Bolivia es un país de mitos. Uno de los primeros mitos que se derrumban de Bolivia es el de sus rutas. Supuestamente, los caminos de Bolivia son malos. La realidad es que hoy las rutas de este país no tienen nada que envidiarles a las argentinas, que son bastante buenas para los estándares sudamericanos.
Santa Cruz de la Sierra es la capital petrolera, sojera e inmobiliaria de Bolivia. Desde la separación del Alto del ejido municipal de La Paz, también es la ciudad más poblada del país, con alrededor de dos millones de habitantes. A eso se suma un promedio de 190 personas diarias que llegan a instalarse en la ciudad, según estimaciones del gobierno local.
Los textos urbanísticos y recomendaciones de las Naciones Unidas dicen que las ciudades no deberían crecer a más de una tasa del 4% anual, ya que se vuelven de crecimientos inmanejables. Santa Cruz crece, desde hace casi una década al 6,5% anual, y nada parece indicar que eso se vaya a detener.
Los cambas, como se conoce a la población cruceña, lo cuentan orgullosos. Santa Cruz es una de las ciudades estrella de Latinoamérica, dicen. Artículos de revistas económicas inglesas y think thanks con sede en Miami lo confirman. Ubican a la ciudad como una de las 15 urbes más prometedoras de Occidente para las próximas décadas, o a la cabeza de las ciudades del subcontinente donde más se va a expandir la clase media.
Santa Cruz, la ciudad que enamora. La Gran ciudad en construcción. Así reza el eslogan oficial. Los cambas hacen gala de su amabilidad. En la idiosincrasia cruceña, se llega hasta el punto de competir por quien es más amable con la visita, con el extranjero.
Tomo el bus de la terminal al centro de la ciudad, y a la segunda parada sube una mujer rubia, de rasgos casi orientales, con un niño en brazos, de tez unos tonos más oscuros que su mamá. Se sientan del otro lado del pasillo y no me resisto a preguntar.
–Perdón, ¿sos de aquí?
–No hablo bien español. Pero no soy de aquí, vivo aquí.
–¿Inglés?
–No, ruso.
Aziza Gatina tiene 33 años, es bailarina y lleva poco más de dos años viviendo en Santa Cruz. Vino de su ciudad natal, Taraz, en Kazajistán. Se las arregla para hacerme entender que vive de las clases que dicta en un Instituto de Danza local. Me llega a contar que su hijo, de 2 años, es boliviano. Pronto llega su parada y me quedo con ganas de preguntarle más. ¿Qué trae a una bailarina kazaja al corazón mediterráneo de Sudamérica? ¿Amor? ¿Oportunidad? ¿Aventura? ¿Un poco de todo lo anterior? Tal vez nada de esto.
Las estadísticas oficiales dicen que en Bolivia hay cerca de 60.000 residentes extranjeros, de los cuales casi el 70% se concentra en Santa Cruz y alrededores, y de los cuales la mitad son brasileños estudiantes universitarios, en especial de Medicina.
El mito de la inmigración ordenada y temporal.
Lo cierto es que es difícil calcular cuántos extranjeros viven realmente en el país. Las mismas fuerzas de seguridad, en un artículo de un periódico local, al hablar del grupo de inmigrantes colombiano admitieron que de los 80 mil que ingresaron el año pasado, al menos la mitad probablemente continuaba adentro bien pasada cualquier fecha de estadía turística.
Lisandro Viguera tiene 42 años, está casado y tiene un hijo de 5 años y una niña de uno y medio. La última vez que vio a su familia fue en diciembre pasado cuando dejó Cuba, de la cual nunca había salido, para venir a Santa Cruz.
Un "contacto" de un compatriota lo trajo y bancó el costo del viaje, de 1.600 dólares. Lisandro tardó seis meses en devolvérselo con el trabajo de peluquero que lo esperaba. La barbería le pertenece a un cruceño y es una de las tantas barberías cubanas de la ciudad.
Ahora, le corta el pelo a un cruceño de unos 50 años. Tijera, maquinita, tijera nuevamente. Recorte por acá, retoque por allá, en los cabellos de la cabeza, pero también en alguna ceja rebelde. Navaja en la nuca, en las patillas. Cliente y peluquero no cruzan palabra. Ambos mantienen un gesto duro. El del cliente, es el clásico gesto incomodo del hombre que se corta el pelo por necesidad y rutina más que por placer; el de Lisandro es uno mucho más profundo, es un gesto duro y concentrado. Lo único que se escucha en el salón es a Carmen Aristegui en CNN, quien entrevista a la directora de un documental que trata sobre las horas de vida diaria que pierden las personas viajando de sus trabajos a sus hogares en algunas grandes metrópolis. Una mujer mexicana cuenta cómo trabaja ocho horas por día, y viaja seis, para ir y volver de su casa al trabajo.
Lisandro cuenta que, aunque sea por unos minutos, y aunque la llamada le cueste casi lo mismo que la cena, habla todos los días con su esposa y los niños. Cortando pelos, barbas y cejas gana el doble que su esposa, que es médica, y con cuyo sueldo apenas sobrevivían. También dice que lo mejor de haber tomado la decisión de emigrar fue la posibilidad de viajar, de ver un poco el mundo. Sin embargo, las cosas con el dueño del local no van de primera: el negocio no da para dividir mucho las ganancias. En diciembre, cuando se cumpla un año de su estadía, regresará a Cuba sin saber si de visita o para quedarse.
Me despido mientras sigue encendida la tele en CNN, y pienso cuánto daría Lisandro por poder viajar tres horas todos los días al finalizar la jornada y ver a su familia.
Santa Cruz está construida sobre circunvalaciones que la van interconectando. Arrancó con tres, y se mantuvo así por un par de siglos. Actualmente, tiene 17 y sigue creciendo. Lo que parecería un principio ordenado de construcción, es en la práctica una distribución caótica: mezcla de barrios, algunos precarios, otros no tanto, de torres y de condominios privados con todas las comodidades y servicios. Latinoamérica 2.0 cero en su máxima expresión.
Dos mujeres de unos 30 años cruzan la calle mientras conversan. Algo en su vestimenta y forma de andar me resulta familiar, aunque no podría precisar qué. Una enciende un Marlboro y se peina el pelo hacia atrás y deja ver que, debajo del pelo largo, tiene la cabeza rapada. Ambas llevan remeras noventosas de personajes de Disney. Me acerco y reconozco el acento.
Carolina Melgarejo y Antonela Mazza vivían en Lomas de Zamora. De 29 y 30 años respectivamente, la pareja vendió lo que tenía y, antes de que estallara la primera de las corridas del peso argentino en abril, ya estaba fuera del país con sus ahorros en dólares. Una trabajaba en el sector privado y votó a Macri, la otra en el público y no lo votó. El amor con diferencias políticas se les hizo más fácil fuera de Argentina, viajando.
Recorrieron Bolivia hasta que en julio llegaron a Santa Cruz y se alojaron en un hostel. Como lo hacen muchos viajeros, cambiaron hospedaje y desayuno por voluntariado en el mantenimiento. No tenían pensado quedarse por más de una semana. Uno de los dueños del hostel, un porteño de San Telmo, les advirtió: "Guarda que a Santa Cruz venís por unos días y te terminás quedando por años". ¿El atractivo de quedarse? Una cultura vibrante, y si se decide profundizar, milenaria; comida rica y barata; plata en la calle.
Finalmente, el voluntariado de Carolina y Antonela se convirtió en un puesto fijo: uno entre las dos, que les deja unos US$300 dólares mensuales libres de todo gasto.
Para eso pidieron en la oficina de migraciones una extensión de 90 días a su estadía de turista, extensión que les fue concedida con una revisión cada 30 días. Lo hicieron, como lo hacen en general, disimulando su condición de pareja. Para no ser discriminadas, para esquivar discursos hostiles no solicitados, para encajar socialmente más "fácil". Pasan como amigas, primas, hermanas. En general, a nadie se le ocurre pensar otra cosa.
La oficina de migraciones de Santa Cruz es, como podría sospecharse, un edificio lleno de caras que tratan de evitar toda sospecha, y de caras que sospechan de todo. Los sudamericanos van y mienten (o, a veces dicen la verdad) directamente a las autoridades que hacen como que les creen, generalmente porque no pueden ni les interesa probar lo contrario. Los norteamericanos y europeos van y dicen la verdad, y, en general, salvo que ya hayan roto la ley, no van a tener problemas. Los asiáticos, en especial la camada de chinos que han llegado de la mano de los créditos en infraestructura (que, por supuesto construyen empresas chinas) pagan intermediarios. Les sería imposible realizar el trámite ellos mismos, cualquiera sea su situación real.
En la vereda del Departamento de Migraciones está Julio César González, un colombiano oriundo de Cali, de 30 años. Sus padres se instalaron aquí hace seis años, él vino hace dos.
Julio estuvo ocho años en el Ejército de Colombia. Un año antes de emigrar, estaba patrullando con el escuadrón al que pertenecía en la selva cuando fueron emboscados por un escuadrón de las FARC. Sufrió heridas de esquirlas de granadas en su brazo derecho y en el abdomen. Después de ese incidente, pidió la baja y decidió seguir los pasos de sus padres en tierras bolivianas.
Cuando llegó se puso a trabajar en el club de un colombiano, pero pronto lo que era un trabajo solo de cocina, pasó a ser uno de cocina, lavaplatos, chofer y seguridad. Cambió ese trabajo por otro de cocina, pero desde hace unos meses decidió salir por su cuenta: vende algunas frituras típicas colombianas en una canasta por las calles del centro.
En Colombia dejó un hijo de 6 años, a quien no le puede enviar dinero todavía, ya que no gana lo suficiente. Con las ventas callejeras junta entre 200 y 300 bolivianos diarios (entre US$29/43). En Santa Cruz se puso en pareja con una vecina, con quien espera un hijo. Su sueño es poner una fritanguería propia.
La fotoperiodista local Claudia Belaunde cuenta que hace algunos años hubo dos extraños casos de escasez en Santa Cruz: faltaban cemento y microondas. Así como llegaban a los comercios, se iban. Los cárteles habían traído sus procesos industriales y estaban reemplazando el método "tradicional" por formas más rápidas y baratas. El secado que antes se hacía al natural, como el del tabaco, ahora se hacía en microondas. El cemento se usaba como reemplazo del más caro bicarbonato de sodio, ambos usados por su alcalinidad. La buena fama de la cocaína boliviana también se había convertido en mito.
La palabra Miami surge en la conversación con Carolina y Eduardo. La usan para describir el espejo en el que se mira la elite cruceña, que la considera su meca. Hummers, Camaros y Cayennes. Humedad y palmeras, entre edificios de acero, vidrio, shoppings, pollo frito, siliconas y cámaras de seguridad.
El mito de la capital capitalista de Bolivia reza que es un imán para las inversiones extranjeras. Un recorrido por sus calles más paquetas parecería confirmarlo. Hugo Boss, Porsche, Jaguar, BMW, Starbucks, Marriot’s y hasta los menos glamorosos KFC y Burger King. La realidad es que el dinero que empuja le economía cruceña es propio, y las marcas son, en su inmensa mayoría, franquicias puestas por capitales locales.
Giovani valencia tiene 24 años, de los cuales lleva 10 viviendo en Santa Cruz. Sus padres se instalaron en la ciudad hace 14, pero a él lo dejaron con su abuela en su Arequipa natal, Perú. Cuando Giovani entró en la adolescencia y comenzó a volverse demasiado problemático, sus padres decidieron que era tiempo que emigrara también. Nunca se sintió discriminado, y siempre le ha gustado vivir en la ciudad, aunque en la escuela sus compañeros le recordaban continuamente su origen, "el peruano", "Perú", "perucho", "inca".
Santa Cruz no es una ciudad fácil, y la famosa hospitalidad camba viene con una letra chica que no se anuncia en las publicidades oficiales. Sin embargo, vibra. Se reproduce a tasas exponenciales.
Hoy en día, vive de su coqueto estudio de tatuajes, mientras estudia Ingeniería Industrial en una universidad privada local. Giovani encaja perfecto en el perfil de estudiante de Ingeniería, no así en el de su profesión. Tatuador sin tatuajes, cuenta que se gana la confianza de sus clientes tomándose selfies con los diseños que va realizando en las pieles de los cambas, y posteándolas en redes. Considera a Santa Cruz su casa, aunque no está seguro qué hará cuando se reciba, si se quedará o no.
Santa Cruz no es una ciudad fácil, y la famosa hospitalidad camba viene con una letra chica que no se anuncia en las publicidades oficiales. Sin embargo, vibra. Crece. Se reproduce a tasas exponenciales. Todo. La población, el territorio que abarca, los condominios privados, las villas, las franquicias yanquis, las constructoras chinas, los restaurantes de sushi, las barberías, los prostíbulos, los préstamos de cartón y las sucursales bancarias. La inmigración interna y externa. Crecen las exportaciones de soja y las importaciones de SUV’s. Crece la cantidad de chanchos y pollos hacendados en galpones. Las cocinas de cocaína y los vuelos de avionetas privadas. Crece la venta de cemento. Crece la mierda sin tratar que va directo al río. Crecen los sueños. Las ambiciones. Crece el progreso, y crece su costo.
Reloj de oro, dientes con incrustaciones y un porte bastante intimidante, Stevenson Tiasco sabe que no pasa desapercibido. Dice estar cansado del acoso policial: "Entre negro y colombiano, no me dejan en paz". Lo acompaño caminando unas cuadras, de la plaza hasta una agencia de viajes donde va a comprar un boleto para Colombia. Trata de volver cada vez que puede y, si no, se encarga de mandar entre doscientos y quinientos dólares al mes a su familia. Bolivia, país acostumbrado a recibir remesas, ahora también las envía.
El caleño de 39 años llegó hace ocho a Santa Cruz. Su primer destino como emigrante había sido otra meca petrolera, Houston, en Texas, en donde trabajó de pintor. Hasta que un parcero lo invitó a trabajar en un club nocturno en Santa Cruz, y Stevenson pensó ¿por qué no? Ocho años después es uno de los socios y su administrador.
Santa Cruz, para Stevenson, representa la posibilidad de haber progresado en la vida, y continuar haciéndolo.
–¿Si pienso irme de acá? Me gustaría poder morir de viejo frente al mar, eso es bien bonito. No todo en la vida es dinero.
Tony Mosqueda llegó gracias a los lazos que unen al gobierno boliviano con el de Cuba. Como gran parte de su familia, Tony estudió Medicina y sirvió durante décadas en el Servicio de Estatal de Salud. A los 55 años, y con una vida hecha, le salió la posibilidad de integrar una de las tantas misiones de Médicos Cubanos en el extranjero, la principal carta diplomática de la isla. El destino: Bolivia. Una vez vencido el plazo de su servicio, cambió el delantal blanco por un pequeño shop donde arregla lo que venga; con el ingenio y la destreza de quien aprendió que todo se arregla, nada se tira, y lo que no se arregla se adapta y usa para algo nuevo. Nunca más regresó a Cuba, ni piensa hacerlo.
–¿El sueño boliviano? Trabajar, trabajar y trabajar, para levantarse al día siguiente y volver a hacerlo. Nada más. Nada menos.
Ignacio Conese
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