Tras 25 años de búsqueda, Roberto “Roby” Graetz consiguió recuperar dos obras que pertenecieron a la colección privada de su abuelo, el empresario alemán Robert Graetz
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Por más que trascurrieron casi 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, indudablemente hay heridas aún abiertas. Más allá de la inexorabilidad del tiempo, en los descendientes de las víctimas resurgen los deseos de reivindicación en el momento menos pensado. Son silencios que ocultan el horror de lo vivido que se transforman repentinamente en sonido y cambian rotundamente el rumbo de la vida cotidiana.
Roberto Graetz, Roby, fue un tenista que vivió toda su adolescencia junto con Guillermo Vilas. Eran compañeros en el Buenos Aires Lawn Tennis Club, jugaron juntos torneos juveniles en la Argentina y en los Estados Unidos. Optó por no ser profesional para dedicarse a sus estudios de Administración de Empresas, pero el tenis fue algo fundante en su vida: junto con Daniel García, Jorge Gerosi, Roly Pons y Claudio Menna, creó un centro de alta competencia, el CET, en el que se formaron Javier Frana, Florencia Labat, Guillermo Cañas y Brian Dabul, entre otros. Además, fue el capitán argentino de Copa Davis de las dos series iniciales de 1981, con Vilas y José Luis Clerc, año en el que nuestro país disputó por primera vez la final de ese certamen por equipos.
De Alemania a la Argentina
Roby es hijo de Helmut y de Hilde Kann, dos alemanes que huyeron del horror de Berlín. Y nieto de Robert Graetz, un importante comerciante de la actual capital alemana, dueño de la tienda Glass und Graetz, víctima del holocausto y uno de los mayores coleccionistas de arte de esa ciudad, con más de 250 obras que desaparecieron en el transcurso de la contienda.
Hilde, su mamá, nacida Potsdam en 1919, era hija de banqueros. A los 15 años tuvo que dejar de ir al colegio por estar señalada con una estrella amarilla pegada en el pecho. La economía familiar estalló con el ascenso de Hitler. Cuando tenía apenas 19 años, su padre juntó unas monedas y la llevó al puerto de Hamburgo, donde la embarcó en tercera clase hacia la Argentina. Al llegar a Buenos Aires, la esperaba en el Hotel de los Inmigrantes un alemán vecino de su ciudad al que no conocía pero con el que, a través de un mandato de casamiento, se unió en matrimonio para poder vivir en esta orilla del Río de la Plata.
Esa pareja fue un fracaso inmediato. Hilde quiso divorciarse en 1954 durante el gobierno de Perón, después de reconocer culpa, pero la sentencia nunca llegó: todo el proceso fue interrumpido y anulado tras el golpe de la Revolución Libertadora.
Separada de hecho, Hilde conoció a Helmut Graetz, quien también se había escapado de Alemania. Su recorrido tuvo más escalas: primero llegó a Montevideo y luego ingresó ilegalmente en la Argentina por Entre Ríos. Era hijo del acaudalado Robert Graetz, una personalidad de Berlín, amante del arte y de las reuniones sociales en su casa de Grunewald, una zona residencial en las afueras de Berlín pensada a finales del siglo XIX por Otto von Bismarck para la construcción de grandes mansiones de la alta burguesía. Allí, la familia Graetz vivía rodeada de cantantes de ópera y de los cuadros que compraba Robert bajo el asesoramiento de su hermano, Hugo, que era marchand. Eran en su mayoría obras pertenecientes al expresionismo alemán, justamente lo que Hitler quería destruir. Artistas como Erich Heckel, Karl Schmidt-Rottluff, Ernst Ludwig Kirchner o Kandinsky, quienes fueron censurados por el nazismo y expuestos en muestras itinerantes del Tercer Reich denominadas Entartete Kunst (Arte Degenerado). El Partido Nazi condenaba este arte moderno por no ajustarse a los ideales estéticos, morales o políticos del régimen. Muchas de estas obras expuestas fueron luego confiscadas o destruidas por los nazis. De la unión (“ilegítima”, según lo marcaban en esos días las costumbres argentinas) de Helmut e Hilde nació Roby, inscripto en el registro civil como tal, en 1951.
Helmut e Hilde se afincaron en el barrio de Palermo junto a otros cinco matrimonios alemanes. Roby, su único hijo, fue el hijo de todos. Empezó a jugar tenis de mesa en ACIBA (Asociación Cultural Israelita de Buenos Aires). Un amigo lo invitó a jugar al tenis y así llegó a las canchas de polvo de ladrillo ubicadas en Olleros y el viaducto del FFCC Mitre. Allí conoció a Vilas que, cuando estaba en Buenos Aires, solía quedarse en su casa y disfrutar del puré de manzana que especialmente le preparaba Hilde.
Helmut pocas veces habló con su hijo del horror de la guerra. Hilde, en cambio, siempre impulsó la recuperación de la memoria. En 1955, por primera vez, decidió volver a Berlín, con su pequeño hijo, a buscar lo que había quedado del pasado. No encontró nada. No había rastros de esas pinturas. Solo sabían que esas obras estuvieron entre la casa de Grunewald y en el negocio textil familiar ubicado en la zona oriental tomada por los soviéticos. Años más tarde se levantó el muro y hubo que esperar a la caída, en 1989, para retomar alguna esperanza...
Hilde tampoco encontró sobrevivientes de la familia Graetz en Alemania. Luego supo que en la Unión Soviética estaba Betty, la segunda mujer de Robert, nacida en Riga, actual Letonia, que había sido deportada por el régimen nazi cuando Stalin le declaró la guerra al Eje. En 1968, los Graetz lograron traer y radicar a Betty en nuestro país.
Betty conocía la colección de arte de su marido al detalle, como nadie. De hecho, con el ascenso al poder del partido nazi, Robert hizo un movimiento estratégico para cuidar su patrimonio: se divorció de Betty y en la división de bienes le cedió todas sus obras. Si bien los dos eran judíos, ella era ciudadana soviética y eso le daba cierta inmunidad. Pero todo el plan se desplomó cuando Rusia le declara la guerra a Hitler, en 1942, y Betty es deportada a Riga. Ahí se pierde el rastro de la colección de los Graetz.
Una lucha que no termina
Helmut, que falleció en 1983, seguía firme en su silencio. Solo le interesaba su empresa, Celind, una distribuidora de celofán que producía la fábrica Ducilo, situada en Chacarita. Roby lo ayudaba y, paralelamente, comenzaba a forjar su propio camino en el negocio de la promoción de artículos deportivos. Primero trabajó en Gatic y luego en Alpargatas. Pero a partir de su muerte, tanto Hilde como Betty empezaron a hablar con profundidad de la lucha por la restitución de lo que quedara en pie de la colección Graetz. Seguían sin información hasta que, a finales de la década del 90, la visita de unos primos del lado materno sirvió para que Roby ingresara de lleno en una lucha que terminó hace muy poco tiempo.
Ahora, durante una entrevista con LA NACION, revive su historia familiar y da detalles de su lucha, que aun continúa.
-¿Por qué decidiste retomar esta historia familiar?
-Esa visita de mis primos transformó mi vida. Ellos hablaban de que estaban trabajando en la búsqueda de los bienes de mi familia materna. Mamá tenía unos pocos documentos que ellos se llevaron para mostrárselos a su abogado, quien consultó a su nuera, Angelika Enderlein, una experta en arte. Ella nos pidió permiso y escribió una tesis universitaria El comercio de arte en Berlin en la República de Weimar y el estado nacional socialista. El destino de la colección Graetz. Un texto que empezó a ser de referencia para toda Alemania.
-¿En qué consistía esa colección?
-Mi abuelo, básicamente, poseía unas 250 obras de pintores jóvenes, especialmente del expresionismo alemán, de autores que recomendaba mi tío abuelo. Con esas obras, ellos le pagaban las prendas que compraban en la tienda. Mi abuelo las aceptaba porque tener arte era un símbolo de status y de poder económico. En las pocas ocasiones que mi papá habló sobre el tema decía que mi abuelo contemplaba las obras y lloraba. Descubrir esta historia me emocionaba. Era un silencio lejano que de repente se hizo sonido. Sabíamos del tráfico de arte como un botín de despojo de la cultura. Los nazis solían quemar los cuadros de los expresionistas por considerarlo arte obsceno, pero también había organizaciones que los traficaban a los Estados Unidos y a la Argentina.
-¿Cuándo tuviste el primer indicio de que podían descubrir algo de ese pasado?
-Después de la crisis de 2001, Angelika me llamó para decirme que habían encontrado dos obras documentadas que pertenecían a la colección de mi abuelo en el Stadt Museum. Apareció un remito firmado por mí tía, cuando tenía apenas 15 años, que probaba que el museo le había devuelto dos cuadros del artista Karl Schmitt-Rottluff: Gutshoff in Dangast y Selbstbildnis en 1933. Demostraba, en definitiva, que esos dos cuadros eran propiedad de mi familia. Los alemanes guardan todos los papeles y ese documento, que increíblemente no se perdió con la guerra, destapó todo.
-¿Qué hicieron después de encontrar ese remito?
-Nos comunicamos con el museo. Ellos nos contestaron que habían comprado esas obras en 1955, que se las había vendido alguien con mi apellido. Ese alguien, claramente, no existía. Era imposible: mi abuelo fue deportado a Auschwitz desde el andén 17 después de haber salvado a muchos integrantes de su familia. Fue el último Graetz en Berlín. En realidad, no quedó nadie con mi apellido en Alemania. Hicimos el reclamo formal pero el museo se negó a devolvernos las obras. A partir de ahí, todo se volvió muy difícil porque muchos elementos nazis seguían encastrados en distintos estamentos. Pero nuestra ventaja era que teníamos la constancia de la compra, el préstamo al museo en el año 33 y el remito del museo que comprobaba su posterior devolución.
-¿Dónde estaban guardadas o expuestas las pinturas?
-Angelika supo que estaban en un depósito en el Stadt Museum, nacional, pero que dependía de la ciudad de Berlín a través de una fundación. Viajé allí para entrevistar al ministro de cultura de la capital. Tenía un poco más de 40 años. Me dijo que creía que teníamos razón, pero que políticamente no podía hacer nada porque las devoluciones son difíciles.
-¿Y qué opción te quedaba para seguir peleando? ¿No había otro organismo para avanzar con el tema?
-Sí, lo que ellos llaman la Comisión Arbitral. Es un grupo de notables integrado por expresidentes, jueces de la Suprema Corte y otros magistrados, conformado por el Estado para dar veredictos. Para convocarla, el museo tenía que estar de acuerdo. Pero el fallo de la comisión no era determinante: lo único que podía hacer era entregar un aval político no vinculante -no es judicial- para que el intendente, en nombre del gobierno de la ciudad, pudiese tomar la determinación de devolver o no esas obras.
-Alemania cuenta con una ley de prescripción…
-Exacto, de la que estoy totalmente en contra. Sancionada por el congreso alemán en los 70, establece que estos sucesos, a 30 años de haber ocurrido, no del descubrimiento, están prescriptos. ¿Qué significa? Que mi familia, en este caso, tendría que haber reclamado hasta 30 años después de la finalización de la guerra. Por eso, para estas situaciones, actúa la comisión arbitral.
-¿Y cómo fue esa reunión?
-La tuvimos en 2011. Viajé con mi hijo, Federico, a Berlín. Nos reunieron en un bar. Allí había cuatro abogados del museo que decían cosas que, hoy en día, me siguen haciendo un nudo en la garganta. Pero finalmente, años después, luego de más de veinte viajes a Alemania desde que se inició este proceso, aceptaron que esos cuadros eran nuestros. E inmediatamente me llamaron para ir a buscar las obras.
-¿Qué hiciste con esas obras?
-En primer lugar, sabíamos que estos cuadros tenían valor, pero nosotros no somos una familia coleccionista. Nuestra idea era recuperar el patrimonio y vender las obras para distribuir lo obtenido entre todos los descendientes de Robert. Uno se vendió a través de una galería de arte en forma privada, no sabemos quién lo compró. Otro fue al Museo Wiesenthal, especializado en el estudio de cuadros perdidos pertenecientes a las familias judías. Ellos ya habían logrado la devolución de uno... Se enteraron de nuestro caso y nos abrieron la galería para exponerlo durante cinco años, con una placa recordatoria a mi abuelo. Rodearon esa obra junto con más cuadros de Rottluff. Después llegó una oferta y se vendió. Lo único que pedimos, en forma de recuerdo, en ambos casos, fue una copia de los dos cuadros para contemplarlas en Buenos Aires. Tiempo más tarde, Angelika descubrió por internet dos tallados de madera que reconoció por unas fotos de las paredes la casa de mi abuelo. Fue en bicicleta hasta el negocio y el vendedor reconoció que había pagado mil euros por ellos. Nos pidió la misma plata para recuperarlos.
-¿Y después?
-Decidimos, gracias al apoyo del Ministerio de Cultura de Israel, dejar un legado con una película documental en la que contamos toda nuestra historia. Pude visitar los restos de la casa de mi abuelo y el último departamento en el que se escondió antes de que lo llevaran al andén 17 para deportarlo a Polonia. Ese corto con toda nuestra historia se proyectará el sábado 7 de diciembre en Cinépolis, en la Recoleta.
-¿Qué es lo que sentís ahora, una vez cerrada esta historia?
-Después de 25 años de haber iniciado todo, puedo decirte que lo único que hice fue buscar la historia de mis ancestros. Una vida que fue interrumpida por el horror. Uno siempre quiere saber quiénes fueron y de dónde vinieron. Acá con más razón porque había cosas ocultas, no conversadas. Es una búsqueda continua, más allá de las recuperaciones, para transmitirle el legado a mis hijos y mis nietos de lo que pasó. Estos hechos atravesaron mi familia y atravesarán a las generaciones que siguen. Uno busca respuestas y elementos. Cada pequeño hallazgo es valioso, propio de la familia o de la época. Uno desea que estas cosas no vuelvan a ocurrir, pero suceden con otros actores y geografías, de otra manera. No tenemos la capacidad, como seres humanos para evitar las guerras, la culpabilización de las minorías y la discriminación. Y que estas luchas, como la mía, ayudan a generar conciencia.
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