesión por la planificación y el método. Es el mayor, y quizá haya sido el que más sufrió cuando nos separamos con Silvina y decidí vivir de la náutica, lo que me obligaba a pasar largas temporadas fuera del país. Klaus, el menor, es pura sensibilidad. Compartimos mucho tiempo y es cariñoso, me saluda con un abrazo efusivo cada vez que nos cruzamos en la marina. Están en Río, compitiendo en sus primeros Juegos Olímpicos. Hace poco más de una semana desfilamos los tres juntos, con Ceci, en la ceremonia de inauguración. El momento en el que entramos al estadio olímpico, en medio de una fiesta llena de atletas, valió más que las dos medallas de bronce que gané en Juegos anteriores. En un mundo lleno de conflictos, la apertura de los Juegos es una muestra de que los distintos pueblos y culturas pueden convivir en paz. Este mensaje es para mí incluso más importante que el deporte en sí.
Compartir con ellos esta experiencia en Río justifica el esfuerzo que le estoy exigiendo a mi cuerpo. Siempre entrené y tuve pocas lesiones en mi carrera. Juego al squash con Yago y Klaus y son partidos parejos. Mi punto débil son las rodillas. Tengo ambas operadas de meniscos y cuando empecé a navegar en Nacra me dolían mucho. Agacharme, una posición habitual en los catamaranes, era una tortura. Sufría y Ceci me miraba preocupada. Antes de los Juegos viajé a Brasilia para participar de una carrera de calle, la Red Bull World Run, y tuve que parar a los 100 metros. Después entré en calor y pude seguir, pero prefiero usar la bici como sistema de entrenamiento. Esta Scott rutera en la que pedaleo hacia la marina olímpica es la misma con la que todos estos meses trepé hasta el Cristo que está en la cima del Corcovado.
No solo las rodillas pagaron un costo por mi estilo de vida. Sé que las decisiones que tomé afectaron mis relaciones. Hubo épocas en que pasaba nueve meses por año viajando por el mundo, compitiendo. Entiendo lo difícil que resulta mantener una pareja con este ritmo. Hace tiempo que estoy solo. No es algo que haya buscado.
En algún momento me cuestioné mi vocación. ¿Cuál era el sentido de poner tanto empeño en algo que en apariencia no es relevante? Me comparaba con mi tío Wolfgang, médico, que salvaba vidas y cuidaba la salud de sus pacientes. ¿Qué hago yo, en cambio? Invertí décadas en tratar de ser el más rápido dando la vuelta arriba de un barco entre un par de boyas. ¿Y eso qué significa? ¿Qué le aporto a la sociedad con mi esfuerzo de todos los días?
Ya en la marina, preparamos nuestro catamarán antes de salir a la batalla. Faltan unas horas para la última regata y la rutina no se altera. Llegamos primeros al día final de un Juego Olímpico, no es tiempo de innovar. Cada uno sabe qué hacer. El barco lleva tres velas. Yo me ocupo de la mayor y Ceci de las otras dos, el foque y el spinnaker. Nuestro equipo nos asiste, pero saben que a Ceci y a mí nos gusta revisar los cabos, chavetas, tornillos y demás sistemas, así como poner con precisión todos los sables y darles la tensión exacta a las velas. Es un modo de asegurarnos de que no haya nada desgastado y con riesgo de romperse. El armado también incluye decisiones sobre qué materiales usar de acuerdo a la condición del viento que esperamos encontrar. (...)
Faltan 20 minutos para tirar los barcos al agua y activo el cuerpo con unos ejercicios livianos. Los hacemos con Dani. Me saco la ropa deportiva y me pongo el neoprene. No tengo problema en cambiarme frente a cualquiera, pero hay cámaras dando vueltas así que me tapo con un poncho. Elijo el traje liviano, de 1,5 milímetros, las botas cortas, la remera de lycra celeste y blanca, el arnés de calma, el salvavidas, la gorra y por último la pechera amarilla, que nos identifica como líderes del campeonato. Es el primer día que arrancamos como punteros y siento una presión que me inspira, mezcla de fuerza y orgullo. La sensación se disipa rápido, es hora de ponernos en movimiento.
Apenas habilitan la rampa, Ceci sostiene el barco y luego remueve el trailer. Yo saco los topes en los que se apoya el casco. No hay tiempo ni lugar para las arengas. Nada debe alterar nuestro modo de hacer las cosas. La emoción está ahí, flotando en el aire, no hace falta mentarla. (...)
Comenzamos a navegar y sentimos el rugido de la tribuna, algo inédito en la vela. Acostumbrados a correr mar adentro, sin otro público que el resto de los competidores y las autoridades, el aliento nos sobrecoge. Hay banderas y suena el cantito de las canchas de fútbol. "¡Argentina! ¡Argentina!". Mi madre, algunos de mis hermanos, mis hijos, la familia de Ceci y otros cientos de personas que no conocemos nos vivan como si fuéramos Messi. Entre ellos, muchos brasileños. Somos locales.
Hay poco tiempo y mucho que hacer antes de que se largue la regata. Lo primero es probar el seteo que elegimos para el barco. Debemos asegurarnos de que la puesta a punto sea la adecuada. La decidimos basándonos en la condición del viento que nos dio el pronóstico y en lo que vimos desde tierra, pero terminamos de confirmarla una vez que comenzamos a navegar y sentimos cómo se comporta el barco. En el trayecto hacia la zona donde está fondeado el recorrido probamos alternativas e intercambiamos información con Mateo y Cole, que nos acompañan en la lancha. Cuando llegamos, nos juntamos con el equipo suizo para probar velocidad y definir, según el viento y las corrientes, cuál es el lado más conveniente. Es fundamental elegir bien. De nada sirve ir rápido pero por el camino equivocado.
El viento viene del Pan de Azúcar y eso lo vuelve arrachado, difícil de predecir. Es una condición complicada, pero nos gusta. Ninguno de los otros nueve equipos pasó tanto tiempo como nosotros navegando en esta bahía y eso nos da seguridad. Confío en que, de ser necesario, intuiremos antes que el resto por dónde vendrá la racha ganadora. Nos va bien en la probada con los suizos y compartimos las conclusiones con nuestros entrenadores.
-Me gusta la derecha -digo mientras me hidrato y Ceci come una barrita de cereal.
-A mí también -coincide Mateo-. Pero cuidado con exagerar y clavarnos en el pozo de calma.
Tiene razón. Si nos pegamos mucho a la costa, corremos el riesgo de quedarnos sin viento. Conversamos sobre la atención que debemos poner para elegir de qué lado queremos entrar a la primera boya, otra de las zonas complicadas del recorrido. Por último, confirmamos la estrategia de partida que planeamos anoche.
La largada es un momento crítico en una regata corta como la medal. Partimos usando como referencia una línea imaginaria entre dos lanchas. No podemos cruzarla antes de que suene una bocina que anuncia el inicio de la prueba. Si nos pasamos, tenemos que volver. Y hasta nos pueden descalificar. El proceso comienza con una cuenta regresiva de cinco minutos. El objetivo es estar en el lugar más favorable y a máxima velocidad, sin rivales que molesten y en el límite exacto que marca la línea, cuando el cronómetro llega a cero. Los diez barcos buscamos lo mismo y el espacio es escaso.
Decidimos que queremos estar del lado izquierdo de la línea y apuntando hacia la derecha de la cancha. La estrategia tiene varias ventajas, pero un gran riesgo. Las reglas indican que, por el rumbo que elegimos, estamos obligados a dejar pasar a todos los barcos que vengan del otro lado. En la largada suele haber muchos cruces al límite. Tendremos que evitar cualquier situación comprometida con un barco con derecho de paso. Los jueces observan desde sus lanchas y pitan el silbato cuando ven una falta. Es la señal más temida. Significa que hay que penalizarse con un giro completo, una maniobra lenta que te aleja de la punta.
Tomar este riesgo en la largada nos permitirá, si todo sale bien, ir hacia el lado de la cancha donde creemos que hay mejor viento. Eso simplificará el resto de la competencia. Es una estrategia agresiva. Podríamos optar por una alternativa más conservadora y apuntar a asegurar alguna de las tres medallas, pero me mueve el deseo del oro.
En la división de tareas arriba del barco mi responsabilidad es ejecutar la táctica. Además de estar atenta al movimiento de los rivales, Ceci se ocupa, entre otras cosas, de llevar el tiempo con su cronómetro y de mirar las diferentes banderas con que la lancha de la comisión de regatas anuncia el tipo de recorrido y cuánto falta para largar. Mi ignorancia en el código de banderas es absoluta. No tengo memoria, ni ganas de aprenderlo. Confío en Ceci.
-Faltan dos minutos -dice.
A esta altura está claro que la mayoría de la flota tomó una decisión similar a la nuestra, largar con el borde que apunta a la derecha, sin derecho de paso. Nosotros somos los segundos empezando del lado izquierdo de la línea. El primero es el austríaco y el tercero, el inglés. Intentamos que el barco no avance y que conserve su posición en relación a los que tenemos cerca. Es difícil. Las olas, el viento y la corriente nos desacomodan. Si queremos retomar la posición, tenemos que tensar las velas y hacer que el catamarán navegue, pero eso nos acerca peligrosamente a la línea de largada, que no podemos cruzar antes de tiempo. Como caballos de carrera con las riendas cortas, nuestros Nacra están inquietos, contenidos. Disputan el espacio centímetro a centímetro.
-Un minuto -anuncia Ceci.
Una pequeña alerta aparece a la derecha. El francés y el australiano están posicionados para largar con el borde opuesto. Tienen derecho de paso y debemos asegurarnos de que crucen claros. De lo contrario podemos recibir una infracción.
-Treinta segundos.
La parte crítica de la largada es decidir cuándo acelerar. Los catamaranes ganan velocidad muy rápido. Si muevo el timón y cambio el rumbo, levanta uno de sus cascos y salimos disparados. Tengo que hacerlo en el momento exacto y en una coordinación muy fina con Ceci, que lleva las velas. Ni un segundo antes, ni un segundo después.
La idea es dejar pasar al francés y esquivar con lo justo al australiano. El inglés, que está a sotavento, hará lo mismo. Es nuestra preocupación inmediata. En los próximos diez segundos se sabrá quién ejecutó mejor la largada. El que lo haga saldrá primero hacia la derecha, donde todos queremos ir.
-Veinte segundos.
Me preparo para apretar el gatillo y acelerar mientras observo qué hace el inglés y cómo vienen los dos barcos que debemos esquivar.
-Diez segundos.
¡Peligro! El inglés arrancó antes y buscará ir por delante del australiano. Es una mala decisión y va a ser penalizado, pero ese es su problema. El nuestro es otro: el australiano tendrá que esquivarlo y nos puede chocar.
-Nueve, ocho.
Se cumple el peor de los escenarios. El australiano modificó su rumbo de manera drástica y ahora avanzamos a toda velocidad hacia el desastre de un choque frontal. Ceci deja de cantar los segundos, lo único importante es evitar la colisión. El timonel australiano tiene cara de pánico. Nosotros también. Si chocamos navegando en direcciones opuestas, quedaremos enganchados y romperemos el barco. Será el adiós a la regata y a las medallas.
El australiano nos pasa muy cerca. Nos esquivamos y arrancamos. No era la largada que previmos, pero estamos en carrera.
Entonces, suena el silbato.
Giro la cabeza y no lo puedo creer. El juez nos apunta con una bandera, nos está penalizando. No es justo. La falta fue de los ingleses, nosotros hicimos todo lo posible para salvar el problema que ellos crearon. Pero no pierdo tiempo en especulaciones. Tenemos que dar un giro completo para rehabilitarnos. La maniobra es compleja y nunca la entrenamos. Había muchas cosas que hacer durante la preparación y esta no era una prioridad. Nos sale lenta y accidentada. Casi se nos da vuelta el catamarán.
Cuando al fin terminamos y volvemos a navegar, levanto la cabeza y compruebo que estamos últimos y lejos de la flota. Allá adelante se escapa, una vez más, la medalla de oro. No me altero. La regata es corta, pero dará oportunidades de recuperar. Lo importante es no inquietarnos. Mantener la tranquilidad y la confianza. Ahora ese es el nuevo plan, el único posible. Vamos a pelear desde el fondo por nuestra resurrección.
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