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Estaba absolutamente seguro de la decisión que había tomado. No iba a dejar nada atrás. Ni siquiera el colchón, como le sugirió su mamá esa tarde, “en caso de que quisiera volver”. Felipe Balcaza (25) sentía que necesitaba hacer borrón y cuenta nueva. No quería que nada ni nadie lo atara a la nueva vida que estaba por comenzar. Si en algún momento necesitaba volver -se decía a sí mismo- iba a ser porque realmente así lo quería. En ese momento buscaba sentirse completamente libre, sin ataduras ni dependencias.
Criado en San Jaime de la Frontera, un municipio del distrito Tatutí del departamento Federación en la provincia de Entre Ríos, junto a sus padres y una hermana menor, desde pequeño se acostumbró a manejarse solo y a ser independiente y responsable por sus deberes. “En la escuela era el alumno ejemplar, mi mamá era profesora y sentía una carga adicional por eso para ser buen estudiante. Mi papá, por su lado, tenía un cargo público importante por lo que también me sentía internamente presionado a dar una buena imagen. Fueron muchos años de adaptarme a la vida de mis papás, forzando, sin saberlo ni que me lo pidieran, mi manera de ser. Cuando me fui a vivir solo, y estudiar, empecé a cuestionar todo esto y pude ir rompiendo muchos moldes. Creo que fue la curiosidad de ver hasta dónde podía llegar después de pasar toda mi vida a la sombra de mis papás lo que me impulsó a emprender viaje”.
Y fue en ese contexto de búsqueda personal que surgió la posibilidad de viajar. Australia era el destino que había elegido para dar sus primeros pasos. Sí, quería conocer el mundo, pero también quería explorar en su interior y descubrir aquella vida que lo hiciera feliz. “No me costó mucho decidirme, puse todo mi empeño en lograr mi objetivo y dejé todo atrás. Vendí todos los muebles que tenía en mi departamento, no dejé nada. A mi familia le dije que en menos de un año volvía. Y si bien no sabía con qué me iba a encontrar, no tenía pensado regresar en el corto plazo”.
Australia, tierra de oportunidades
Los primeros días en Australia fueron extraños. “Aterricé en Melbourne, la segunda ciudad más grande del país que combina tecnología y culturas del mundo con una excelente calidad de vida. Me sentí impresionado, venía con mis dudas sobre cuán grandioso podía ser jugar de local en el primer mundo y fue más de lo que creía”. Pasó seis meses viviendo y trabajando en un café: hacía ensaladas, y lavaba platos mientras se acostumbraba al idioma y a ganar en dólares.
Una vez que se sintió cómodo con el ritmo de la cuidad, Felipe advirtió que había entrado en una zona de confort que, justamente, no era lo que había ido a buscar. Y hubo un episodio que lo ayudó a persistir en su objetivo: “fue cuando Krishna, un compañero de trabajo originario de Nepal, me invitó a comer a su casa. Sabía de mi interés por las diferentes culturas del mundo y organizó, junto a su esposa y amigos, un almuerzo para mí justo antes de llevarme a un templo en honor a Shiva, donde me explicaron mucho más de sus costumbres. Esa experiencia me abrió los ojos”.
Entonces cambió el rumbo de su viaje y se dirigió a la costa norte del país. “Quería instalarme en una ciudad llamada Broome, a la que aterricé al mismo tiempo que el COVID-19. Los lugares se cerraron y se instaló una cuarentena, leve, pero cuarentena al fin. Después de dos meses de tratar de conseguir trabajo tuve que dar el brazo a torcer y dejar la ciudad con una de las playas más hermosas de Australia para mudarme a un pueblito en el outback australiano, o como le diríamos nosotros, al medio de la nada”.
Sin buscarlo, fue ahí donde comenzó su verdadera experiencia. Pasó meses sin hablar español, porque solo se relacionaba con australianos y un puñado de europeos. Vivía y trabajaba en el café de una granja de mangos, que estaba a un par de kilómetros del pueblo más cercano, Kununurra.
Las aventuras que vivió en aquel pueblo fueron espectaculares. “Para mi cumpleaños, mi jefa y compañeras de trabajo, me regalaron una excursión a una mina de diamantes. Además visité un refugio de canguros y wallabies bebés donde se los cría y alimenta hasta que los pueden liberar, trabajé como apicultor y acampé al borde de un lago infestado de cocodrilos, que fue el menor de los problemas cuando una manada de aproximadamente 7 dingos (perros salvajes) aullaban y nos acorralaban contra el río y tuvimos que literalmente huir por nuestras vidas”.
El precio de la libertad
Extasiado por aquellos días de gloria, quiso más y emprendió viaje por la costa oeste del país. En ese recorrido, nadó a la par de una tortuga salvaje “que estaba decidida a dejar de comer y subir a tomar aire cada tres minutos solo para que le diera una buena caricia en el caparazón cada vez que ascendía por donde yo flotaba”; caminó entre tiburones bebé, vio todo tipo de corales y peces mientras hacía snorkeling, camellos, emús y atardeceres de película, disfrutó de los cielos más estrellados de su vida y contó más estrellas fugaces que los deseos que tenía para pedir.
De regreso a Melbourne fue víctima del consumismo extremo: asistió al Australian Open, viajó en transporte público, ahorró más plata de la que pensaba que iba a ahorrar en un año, pudo ir a los conciertos de sus artistas favoritos. “Pero cuando salí de tanto brillo y perfección pude ver la verdadera Australia, con sus partes buenas y malas. Armé las mochilas tantas veces que ya ni me acuerdo”.
Pero el precio que tuvo que pagar fue una importante lección: por cada aventura y ciudad nueva que conocía, dejaba un puñado de amigos atrás. Al estar lejos de casa, en un país extraño con un idioma y cultura diferente, comenzó a valorar los afectos de otra manera. “Lo más gratificante vino de la mano de lo más difícil, conocer lugares nuevos y personas nuevas llenas de historias para ser escuchadas, tan diferentes pero a la vez tan similares. Y en ese contexto entendí que no era el único que había cambiado su país para dejar todo atrás, para escapar de algo o para buscar algo. Escuchar y sentirte identificado con alguien que está en tu misma situación es algo muy gratificante y tranquilizador, te dice que no sos el único”.
A lo largo de los dos años que lleva de viaje Felipe pudo probar que puede valerse por sí mismo. “Me vine puntualmente a la otra punta del mundo, el lugar más alejado posible de mi país. Necesitaba alejarme de mis afectos, no por enojo o algún sentimiento negativo, sino para poder sentirme 100% libre de presiones, quise empezar de cero y creo que lo estoy logrando”.
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