Rompecabezas de una victoria épica
El periodista Andrés Burgo reconstruye de manera minuciosa la jornada insuperable del fútbol argentino, cuando la Selección se enfrentó con Inglaterra, el 22 de junio de 1986. Su crónica devino uno de los libros más resonantes del año
Aquello era un infierno. Porque el técnico, un tal Carlos Bilardo, no sólo tenía a buena parte de la prensa en contra, sino que además debía resistir los embates del gobierno de Raúl Alfonsín, que quería removerlo, y la crítica de una porción de la opinión pública que, o bien lo despreciaba o, en el mejor de los casos, no admiraba su propuesta. Pero lo peor no era eso: lo peor era que Diego Maradona, su esperanza y su capitán, venía de una temporada compleja –arrastraba una lesión en la rodilla y, si bien había jugado bien, no había sido el mejor en el calcio– y estaba peleado con el cacique de la resistencia menottista, Daniel Passarella, héroe de la clasificación hacia México. Eramos –somos– Argentina: nada podía salir bien.
Ya en el Mundial, la tensión interna no hizo más que crecer, hasta hacerse intolerable. Teníamos, entonces, un equipo dividido, un técnico cabulero y neurótico capaz de tomar algunas decisiones insólitas, y un partido que parecía tener todos los ingredientes de la épica más elemental: contra Inglaterra por los cuartos de final, un duelo de pos guerra que duró 90 minutos, pero que condensó uno, dos, muchos Vietnams.
Arriba el partido, entonces, y debajo, colgando, un conglomerado de hilos y pelusas que el periodista Andrés Burgo se encargó de peinar y separar con obsesión y pasión de arqueólogo textil. El resultado de eso es el notable El partido, un libro que aborda aquel hito capital, pero que en realidad se monta a él para cabalgar sobre el pasto de 30 años de historia futbolera argentina. Al ardor de aquel mediodía estival se cocinó nuestra matriz emocional y se produjo la canonización de nuestro héroe contemporáneo. Sus piruetas sellaron estampitas.
Un partido puede justificar una carrera; una victoria como aquella determina la deriva vital de todos sus protagonistas. Pero el libro de Burgo no sólo descuella por el acierto de, a la manera de Anatomía de un instante (Javier Cercas), contar un episodio para relatar un mundo, su excepcionalidad reside en la desmitificación y la investigación de los hechos. Respecto de una época en la que el periodismo deportivo no se enchastraba en el barro de la investigación (lo que hacía era celebrar victorias o acompañar desempeños), Burgo hecha luz sobre algunos condimentos y particularidades que tuvieron tanto el torneo como el equipo. Por ejemplo, la ya nombrada inquina entre Passarella y Maradona. "No se hablaron en casi todo el Mundial –cuenta Burgo a La Nación revista–. Por cuestiones de ego, claro. La verdad es que a Passarella, Bilardo se la hacía muy difícil. No le decía que era titular. Passarella había sido el capitán hasta el año anterior. De todas maneras iba a jugar, pero se lesionó. Hoy, los amigos de Passarella sostienen que a él lo hicieron entrenar fuerte para lesionarlo. Raúl Madero, el preparador físico, dice lo contrario: que le advirtió que entrenara despacio para no lesionarse, además de contarme que Passarella a la noche fumaba y tomaba whisky con hielo, un hielo que estaba hecho con agua corriente, la cual tenían prohibido tomar porque provocaba descompostura. Eso fue lo que le provocó una diarrea." Passarella no jugó ni un minuto, y el partido contra Inglaterra lo vio solo en el hospital, internado.
Otra historia rocambolesca es la que rodea a la utilización de la ya mítica camiseta azul con la que jugaron el partido. "En realidad es un juego que debieron conseguir a último momento porque ya no tenían más. La encontraron en una casa de deportes y los números fueron colocados a las apuradas por las empleadas de la concentración del club América", explica el autor. En el libro, los jugadores recuerdan el peso literal de la camiseta –no el metafórico– de forma simpática: "Eran horribles, calurosas y pesaban como 10 kilos", resumió Ricardo Giusti, uno de los que más aparece entre los entrevistados, y cuya mirada resulta una de las más ecuánimes.
Burgo se propuso hablar con compatriotas que estuvieron en el Azteca. No fue una tarea fácil, acaso tan difícil como hallar a un argentino que hubiese viajado al primer Woodstock. Lo más sencillo era apuntar a un barrabrava, ahora, "¿cómo hacés para que te hable uno?", se preguntaba. "Fue el primer Mundial al que viajaron los barras de varios clubes. El Abuelo (ex jefe de la La 12), por ejemplo, fue y vino dos veces, porque en el medio del Mundial Boca jugó la final de una liguilla contra Newell's. Los diarios de la época mucho no tocaron el tema. Salvo la nacion, que contó que Maradona y Bilardo pusieron dinero para que viajara, pese a que Bilardo era columnista del diario". Pero Burgo no se detiene allí, sino que relata las tropelías de los barras, sus combates con los ingleses y profundiza en la patotera performance de un hincha conspicuo: Raúl Gámez, quien años más tarde llegaría a presidente de Vélez. Ruggeri, en el libro, recuerda cómo Gámez los defendió a él y a sus compañeros cuando los jugadores fueron a ver Inglaterra-Paraguay y los hollingans comenzaron a hostigarlos.
La admiración del rival
Para reconstruir el partido en sí, Burgo no sólo se valió de los testimonios de los protagonistas –salvo Maradona, que no quiso participar porque, suponemos, estaba preparando su libro–, sino también de lo que relataron tanto los periodistas como los mismos jugadores ingleses. Ahí hay un dato menor, pero sorprendente: casi todos los futbolistas británicos, pese a que ninguno era una estrella, escribieron sus biografías –en el caso de Peter Shilton, el arquero, fueron dos– y en muchas de ellas este partido ocupa un lugar medular, porque aun cuando para ellos significó una derrota imborrable, más imborrable aún fue el hecho de enfrentar a Maradona el día que se convirtió en leyenda. Y ese es otro elemento que restalla en las páginas: la fascinación que despertaba Diego en los futbolistas ingleses, una admiración que les provocaba, literalmente, desconcentración. Lo cuenta Julian Barnes, el wing moreno que en el segundo tiempo volvió loco a Giusti con sus desbordes: casi no se acuerda de lo que sucedió en el primer tiempo porque, desde el banco de suplentes, estaba magnetizado por la presencia del Diez. "Y eso –acota Burgo– que era un tipo que criticaba a los argentinos, porque pertenece a una generación que se crió escuchando aquella historia de Rattín arrugando el banderín inglés en el Mundial del 66. Sin embargo, al igual que el resto de sus compañeros, dicen algo así como perdí ese partido, pero jugué contra Maradona."
El libro se detiene, se expande y se vuelve profundo cuando aborda los dos episodios que trasladaron al partido a la inmortalidad: los dos goles de Diego, esos dos goles en los que entra la Argentina toda: la genialidad y la trampa.
En relación al primero, Burgo se puso el traje de inspector y rastreó al tunecino Ali Ben-Naceur, árbitro del partido, y al búlgaro Bogdan Dotchev, juez de línea de ese lado del campo, hasta los confines del mundo. Y los encontró. Lo curioso es que hoy, a 30 años de aquel error compartido, ninguno de los dos asume su responsabilidad en el fallo, sino que le endilga al otro la autoría en la convalidación del gol. En defensa del árbitro puede decirse que la enorme mayoría de los futbolistas no se dio cuenta de que Diego había cometido infracción, no sólo por la rapidez de la jugada sino también por la posición de la mano, pegada a su cabeza y con el arquero Shilton casi encima. Por otro lado, queda revelado que el juez de línea sí pareció haber detectado la mano, ya que se queda parado, cuando lo normal es ir corriendo hacia la mitad de la cancha. En detrimento de él, podría argüirse que no levantó la bandera ni hizo señal alguna. "Pero en aquel entonces no era necesario hacerlo", se defiende. El libro también revela que Ben-Naceur no supo que fue mano hasta terminado el partido, cuando en el vestuario un veedor de la FIFA se lo comunicó. Hasta entonces pensó que había hecho un partido perfecto. De acuerdo incluso al mismo desarrollo del partido, es posible detectar que se presumía inocente. Lo cuenta Burgo: "Entre el primero y el segundo gol, hay una mano de Cucciufo en el área, reclamada por los ingleses, de la que bien se pudo valer el árbitro si sentía que necesitaba reivindicarse. Pero no lo hizo. Quiere decir que no sentía culpa. Si quería compensar, tuvo la oportunidad servida".
Los futbolistas británicos, como es natural, no se olvidaron jamás de esa jugada y algunos de ellos todavía conservan un desprecio importante por Maradona. Se lo hicieron saber a Burgo en distintas entrevistas. "De todas formas –aclara el autor– ese gol habla mucho mejor de los ingleses que de nosotros. Los ingleses también han hecho goles con la mano, pero imaginemos un segundo si hubiésemos sido nosotros las víctimas... Si hoy nosotros nos acordamos de Codesal, el solo hecho de imaginar que los ingleses nos hubiesen hecho un gol con la mano, hubiésemos tejido hipótesis de conspiración y demás. Sin embargo, los ingleses, nada. Para que haya un gran ganador es condición que haya un gran perdedor, y los ingleses lo fueron."
El gol del siglo, por supuesto, se lleva sus buenas páginas. Allí se destaca el testimonio de Burruchaga, que alumbra un pliegue desconocido: el terreno del Azteca era un campo minado, difícil para dominar la pelota, imposible, casi, para jugar con calidad. Menos para Maradona, claro. "Si se fijan, en mi gol contra Alemania, que se jugó en el mismo estadio una semana después, durante toda mi corrida yo apenas toco tres veces la pelota. Lo hice porque era muy difícil dominarla. Diego, en cambio, la lleva pegada a la zurda como si estuviésemos jugando en una alfombra." El libro se detiene incluso en los festejos –Batista, por ejemplo, cuenta que lo insultó a Maradona como vehículo de su admiración– y en el enojo posterior de Bilardo porque consideraba que debido a la altura y la temperatura era necesario ahorrar aire y energías y no festejar demasiado.
Factótum ideológico de aquel equipo, Bilardo, justamente, es una figura omnipresente en el libro. Su sombra va y viene, afirmando, refutando o incluso mitificando su accionar. "Como suele suceder con varios de los entrevistados –explica Burgo–, en algunos testimonios Bilardo se contradice, ya sea con otros o con él mismo. Como dice Javier Cercas es el típico caso de anteponer nuestros recuerdos a lo que realmente sucede. Con el paso del tiempo Bilardo empezó a decir que el segundo gol no lo gritó, porque, claro, es algo que ayuda a la construcción de su mito, sin embargo, cuando terminó el partido, dijo que había sido el gol que más gritó en su vida, después de uno que hizo Verón en Estudiantes en su época de jugador. ¿Si Bilardo miente? Creo que no, pero lo que es seguro es que ya se creó esa película." También mitificado, o potenciado por el título, se dice y se repite que aquel equipo plasmó una de las últimas innovaciones tácticas del siglo, con su tan mentado sistema de tres en el fondo y dos laterales volantes que se suman para poblar el medio. Pues bueno, es una verdad a medias, si es que llega. En ese mismo torneo, en primer lugar, Argentina comenzó jugando los tres primeros partidos con línea de cuatro y, en segundo lugar, otro equipo, el fantástico pero bipolar Dinamarca, ya había jugado con 3-5-2 unos días antes. Los derechos de autor, claro, se los lleva el dueño del auto campeón.
El partido parece albergar todo lo que un gran guión puede tener.
Sí, es tremendo. Tiene drama, trampa, gloria, condiciones sofocantes (macondeanas), Malvinas, contexto político. Y la consagración de un superhéroe.
¿Cuál fue el dato más curioso que descubriste haciendo el libro?
No sé si es el más curioso, pero un hecho increíble es que el periodista del diario Tiempo Argentino encargado de calificar a los jugadores le puso un 8 a Maradona. Hablé con él y todavía hoy defiende su posición.
Fue el partido en el que se consagra el mejor del mundo.
Hasta ese partido no estaba claro quién era el mejor: si Platini, que venía de ganar todo con la Juventus, o era él. Ese fin de semana, Platini erra un penal contra Brasil y Diego hace los dos goles que lo inmortalizan. Ahí cambió todo.