La autora invita a mirar de frente y sin miedo a las enfermedades mentales, porque la normalidad es solo una estadística, “todos tenemos una divergencia”
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“Estar loco es estar solo”, dice Rosa Montero (Madrid, 1951), quien parte de sus propias crisis de pánico, que la azotaron entre los 17 y los 30 años, para escribir “El peligro de estar cuerda”, un “artefacto literario” con algo de ensayo, de autobiografía y de ficción.
Desde niña se dio cuenta que algo no funcionaba correctamente en su cabeza y ya se preguntaba ¿qué es la normalidad? ¿qué es la rareza? Estas cuestiones se intensificaron “cuando tuve la primera crisis de pánico, porque creí que estaba loca”.
Varias décadas después y luego de una potente trayectoria como escritora y periodista, se adentra con fruición en el “vasto, impreciso, temido y tenebroso territorio interior que solemos denominar locura.” Angustias, paranoias, trastornos obsesivos compulsivos, bipolaridad, psicosis. Y lo hace a través de su cabeza y la de otros artistas, “en especial de los escritores, que al parecer nos llevamos la palma en chifladuras.”
Así relata cómo la enfermedad mental ataca por la espalda: “Un segundo antes, tu vida era normal y vertical, indolora y secuencial, venía del pasado y se proyectaba hacia tu pequeño y próximo futuro (ducharte, vestirte e ir a trabajar, o bien lavarte los dientes y meterte en la cama), y un segundo después, sin preverlo ni pensarlo, resulta que te encuentras horizontal y rota, atónita, indefensa, lacerada por un dolor indecible, borrada de tu vida y de tu realidad…”
La autora manejó su cerebro con psicoanálisis, medicamentos, pero sobretodo con letras, palabras, frases, libros enteros, historias que nacen en su cabeza desbocada, que con una sola imagen es capaz de inventar una aventura completa. “Todos somos rarunos, unos más que otros” dice Rosa Montero, que será parte del Hay Festival Querétaro, para invitarnos a mirar de frente y sin miedo a las enfermedades mentales, porque la normalidad es solo una estadística, “todos tenemos una divergencia.”.
-Describes tus períodos de crisis de pánico como una “patada que te arroja fuera de la vida” y durante el primero no tuviste ayuda médica, ¿cómo fue pasarlo a pelo?
-Fue hace más de 50 años en España. En esa época y en mi clase social nadie te llevaba a un psiquiatra. Como además las crisis mentales son inefables, yo no podía explicarme. Mi madre lo intuyó, pero tampoco tenía referencias como para pedir ayuda. O sea que fue el terror, pánico. Pero esto indica que los trastornos mentales neuróticos, se pasan.
Pueden ser más o menos graves y ser inhabilitantes cuando estás en plena crisis, tienes agorafobia, no te atreves a conducir, ni a salir a la calle, pero hagas lo que hagas, tomes pastillas, no las tomes, se pasan, aunque las puedas volver a tener. Es un mensaje de esperanza para tanta gente que las sufre. Las crisis de pánico son como la gripe de la enfermedad mental.
-Sorprende que digas que fuiste afortunada por tenerlas, porque te abrieron un mundo…
-El de la enfermedad mental, que si no, no lo puedes conocer. La enfermedad te engaña y te hace creer que sólo te pasa a ti. Y si no has tenido esa experiencia de salirte de la especie humana, del mundo y de sentirte tan perdido como jamás te has sentido, tan enajenado de tu entorno, de tu tradición, de tu familia, no se puede imaginar.
Hay que vivirla para entender el contenido de estas palabras. Es un lujo haber hecho ese viaje que tiene vuelta, porque hay gente que vive al otro lado del río. Te hace entender que el trastorno mental forma parte esencial de lo que es ser un ser humano.
La OMS dijo, y creo que es un cálculo conservador, que el 25% de la humanidad va a experimentarlo. O bien tú o tus padres, tus hermanos, tus hijos, tus amantes, tus amigos, porque es uno de cada cuatro, por lo menos. Y sin embargo, se mantiene como un tabú, con un silencio, con un estigma tan encerrado. La sociedad está enferma porque no acepta que es esencial en lo que somos, esencial.
-Dices que estar loco es estar solo, ¿por qué planteas que el estigma social provoca un dolor casi tan fuerte como el dolor psíquico de la enfermedad?
-Uno de los dolores más grandes del ser humano es el dolor psíquico. Es terrible, triturador. Es el dolor de la soledad psíquica, pues te sientes como un cosmonauta al que se le rompió la manguera que le une a la nave y va flotando en la infinidad hacia la nada.
Si al dolor agudísimo y atroz de la soledad psíquica, le añades la soledad social, condenas a esa persona al infierno. Lo que hay que hacer es alargar la mano y traerlos cuando están derivando hacia la negrura del cosmos. Poner las palabras que no pueden poner, volverlos a la realidad, insertarlos en la sociedad.
Es la manera de curar, y cuando no es curable, por lo menos hacer que su vida sea válida. Newton tenía delirios psicóticos, Marie Curie tenía depresiones. No incrementes su enfermedad y su soledad con el estigma social.
-Hoy hablamos de salud mental, pero hace 50 años, ¿quién te dio la mano y te trajo de vuelta?
-La pandemia empeoró tanto la salud mental del planeta, que saltó el tabú por los aires y se abrióun poquito la puerta que tenemos que terminar de abrir a patadas. Nadie me dio la mano, me la di yo.
Decidí estudiar psicología para saber qué me pasaba, tengo ese tipo de mente, muy racional por un lado y por otro muy fantástica, pero hay una parte mía que intenta aprender. No se volvieron a repetir las crisis, por dos razones.
Al principio, no me atrevía a hablar de las crisis entre las crisis. Era la mudez total, porque temes que la palabra te lleve allí. Hasta que pensé que eso dañaba más y que, al contrario, había que hablarlo. Hay que perder el miedo al miedo, hay que aprender a convivir con tu oscuridad, a llevarte bien con ella.
Lo otro que fue esencial es que la última vez que tuve ataques de pánico coincide con el hecho de que empecé a publicar ficción de manera continuada.
-¿Por qué la ficción te ayudó a disiparlos?
-Es muy raro que te metas millones de horas en una esquina de tu casa a escribir mentiras. Al final de ese tiempo sacas el libro a la calle. Si no hay nadie que lo lea, ¿en qué se convertiría todo ese trabajo? En el delirio de un loco, porque es tu ser íntimo, tu intimidad psíquica.
Pero si llega alguien al otro lado de la fisura que te separa de la realidad que dice: ‘lo entiendo’, ‘a mí me emociona igual que a ti’, entonces está haciendo lo que decíamos, te está dando la mano e insertando en la realidad. Por eso los escritores somos tan menesterosos de la mirada ajena, de que alguien nos diga ‘me gusta mucho tu obra’. No es por vanidad, es todo lo contrario, te permite vivir, insertarte en lo real, te da estructura. Es esa mirada del otro que dice, sí, a mí también.
-Cuando compartes tu historia y la de otros creadores, dices que todos tuvieron un contacto precoz con lo traumático, pero no entras en tus traumas de infancia ¿guardaste ese secreto?
-Es por no entrar en detalles íntimos, pero no hay que imaginar unos traumas horripilantes, pueden aparecer por cosas como lo que pasó en mi casa, que el padre cambie de trabajo, que el trabajo sea muy jodido, que ya no se le vea en casa, que cambie el ambiente, que había una infancia feliz y a partir de un momento todo era oscuridad.
Cosas tan simples como esa terminan siendo una catástrofe en la infancia del niño, una catástrofe.
-¿Nos olvidamos de la fragilidad de los niños, de cómo estas cosas pueden quebrarlos por dentro?
-Hay que intentar tener cuidado, pero si no puedes sacar adelante tu propia vida, ¿qué vas a hacer? Si lo que estás viviendo te causa una depresión, ¿qué haces con tu hijo? ¿cómo puedes, por mucho que lo intentes, no pasarle esa pena?
Pienso que la infancia es una época horrible, sinceramente, una época espantosa, uno está muy inerme. Eres tan frágil, eres como un papelito que el viento lleva.
Me parece una de las peores épocas de la vida. Como no sabes nada, el mundo en el que abres los ojos es la normalidad para ti. Y terminas arrastrando un mundo que puede ser divergente con lo real, pero que te marca, cuesta mucho enderezar la mirada sobre él, porque su creación se produce cuando eres pequeño.
-Cuentas que tu papá te dijo en algún momento que lo que más temía era a la locura y tú misma relatas que “El cuerpo me temblaba con violencia y los dientes castañeteaban, y para colmo unos segundos después se sumó otro miedo, este sí ya con causa: el convencimiento de estar loca”. ¿Por qué entonces titulas “El peligro de estar cuerda”?
-Es un verso maravilloso de Emily Dickinson, y podría llamarse el peligro de ser normal, porque la normalidad no existe. El poema, como se sabe ahora, cuenta que es posible que sufriera incestos de su padre y de su hermano, y cómo en esos momentos de tristeza y de oscuridad, descubrió la magia de la poesía.
Cada vez que sentía el peligro de estar cuerda, era el peligro de volver a ser encerrada en lo normativo, en la vida tremenda de lo real, de ese padre horrendo que era la única ley; para ella eso era lo normal. Debió tener una infancia espantosa, luego pasó los últimos 15 o 20 años de su vida recluida en su habitación y con muchos problemas psíquicos.
-Algunos de los escritores que sufrían trastornos mentales tenían a la vez miedo de curarse, ¿temían que eso les quitara su fuego, su imaginación, su creatividad?
-Y con razón, porque el cableado de nuestro cerebro es lo que nos lleva a la creatividad. Nos hemos saltado un paso en la maduración neurológica. En la primera pubertad, cuando el cerebro es una tormenta eléctrica, todas las neuronas conectadas pasan por una poda y se cortan aquellas que no son útiles para cazar bien el mamut o recolectar sin envenenar a la tribu.
Pero hay un 20% de personas que lo tenemos sin podar y sigue esa creatividad loca. Me he hecho tres veces el psicoanálisis y en la primera iba con mucho miedo de perder eso. Lo bueno sería que te curen la parte dolorosa y que te dejen lo otro.
Pero es difícil, los fármacos grandes son muy deteriorantes y la gente que tiene una enfermedad mental grave no puede ser ya creativa. Artistas con crisis psicóticas, como Hölderlin o como Schumann dejaban de crear. Tienen que escoger entre una vida sintiendo las cosas o una vida embotada.
Yo tengo la esperanza de que algún día se cure totalmente, pero aún no tenemos los fármacos adecuados y curarse, o por lo menos minimizar el dolor psíquico, que es tremendo, lleva también un coste.
-También cuentas que a diferencia de otros creadores, jamás tuviste pensamientos suicidas y planteas que, en general, quien se suicida no quiere morir, ¿por qué llegas a ese convencimiento?
-Hay suicidios que son voluntarios o racionales y bienvenidos sean, porque es un derecho y libera de muchas angustias el saber que te puedes suicidar si tienes una enfermedad espantosa. Pero en España se suicidan cerca de 4.000 personas al año y creo que la mayoría son lo que llamo suicidios desesperados, cuando un montón de circunstancias terminan cuajando en una presión tal que se altera el cableado neurológico y hay una especie de apagón de los transmisores.
Los suicidas desesperados de repente son incapaces de gestionar la vida. Toda muerte es un dolor, pero no hay que añadirle ese fantasmal dolor de la culpa, porque el suicidio es un apagón eléctrico, igual que el de un infarto de miocardio. Con suerte llegas a tiempo y te reaniman, pero si llegas media hora más tarde al hospital, no.
Tenemos que conseguir los mecanismos de apoyo para decir espera, porque así cambia la tormenta perfecta de circunstancias que produce esa conexión nefasta y la persona se puede salvar.
-Tal como relatas en el libro, te tocó lidiar con La Otra, una mujer que en diferentes etapas de tu vida se hace pasar por ti, te suplanta…¿ella es ficción o realidad?
-Hay partes que son notarialmente ciertas, pero no voy a decir cuáles son. Las de ficción son para mí las más verdaderas, porque expresan de la forma más plástica y potente mi modo de ver la realidad, que para mí está llena de imaginación; las fronteras entre lo real y lo imaginario son borrosas, fluctuantes y fluidas.
Cuando pasan 15 años de algo que recuerdo, muchas veces no sé si lo he vivido, si me lo han contado, si lo he leído, lo he escrito o lo he soñado. Y las cinco cosas tienen la misma sensación vivencial. Hoy te podría contar qué textos de La Otra son reales y cuáles son inventados, pero a lo mejor dentro de diez años ya no lo sabría.
-También eres propensa a lo que llamas ‘momentos oceánicos’, esa especie de comprensión del amplio sentido de la vida…
-Es más que eso, es transcendencia, son momentos místicos. Tu yo se deshace y te fundes con el todo, eres como una gota más dentro de las aguas del océano. Es maravilloso, es superconsolador, porque cuando te sales de ti mismo, te sales de la muerte, cuando eres una gota del océano, eres eterno, cuando eres un pececillo del cardumen de la humanidad, eres eterno, es de una belleza tremenda.
Estos momentos muchas veces los dispara la naturaleza, situaciones de fusión, con un atardecer bellísimo, pero también puede ser oyendo música o estando con alguien. Creo que todos los seres humanos lo han experimentado y hay quienes somos más proclives, yo los experimento bastante a menudo.
Es el impulso místico, que no tiene que ver con religiones, yo no soy creyente.
-Cuando escribes, ¿te ocurre?
-También te sales de ti completamente y por eso eres eterna, pero de otra manera. Sales porque te metes en los otros personajes y hay momentos de visión increíbles, eres como un águila volando y ves el mundo, pero en el momento oceánico no eres ni águila ni nada, te fundes, eres la energía.
En el momento oceánico no hay ojos. Es la fusión con el todo.
-A propósito de locuras, La Otra te deja una carta, pero también un posible amor, ¿prosperó?
-Mi boca está sellada, no cuenta nada, que cada cual escoja. Y ese es el juego que propongo al lector, que crea lo que quiera.
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