Saber que no sabemos, el desafío actual
El actual es un mundo cada vez más descreído. Y al mismo tiempo busca creencias que calmen la angustia de nuestra inevitable finitud. La ciencia asoma entonces como una nueva religión y los expertos y especialistas, como sus sacerdotes. Un largo período de pandemia, confinamiento y aislamiento social y mental hizo que las palabras, afirmaciones, hipótesis y especulaciones de estos canónigos se esperaran y tomaran como mensajes divinos. Y como ocurrió a lo largo de la historia, los mensajes atribuidos a un origen superior fueron oportuna y convenientemente manejados por gobernantes para orientar políticas represivas en algunos casos, para ocultar trapisondas y errores propios en otros y para fustigar a enemigos según las circunstancias. Aún así, las hipótesis científicas no dejan de contraponerse y negarse unas a otras, de generar esperanzas y temores igualmente fugaces e infundados, de propiciar cinco minutos de pantallas y fama a los expertos y especialistas más ególatras.
Hace largo tiempo que el médico israelí Aaron Ciechanover se contrapone a esa tendencia. Ganador del premio Nobel de Química en 2004 por sus investigaciones sobre las proteínas en las células eucariotas (poseedoras de un núcleo y portadoras del ADN), Ciechanover admitía ya en 2007, en una entrevista con Luis Amiguet, del diario barcelonés La Vanguardia, que “no tenemos ni idea de muchas cosas ni de enfermedades que antes no sabíamos que existían y que plantean riesgos hasta ahora inéditos”. Con humildad, agregaba: “Dios, si existe, nos engaña haciéndonos creer que progresamos, pero sólo nos deja avanzar por la calle del conocimiento hasta la siguiente esquina de la ignorancia”.
Los contenidos de aquella entrevista adquieren hoy una significativa resonancia, sobre todo frente al riesgo de postrarse ciegamente ante quienes se presentan como poseedores de verdades absolutas y se aíslan de los sufrimientos y las consecuencias que sus aserciones, recomendaciones y directivas generan en miles de seres humanos. “De niños nos hacían creer que la medicina vencería algún día a todos los virus y bacterias, decía Ciechanover, pero vemos que cada nueva curación abre el camino a nuevas enfermedades y a riegos que no sospechábamos”. Este médico, egresado de la Universidad Hebrea de Jerusalén y hoy de 72 años, prevenía contra la soberbia de quienes se creen iluminados y capaces de incursionar en todos los campos de la experiencia humana (incluida la política): “Los científicos somos como turistas en el templo de la realidad: curioseamos; nos hacemos algunas preguntas, tal vez incluso hallamos alguna respuesta, pero al final el guía levanta la banderita y lo seguimos, como todos, hasta la tumba. Y la visita siempre resulta breve para saber de verdad”.
Estar abierto a la incertidumbre, salir de la autopista de las afirmaciones absolutas y viajar por la colectora de lo provisorio, abandonar la omnipotencia de creerse domador de la naturaleza y sus misterios y rendirse a sostener solo lo probable son desafíos que, en tiempos como el presente, ahuyentan a quienes no disponen del coraje espiritual para aceptarlos. La fragilidad de nuestra especie se ha revelado en toda su dimensión. En este punto, el filósofo Theodore Zeildin (nacido hace hace 88 años en Palestina, que era entonces territorio británico), catedrático en Oxford y una de las voces más respetadas de este siglo, se une a Ciechanover: “Llevamos siglos poniendo toda nuestra energía en la expansión del conocimiento. Y cuanto más conocimiento hay, más ignorancia se observa, porque no se puede saber todo. Por tanto, nos hemos especializado más, y como estamos más especializados entendemos menos cosas. Vivimos en un pequeño agujero, en una pequeña burbuja de conocimiento”. Saber que no se sabe es el primer paso hacia la sabiduría, valga la redundancia. Y quizás sea la llave para abrir las puertas que cierra el miedo.
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