Al principio solo eran insinuaciones, charlas y café, hasta que no pudieron estar el uno sin el otro; un suceso y una noticia inesperada cambiaron el curso de su destino
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Un día R entró al banco con sus pantalones pinzados y una camisa celeste. Su paso siempre fue pausado. “Vine a presentarme con mi nueva oficial de cuentas”, dijo. Lara se acercó con su amplia sonrisa y enseguida se cayeron bien.
Pasaron días, meses y años, donde solo hubo intercambio de mails de trabajo, llamadas telefónicas por consultas bancarias, insinuaciones casi imperceptibles, cafés y, finalmente –cuando ella ya había dejado el banco-, un almuerzo, tres años después del primer encuentro.
Ese día llovía. R odió la sopa de pepino y ella quedó encandilada con sus manos: “Nos contamos nuestra vida entera”, cuenta Lara, al recordar aquellos tiempos.
Un lindo almuerzo... ¿sin consecuencias?
R era casado y tenía cuatro hijos. Hacía poco se había independizado y estaba decidido a triunfar en el mundo de los negocios. Tenía 40 y, aunque aún no lo sabía, la famosa crisis de la edad lo esperaba, expectante. Lara también era casada, apenas pasaba los 30, tenía una hija y había dejado el banco para llevar adelante una micro empresa.
“En algún momento me escapé de ese almuerzo”, revela ella. “Tenía una reunión con un excliente y una excusa perfecta para alejarme y dejarlo así, como un lindo almuerzo sin consecuencias”.
Pero no fue lo que pasó. A partir de aquel día, Lara y R comenzaron a hablar más seguido, aunque fue cuando R perdió su vuelo a Australia y ella estaba sola en Buenos Aires, que se vieron, comieron y se quedaron juntos toda la noche.
Horarios raros para reír, acariciarse y aprender
Una vez más pasaron los días, meses y años, pero ya no hubo insinuaciones menores. Los encuentros eran frecuentes y durante esos años R le traía a Lara chocolates y regalos de sus viajes.
“Nos veíamos lo máximo posible”, cuenta Lara, pensativa. “Los lunes siempre a las 15, en el café de Palermo, pero los fines de semana no nos hablábamos, esa era nuestra regla implícita”.
Hablaban de amor sin hablarlo. Se encontraban en horarios raros para reír, acariciarse, aprender a aguantar besos largos, hablar y llorar: “También aprendimos lo que eran los medios abrazos, encajar perfecto y las sonrisas de costado”, continúa Lara, ahora con una sonrisa. “Soñábamos, nos malcriábamos y disfrutábamos”.
Seis años para un viaje fallido
Al viaje lo fantasearon y planificaron durante seis años, hasta que el día y el lugar coincidieron. Era la primera vez que dormirían juntos y despertarían como si lo suyo fuera real.
“Pero no pudimos hacerlo. Apenas llegamos a Chile, en esa noche de hotel nos dimos cuenta de que no podíamos avanzar, que eso era lo máximo que seríamos; a los dos nos invadió una culpa que atentó contra el proyecto que no fue y nos desconcertó”.
En los meses y años que siguieron la relación se fue enfriando. R nunca lo supo, pero Lara siempre se durmió imaginando cómo podría haber cambiado el destino si esa noche hubiese sido diferente.
Durante los siguientes tres años se cruzaron en varias ocasiones, cada uno tratando de descifrar el lugar que mejor correspondía en la vida del otro. Había meses que pasaban sin hablarse o verse, hasta que, de pronto, emergían minutos mágicos, que les recordaban cuánto se entendían y los conmovían al revivir besos que cortaban su respiración.
“¿Qué pensarías si me pasara algo?”
Un lunes de febrero se produjo lo que sería el principio del fin. “O, en realidad, el fin del fin”, reflexiona Lara. “En el pasado alguna vez conversamos acerca de qué sucedería, qué sentiría yo si le pasaba algo a él; recuerdo que le contesté que sentiría arrepentimiento por el poco tiempo que nos habíamos dedicado en nuestras vidas, desde el día que nos conocimos en el banco. R se rio con mi declaración”.
Ni Lara ni R imaginaron una historia al revés. ¿Qué pensaría él si a ella le pasaba algo?
Él nunca se enteró que ella enfermó de cáncer. Lara sufrió, dolió, esperó y necesitó ese medio abrazo que nunca llegó. Y un día lo soltó. Se aferró a la vida como pudo para poder mantenerse en pie. “Nunca supe cómo avisarle, como si el destino lo hubiese querido así. Él tampoco volvió”.
Lara siente que ese cáncer apareció para mutilar su cuerpo y alma, pero aún tiene la esperanza de renacer en esta vida, sin él.
Nunca más se volvieron a ver.
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