Rodolfo Mederos: la magia puesta a rodar
Un viejo proyector le recuerda al músico el Cinegraf que lo deslumbró en la infancia y lo inició en el amor al cine
Rodolfo Mederos tuvo una infancia sin juguetes. Fue una suerte, dice. Con maderitas, hilo o alambre y un poco de imaginación, cualquier cosa pasaba a ser un soldado, un camión o un tren. Desde chico, construyó su universo a partir de lo tangible. Con sus manos. Esas manos que después le sacarían música al bandoneón y seguirían, a través de los años, trabajando la madera y creando trencitos.
A los seis años, un tío le regaló un Cinegraf. Fue un deslumbramiento. “Era una máquina de sueños –dice–. Ponías una cosa y salía otra, proyectada en la pared. Más allá de lo artístico, desde entonces siempre me fascinó eso del cine: en la bobina hay una historia enrollada. Cuando empieza a rodar, ves esa historia que nunca existió como si fuera real, las veces que quieras. Es mágico.”
Inquieto, quiso poner sus manos en ese mundo. Intervenir. Si lo hacía con todos sus juguetes, ¿por qué no con este? Para darle un efecto de fade out a una historia de final abrupto, no tuvo mejor idea que desenchufar el aparato muy despacito: la merma gradual de energía eléctrica iría difuminando las imágenes. Sólo consiguió una patada que, por orgullo, mantuvo en secreto. El percance no alteró su determinación: empezó a hacer sus propias películas, dibujando con tinta china en papel manteca que le regalaba el almacenero.
Mudado de San Miguel a Córdoba, sus padres lo llevaban al cine a ver las películas de Sandrini. En su juventud lo conmovió Vértigo, de Alfred Hitchcock. Años después, el amor por la pantalla lo llevó a filmar su propio corto, Ritmo, basado en un cuento de Chaplin. Resultó premiado. Estaba en la orquesta de Pugliese, pero pensó en dedicarse de lleno al cine. Al final, pesó más el empujón que Piazzolla le había dado unos años antes, a sus 25. “¿Cuándo te venís a Buenos Aires?”, lo apuró Astor tras escucharlo tocar. Estaban frente a la facultad de Ciencias Exactas y Naturales, donde Rodolfo había estudiado Biología. “¿Y la biología? ¿Y la ilusión de mis viejos?”, pensó Mederos. Pero Piazzolla no le dejó alternativa: “Dejate de joder. Dejá la biología para los biólogos. Vos sos músico”.
Siguió ligado al cine a través de la composición de bandas de sonido. En Las veredas de Saturno, de Hugo Santiago, debutó como actor. Fue un reto tan grande como la creación de la música de la película. “Por entonces mi mundo musical terminaba en el impresionismo francés. Pero Santiago necesitaba una estética posterior. A mí lo contemporáneo me resultaba inasible y a veces desagradable. Me metí a fondo con eso y lo entendí. Difruté con Nono, Ligetti, Berio, Penderecki.”
–Y después te inclinaste por el tango tradicional…
–Sí, ¿pero no volví acaso a los trenes?
Con envases, tapitas, palitos de helado y escarbadientes, Mederos construye trenes eléctricos. Ha montado una estación completa. A su modo, convive con su infancia y con las cosas que lo han marcado. En su casa de Constitución, trabaja la madera, tiene una sala para sus trenes y para sus más de diez proyectores y sus películas, y hasta un laboratorio. “Todo se conecta. Cuando hago música veo imágenes. Y cuando corto madera escucho sonidos. Mis manos construyen trenes, cocinan, trabajan la madera. Todo eso es música.”
Mederos elige como su objeto más preciado un proyector Bell & Howell Filmo Diplomat de 16 mm de la década del 20, que tiene hace unos 30 años. La magia. Sin embargo, el mundo tangible que habita está lleno de objetos sagrados. “Los objetos hablan –dice–. Una cosa es un clavo nuevo y virgen, y otra, uno torcido y oxidado que perteneció a una silla o una mesa que alguien usó. Los objetos me hablan de un mundo real y físico al que pertenezco. También yo puedo torcerme y oxidarme.” Una idea que cifra el espíritu de la serie Tesoros Personales, que con esta entrega llega a su fin.