La familia Zapp y una travesía por el mundo de 22 años en un auto de 1928: “Conocimos las siete maravillas del mundo, pero lo mejor de esta experiencia fue la gente”
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Aquella mañana, 23 de enero de 2000, cuando Herman Zapp y Candelaria Chovet, oriundos de Sierra de la Ventana, se subieron a su Graham-Paige modelo 1928 para iniciar su viaje a Alaska, los tildaron de locos, hippies y aventureros.
No era para menos: abandonaban la seguridad para cumplir su sueño. Y lo hacían, para sorpresa de muchos, antes de comenzar a armar su familia. Planearon estar en la ruta alrededor de seis meses: a bordo de un auto que está a punto de cumplir 100 años, que tiene ruedas originales y baúl de madera, pretendían recorrer 15 países. Fijaron como punto de partida el Obelisco porteño, en el corazón de Buenos Aires, donde unos pocos amigos y familiares fueron a despedirlos.
“Es cierto, estábamos locos y lo agradezco porque es mucho más divertido que ser normal. No me alcanzaría la vida para relatar las vivencias que generó aquella decisión de viajar y construir, en ese interín, a la mejor familia del mundo. Soy un hombre rico que no puede pedirle más a la vida”, reflexiona Herman, de 51 años, nacido en Estados Unidos y criado en la localidad serrana del distrito de Tornquist, provincia de Buenos Aires.
Mañana, domingo 13 de marzo, 22 años después de la fecha programada y con cuatro hijos encima, Herman y Candelaria regresarán al Obelisco para poner cierre a su extraordinaria aventura. En total, recorrieron 102 países, en cinco continentes. Además, llevan publicados tres libros y cuentan con más de 2000 familias amigas repartidas por todo el planeta. Y, uno de los datos más curiosos, es que regresan en el mismo auto que partieron.
A horas de hacer su entrada triunfal en la ciudad, hablaron con La Nación.
-Herman, ¿seguís pensando que fue una locura?
-Sí, una locura que nos permitió cumplir un sueño y ser felices. Creo que lo que nos define como familia es la libertad que nos caracteriza: somos libres de reglas, de juicios, de preocupaciones… Sin dudas, el legado que les dejo a mis hijos es que todo es posible en esta vida.
-¿Qué destacás, por sobre todas las cosas, de semejante experiencia?
-La gente, tan maravillosa, fue lo mejor. Porque no fue verla pasar, sino convivir, cocinar, conocer sus culturas, sus costumbres. Estuvimos en casas de 2000 familias y cada una representó una historia de vida. Lo mejor que hizo Dios, sin dudas, fue la humanidad. El día que llegamos a Alaska llorábamos de emoción porque nos dimos cuenta de que el sueño no terminaba, sino que recién se iniciaba. Y así comenzamos un camino inagotable de vivencias.
-¿Cómo pudieron sostenerse económicamente 22 años sin trabajo estable y viajando?
-Cuando el sueño es verdadero nada te detiene, ni siquiera la falta de dinero. Nos quedamos sin un peso durante la peor crisis del Ecuador e hice trabajar a Cande (ríe). Ella pintaba con acuarelas y yo fabricaba los marcos de los cuadros sin mucha idea. La gente nos compraba y eso nos dio empuje. Luego llevábamos artesanías, postales y libros, de un país a otro y vendíamos. Más tarde promocionamos nuestras propias postales con fotos familiares. Una postal representaba un litro de gasolina y todo el mundo colaboraba. Finalmente llegó nuestro primer libro, “Atrapa tus sueños”, que iniciamos en Costa Rica y fuimos invitados con honores a la feria del libro donde fue presentado. En definitiva, todo fue perfecto, todo se fue acomodando sin que jamás nos faltase nada.
-Candelaria, ¿cómo se arreglaron con la escuela de los chicos?
-Fue un desafío. No soy maestra y tuve que aprender muchísimo: durante el viaje fui docente, médica, enfermera, peluquera, diplomática… Argentina cuenta con un sistema de educación a distancia y así lo hicimos, rindiendo cada dos meses. Implicó armarse de mucha paciencia porque no es fácil cumplir a la vez los dos roles, mamá y maestra. Sin embargo, resultó maravilloso porque mucho de lo que aprendían lo veían en la realidad, como el agua en el mundo, la línea de tiempo, la historia de las pirámides, los museos, las distintas geografías... Los exámenes siempre llegaron a destino más allá de dónde nos encontráramos. Recuerdo que en Mozambique llevé las pruebas al correo, que era una casucha diminuta sin puerta ni ventana, solo con una mesa y un empleado. Pensé que nunca iban a llegar, pero me equivoqué.
-¿Qué es lo que más aprendieron en estos años?
-Sin dudas, mis hijos saben que si tienen un sueño pueden cumplirlo, que lo imposible es posible y que jamás hay que temerle a la gente.
-¿Y los embarazos?
-(Ríe) Fueron ambulantes. Iba con la historia clínica al médico y ese informe lo llevaba al país siguiente. Fue una historia clínica en movimiento. Algunas consultas las he pagado con nuestros cuadros, cambiaba ecografías por cuadros y a los médicos les encantaba. Tenía miedo, sobre todo con Pampa, nuestro primer hijo, porque no existía el Whatsapp, ni tenía a mi mamá ni a mis amigas. Solo tenía a Herman, con quien compartíamos las 24 horas y realmente viví embarazos sin estrés porque me sentía feliz. Los dos primeros partos fueron en hospitales y los últimos dos con parteras en casas de familia, con gente que sentí cercana y confié en ella. Fueron nacimientos maravillosos, todos naturales. Siempre intentábamos llegar a una ciudad un mes antes del parto, luego de un chequeo general, aunque siempre se adelantaron. A la semana de parir seguíamos viaje.
-¿Cómo afrontaron el nacimiento de Pampa teniendo en cuenta los costos en Estados Unidos?
-El parto costaba 10 mil dólares y no los teníamos pero la magia de la gente fue increíble. El hospital no nos ayudó, sin embargo nuestro sueño salió en las noticias y el teléfono no dejaba de sonar. Nos compraban libros, pinturas, artesanías, dejaban dinero, carritos para bebé y hasta organizaron baby showers solidarios. Las iglesias también ayudaron. El anestesiólogo y el obstetra no cobraron, solo abonamos la hotelería del hospital que, por otro lado, se llenó de visitas, flores y regalos. Hoy agradecemos no haber contado con el dinero porque, en cambio, tenemos una familia gigante en Carolina del Norte.
-Herman, ¿cuántas veces sufrió desperfectos el auto?
-(Ríe) Muchísimas, porque es viejo y yo no sé nada de mecánica. Pero cada rotura se transformaba en una oportunidad de tener un nuevo amigo mecánico. Muchos de ellos repetían sin querer la misma frase: “Vos me tendrías que cobrar a mí por arreglarlo”. Insisto, conocimos las siete maravillas del mundo pero lo mejor fue la gente. Al auto lo llamamos Macondo Cambalache. Me enamoré de él apenas lo vi, tres meses antes de emprender la aventura. Cande me quería matar. Sin embargo, tenemos grandes anécdotas con él.
-¿Por ejemplo?
-Siempre se rompió en el lugar adecuado. Una vez fue en el medio de la nada, en Sudáfrica, en una zona muy árida. Empecé a caminar, di con un alambrado, lo atravesé, encontré una casa y pedí ayuda. El dueño tenía un galpón con una colección de 20 autos antiguos... ¡Los conocía a la perfección! En realidad, los ángeles habían aparecido mucho antes: apenas empezamos el camino hacia Alaska, se rompieron los rayos de madera de una rueda. ¡Habíamos hechos tan solo 55 kilómetros! Pero jamás pensamos en renunciar. Dos viejitos me enseñaron cómo repararla para otros casos y, además, no me cobraron.
-¿Cómo es el auto?
-Lleva sus ruedas originales, su motor y su ruidosa bocina. No tiene radio ni aire acondicionado. Al nacer, nuestros hijos decidimos cortarlo al medio y ubicar otra fila de butacas. En su techo lleva una suerte de “piso” donde los cuatro niños duermen, mientras que nosotros transformamos los asientos en cama. La cocina va en el baúl y, aunque la “casa” es chica, sentimos que nuestro jardín es gigante. Tanto que aún no terminamos de conocerlo.
-¿Cómo vivieron la pandemia?
-Nos sorprendió en pleno Carnaval de Río y cambió los planes de llegar a Buenos Aires en 2020. De viajar libremente por todo el mundo pasamos a estar confinados en Brasil. Nos pusimos a escribir y nacieron otros tres libros más un auto que quedó totalmente nuevo, listo para otros 20 años de viaje.
-¿Este es el fin de la travesía?
-Dimos la vuelta al mundo y era nuestro sueño. Es hora de descansar, aunque cuando termina un sueño, seguramente empieza otro.
La llegada de los hijos en el medio del camino
Pampa, que tiene 19 años, nació en Greensboro, Carolina del Norte, mientras que Tehue, de 16, llegó al mundo en Argentina, ya que su abuela estaba enferma y hubo que regresar al país. “De hecho, ella hizo un inmenso esfuerzo para llegar a conocerlo y, a una semana de haber nacido, falleció. Antes de cumplir los 15 días de vida ya estábamos camino a Ushuaia”, cuenta Candelaria.
Paloma, de 14, la “princesa” de la familia, nació en Canadá, en la Isla de Vancouver, a solo siete minutos de haber llegado a la casa de una partera. Finalmente, Wallaby se sumó a la familia en Australia.
Sin embargo, para Cande los nacimientos no fueron un problema. Sí, en cambio, sintió temor en algunas fronteras, durante las roturas del auto, cuando se quedaban sin dinero... También cuando sufrieron intentos de robo ó cuando atravesaron momentos peligrosos en el Amazonas. Y mucho más, asegura, cuando Herman se enfermó de malaria.
“Pero nada me provocó tanta incertidumbre como el primer día de viaje y el sentir que dejaba todo, mi zona de confort, mi casa, mi vida…”, evoca.
Una historia de amor que comenzó en la infancia
A través de una prima, Herman conoció a Cande en Sierra de la Ventana cuando ella tenía 8 años y él 10. “Transcurrimos una infancia maravillosa, libre, rodeados de naturaleza y animales en Sierra de la Ventana”, evoca él, para recordar el día en que le declaró su amor. “Teníamos 14 y 16. Ella me señaló una vaca flaca y yo, simplemente, le dije ´Te quiero’. A partir de allí tuvimos dos sueños: viajar y tener una familia numerosa. Pasábamos horas mirando documentales y películas de viajes”, agrega.
No fue hasta los seis años de casados que decidieron emprender camino porque siempre -cuenta- encontraban alguna excusa: la casa, el trabajo, la seguridad. Finalmente, el 25 de enero de 2000 fueron por el sueño.
“Hoy llevo una fortuna dentro mío que me acompañará toda la vida. Comienza otra etapa y también tengo ganas de encararla”, confiesa Candelaria.
Herman remata: “Me siento raro, pleno y feliz. Tuve el honor de cumplir este viaje con la persona más maravillosa y vuelvo con un mundo dentro de mi corazón, lleno de abrazos, de lágrimas, con el alma rebalsando de historias, momentos, emociones. Tengo mi sueño cumplido, a mi amor y al fruto de ese amor… No puedo pedir más”.
Las cifras de la travesía
- Recorrieron 362.000 kilómetros
- Visitaron 102 países
- Recorrieron 5 continentes
- Su auto necesitó 8 juegos de neumáticos
- 2 veces tuvieron que “hacer el motor” de su auto
- Fueron recibidos en 2000 hogares
- Vendieron más de 100.000 copias de su libro “Atrapa tu Sueño”
- Abordaron 15 barcos para cruzar mares y océanos, además de cientos de ferris.
En pocas palabras
- ¿Lo más duro del viaje? “Despedirse de la gente en cada escala”.
- ¿Lo más extraño que vieron? “El mercado de camellos de Oromía (Etiopía). Ver las caravanas de camellos llegar desde muy lejos, cabras, bueyes, camiones multicolores, productos artesanales y también vendedores de celulares y televisores. En el medio, las personas vestidas en todas las formas y colores posibles: musulmanes con túnicas, cristianos de blanco, aborígenes desnudos...”
- ¿Una anécdota inolvidable? “En Belén nos quedamos sin entradas para pasar la Navidad en el pesebre. Por casualidad, conocimos unas monjas argentinas que tenían un hogar para niños musulmanes discapacitados y nos ofrecimos como voluntarios. Así, con ellos, pudimos participar del pesebre. Además, de pura casualmente, ese año la primera misa del pesebre fue en castellano”
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