El fotógrafo argentino ganador del premio Pulitzer ha dedicado su vida a dar cuenta de los grandes conflictos de la humanidad. De Medio Oriente a Latinoamérica, sus fotos reflejan las marcas que deja la violencia en el mundo.
Por Tomás Linch / Fotos Musuk Nolte y Rodrigo Abd/AP
–A Siria, en 24 horas.
Rodrigo Abd colgó el teléfono y consultó a su mujer. Siria, tierra de polvo y de fuego, el lugar donde su bisabuela había dado a luz a Yamil, un comerciante nacido en Homs que había decidido tomar un barco para cruzar el Atlántico y transformarse, años después, en el padre de su padre. Siria, una tierra que desde 2011 se había levantado para luchar contra los caprichos de Bashar Al Assad. Siria, ese pueblo destruido y fragmentado en mil partes que hoy vive, todavía, una de las guerras más terribles de la historia.
–Ahí vamos.
Marzo de 2012. Rodrigo tomó su equipo, una notebook y el primer vuelo de Guatemala, donde entonces vivía, hasta México. Allí funciona la oficina central de Associated Press para Latinoamérica. Le dieron US$ 10.000 en efectivo, que escondió en el pecho, y un teléfono satelital; le ofrecieron un casco y un chaleco antibalas, que rechazó –tenía que viajar liviano–, y tomó un vuelo hacia Alemania, y otro a Estambul y otro a Antioquía, la ciudad donde lo esperaba un auto para llegar hasta el límite con Siria, donde Ahmed Bahaddou, un camarógrafo marroquí que trabaja para la misma agencia ya había iniciado las negociaciones para atravesar ilegalmente la frontera. El gobierno oficial sirio no estaba dando visas y no había otra forma de dar cuenta de lo que estaba pasando en el país.
Los dos periodistas logaron contactar al camión de los contrabandistas que, con apoyo del ejército sirio de liberación, los llevaría escondidos hasta Idlib, donde se encontraba el frente del conflicto. Rodrigo y Ahmed trabajaron durante unas semanas haciendo un registro impactante de los inicios de la guerra civil en el país hasta que la situación se volvió imposible: Idlib estaba siendo sitiada y, cuando los periodistas decidieron salir, ya era tarde. El frente de la resistencia estaba a 10 cuadras y los colaboradores que les habían asegurado la salida ya se habían fugado. Entonces vino lo peor. Se escondieron un par de noches mientras el cielo se veía repleto de explosiones, y el habitual silencio se llenaba con los ruidos de las metralletas y de los tanques.
–¿Qué carajo estoy haciendo acá? –dijo una y otra vez cuando por arriba de su cabeza volaban miles de luces de colores.
Un viernes a la noche tomaron la decisión y atravesaron el túnel a oscuras que salvaba la autopista donde se apostaban los tanques oficiales. Cuarenta metros de largo por uno de ancho y arrastrarse, tocándose unos a otros para saber por dónde seguir. Por suerte lograron salir: el otro lado del túnel estaba liberado y tuvieron que caminar un día hasta llegar al siguiente pueblo. Y del siguiente pueblo al otro y, en poco más de dos días, estaban en la frontera con Turquía. Y entonces esperar otra vez para salir sin ser vistos. Ese trabajo les valió el premio Pulitzer de 2013 por el conjunto de una cobertura gráfica informativa.
–Cuando salimos del túnel, me di cuenta de que uno de los escoltas tenía granadas y explosivos caseros muy inestables encima. Podríamos haber volado en pedazos.
Postales
Rodrigo nació en Buenos Aires el 27 de octubre de 1976. En su barba tupida y su melena eléctrica se percibe la sangre de Medio Oriente que corre por sus venas. A los 23 años comenzó a trabajar como fotógrafo en La Razón y luego de dos años pasó a La Nación, hasta que la agencia internacional Associated Press lo fichó en 2003. Él había sugerido Paraguay o Bolivia para estar cerca, pero la agencia decidió que su destino sería Guatemala, un país que marcaría definitivamente su forma de hacer foco en la realidad latinoamericana.
–¿Cómo se viven las repercusiones de tu trabajo cuando estás lejos, en medio de un conflicto bélico?
–Recuerdo que unos días antes de salir de Siria, mientras hacíamos todo lo posible por transmitir nuestro material, porque el ejército había cortado las comunicaciones satelitales, llegaban algunos mails. Entonces me escribe un señor desde Estados Unidos y me cuenta que había salido de su casa con el New York Times bajo el brazo y en la portada estaba una foto que yo había tomado, en la que se ve a un niño sirio que llora la muerte de su padre. Al subirse al tren para ir a su trabajo, el hombre abre la versión online del Washington Post en su tablet y encuentra la misma foto en la portada. Cuando llega a su oficina, tiene el Wall Street Journal y la misma foto, otra vez, también en la primera página. Ahí me di cuenta de que algo serio estaba sucediendo.
Rodrigo habla muy relajado y toma un mate tras otro. La distancia –ahora vive en Perú– no ha podido con sus costumbres y tampoco con su tranquilidad. A pesar de que la adrenalina y el movimiento perpetuo son su combustible, Abd cuenta sus experiencias como quien cuenta unas vacaciones. No explica demasiado ni emite opiniones tajantes: sabe que su relato y, sobre todo, sus fotografías son suficientes para decir lo que quiere decir.
–¿Se intuía en aquel entonces que el destino de Siria iba a ser el que conocemos?
–Recuerdo que nosotros viajamos en el marco de la Primavera árabe. Los sucesos de Egipto y Libia eran muy recientes e imaginábamos que Siria era un proceso más, un ejército de liberación con intereses democráticos que derrocaba a un dictador. Cuando comenzamos a trabajar allí, vimos que el ejército rebelde ya tenía problemas internos y que había una parte muy radicalizada, con banderas negras y un trato menos amable. Muchas veces nuestros colaboradores nos decían: “Acá bajen las cámaras, acá no hagan fotos”. Esa facción terminó siendo el Isis y aquel fue el último año que las agencias mandaron periodistas porque empezaron los secuestros. Algo se veía, pero no que iba a terminar con bombardeos de esa magnitud.
Quiero vivir en América
En la foto se ve a un niño muy pequeño con cara de asustado. Por detrás, un hombre gigante, tatuado en los brazos y en la cabeza rapada, lo abraza, sosteniendo una pistola nueve milímetros en el pecho del pequeño. La foto pertenece a un trabajo sobre las pandillas en Guatemala –las maras– que Abd desarrolló entre 2003 y 2005 y que le valió varios premios internacionales. Entre ellos, POYi Award, el de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano de Gabriel García Márquez y el World Press Photo Award.
Abd trabaja de manera particular. No le basta con ser un testigo forzado de la historia. Si tiene que cubrir lo que la agencia le indica, va y lo hace, pero cuando puede, propone trabajos de fondo, donde lo más importante no es la actualidad pura y dura –las breaking news–, sino la relación que entabla con lo más profundo de los seres humanos, allí donde casi nadie lo llega.
Además de las maras, a quienes retrató dentro y fuera de la prisión para dar cuenta de la violencia que estaba viviendo la capital del país centroamericano, Rodrigo trabajó junto a los calaqueros o zopilotes, una especie de buitres del servicio fúnebre que se apresuran a llegar allí donde hubo asesinatos para ofrecer sus destrezas. El fotógrafo, también, abordó las exhumaciones de la guerra civil guatemalteca y el trabajo en una sala de emergencias médicas para dar cuenta global de la realidad cotidiana que le tocaba vivir.
–¿Qué es lo que te motiva a la hora de trabajar?
–Para hacer este trabajo hay que creer. Que tu tarea importa, que una situación que afecta a miles o a millones no puede pasar desapercibida. Para viajar, poner el cuerpo, exponerse, hay que estar convencido de que tu mirada vale. El trabajo es muy incómodo, muy desgastante, muy peligroso. Si uno no está convencido de que aporta documentos para esclarecer lo que pasa, no tiene sentido.
–¿Por ejemplo?
–Yo sé que si en algún momento se pone en discusión lo que pasó en Guatemala después de la guerra o en Haití luego del terremoto o en Perú con la devastación de la selva o los buscadores de oro, nadie va a poder decir “acá no pasó nada”. Sí, ocurrió, hay un documento. El aporte no es solo para el corto plazo; no sirve nada más que para sensibilizar a personas como aquel que me escribió desde Estados Unidos o para mover a una autoridad a buscar un problema. También es un documento que permanece y que es parte de la historia. No estoy diciendo que la fotografía sea el reflejo de la historia entera, porque es nada más que un punto de vista, pero es, por lo menos, una descripción parcial de algo que no se puede negar. Pasó en Argentina en el 2001, tenemos las fotos. Pasó en Vietnam, tenemos las fotos.
–¿Y esta época en la que estamos invadidos de manera cotidiana por millones de imágenes?
–Recordamos las imborrables, las que resumen el momento del mejor modo. Y esas fotos están hechas casi siempre por buenos fotógrafos, esos que dejan la cabeza y el corazón, que se rompen el alma, que ponen el cuerpo, apasionados, gente que cree. Todos laburantes, ningún millonario. Todo el mundo tiene una cámara, es cierto, pero… ¿Todo el mundo está dispuesto a viajar al medio de la selva, a levantarse a las cuatro de la mañana, a tomarse una canoa para ir a ver un problema ecológico? ¿Todo el mundo está dispuesto a dormir entre ratas y cucarachas para ver cómo los afganos sobreviven a la posguerra? ¿O a ver y oler y trabajar entre cientos de muertos día a día?
Una guerra por otra
Afganistán ha sido un destino repetido para Rodrigo. Llegó primero en 2006 y se quedó un año no solo para dar cuenta de los desastres de la guerra, sino para contar la vida cotidiana de un país invadido. Por aquel entonces, Abd venía siguiendo el trabajo de Steve McCurry y Tomás Munita –dos fotógrafos que habían trabajado en Kabul– y no lograba dar con el tono para lo que quería contar. Entonces, en una esquina, descubrió que los afganos solían tomarse retratos en blanco y negro con cámaras antiguas. Lo que hizo fue aprender a usar una cámara similar para poder acercarse de modo personal a los habitantes de la ciudad.
–En Latinoamérica yo puedo conectar, soy de acá. En Afganistán me resultaba imposible, no podía hablar ni con el kiosquero, hasta que le encontré la vuelta.
La segunda vez, sin embargo, Abd aceptó otro encargo: en 2010 acompañó a un batallón del ejército de Estados Unidos para contar cómo era la vida cotidiana en el frente de batalla.
–Fue una sorpresa y un aprendizaje trabajar con ellos. Uno podría decir, “eso no es periodismo, es propaganda”, pero resultó perfecto para desarmar ideas preconcebidas. Yo elijo romper con los estereotipos, no hago esto para afirmar un discurso que reproduce lo que el mundo piensa sobre un lugar o una situación. Mi tarea es tratar de contarle a esa misma audiencia que en ese lugar suceden cosas que no tienen nada que ver con lo que uno se espera. Hay historias que no necesariamente son el corazón de la noticia, pero son importantes para mostrar el todo. Es importante contar que el mundo no se divide entre buenos y malos, entre luchadores incansables y soldados profesionales. La realidad es mucho más compleja y un soldado de 19 años no es necesariamente un patriota.
–¿Y qué descubriste?
–Empecé a entender que el ejército de Estados Unidos no es algo homogéneo, aprendí que hay mucha diversidad y las razones por las que cada persona está ahí son diferentes. No tiene nada que ver con las películas. Me encontré con muchos adolescentes que no quieren pegarle un tiro a nadie, que están esperando a que termine el año de servicio para llegar a su casa y tener un ahorro. Me acuerdo de estar en la trinchera en uno de esos campamentos improvisados en medio del desierto y ellos estaban discutiendo qué se iban a comprar con los US$ 40.000 que ahorraban. “Yo quiero una pick up”, decía uno. “Yo quiero una cortadora de pasto para mi mamá y unas herramientas para trabajar como cerrajero”, decía otro. Nadie hablaba de geopolítica, ni de talibanes ni de patriotismo. Esos chicos llevaban los fusiles, pero no dejaban de ser adolescentes.
–Un mundo complejo…
–Una vez hice un retrato de un soldado con su fusil mirando por la mira telescópica, concentrado. Era un lindo retrato. La foto salió publicada en varios periódicos de Estados Unidos y llegó a Texas, donde vivía la mamá de este chico. Cuando vio la foto ella estaba orgullosísima y le escribió un mail, y el chico estaba superagradecido conmigo porque por fin se había amigado con su madre, con quien estaba peleado. El jefe del batallón lo castigó porque en la foto no había salido con las antiparras reglamentarias para el desierto y lo obligó a permanecer tres días, 72 horas seguidas, con esas cosas puestas. Tenía que dormir con eso, comer con eso, y sus compañeros le hacían muchas burlas, pero el chico estaba feliz. El ejército profesional norteamericano es a veces un refugio para esos adolescentes. Vienen de una situación social o familiar difícil y eso también es parte de la guerra. No eligen estar ahí, sino que son expulsados de sus lugares y llegan ahí como una solución. Esto abre otra línea de pensamiento. Uno que era del Bronx me dijo: “Yo estoy acá de vacaciones. Peligroso es mi barrio; si no salís armado, te acuchillan. Esto es un paseo de domingo”. Cambian una guerra por otra.
La nueva era
Rodrigo Abd no se detiene. Después de haber trabajado en Bolivia, Venezuela, Haití, Perú, Guatemala y Medio Oriente, después de cubrir grandes historias de actualidad y desarrollar trabajos más personales a largo plazo, prepara un viaje que cruza a lo ancho toda la frontera entre México y Estados Unidos, desde su límite occidental, en Tijuana, hasta el paso más al este, Nuevo Laredo. La intención es contar, a través de una serie de reportajes, cómo influye el nuevo orden en la vida cotidiana de las autoridades, de los migrantes, de las familias, de los trabajadores.
–Una especie de road movie, buscando reportajes para dar cuenta de este momento de la historia –dice.
–¿Cómo es hacer periodismo y trabajar para una de las grandes agencias internacionales en momentos en que la concentración y el uso de la información están tan cuestionados?
–Siempre hubo concentración de medios, lo bueno es que ahora podemos hablar de eso. Por un lado, internet y las nuevas tecnologías hicieron que muchos medios independientes, con menor presupuesto y con otra manera de trabajar, pudieran ser accesibles para todos. Son voces que se suman a las voces de toda la vida. Les cuesta sobrevivir, pero descubrieron alternativas de financiamiento. Hay fundaciones y donaciones, soluciones que van más allá de la publicidad. Hay un periodismo menos atado a las grandes corporaciones, aunque el peso de los grandes medios sigue siendo muy fuerte y sus decisiones siguen marcando la agenda. Lo bueno, si es que hay un lado bueno, es que ahora se discute. Qué es lo que dicen, desde dónde lo dicen y para provocar qué. Esa es la discusión.
Rodrigo es de una generación de fotoperiodistas que vivió en carne propia casi todos los cambios de orden posible: cuando empezó, un fotógrafo de guerra tenía que guardar sus rollos, acercarse a un aeropuerto y, a través de una persona de confianza, enviar ese material a las oficinas centrales para que fuese revelado, procesado y editado. Días después, si ninguna parte de esa larga cadena se quebraba, el material lograba ver la luz. Como consecuencia de las nuevas tecnologías, la inmediatez de la información recorre el mundo con alta velocidad e inunda nuestros dispositivos con una cantidad de material gráfico imposible de procesar. Los profesionales como Abd no solo trabajan para crear un documento que por su calidad llame la atención por sobre esa maraña de imágenes para dar cuenta de la violencia de época y generar la memoria del mañana. Son ellos mismos, su historia y su trabajo, un documento de lo que nos sucede, del modo en que vivimos, leemos e interpretamos el mundo que nos rodea.
LA NACION